Como anillo al dedo: el impacto de la perspectiva conductual en la clínica

Me invitaron a brindar una disertación en un evento de psicología, y tratándose de una participación más bien breve y estando el evento abierto a todo público, me pareció que lo más apropiado y sensible para la ocasión sería hablar de algún tema de interés popular y de fácil acceso, algo que enfervorice a las masas.

Así que, naturalmente, decidí hablar sobre aspectos conceptuales del conductismo radical –más precisamente, sobre algunas de las consecuencias que adoptar una mirada conductual tiene para la actividad clínica. Lo que sigue es el argumento central de mi participación.

Conductismo y clínica

Como probablemente hayan notado, en los últimos años se ha multiplicado en el ámbito de la psicoterapia la producción académica asociada a abordajes como Terapia de Aceptación y Compromiso, Psicoterapia Funcional Analítica, Activación Conductual, Terapia Dialéctico Conductual, entre otros. En estas terapias hay ciertos temas que aparecen recurrentemente: la atención a las emociones, la relación terapéutica, valores y propósito, el papel del dolor, la aceptación, el contacto con el presente, la experiencialidad en las intervenciones, entre otras. Es decir, se trata de abordajes con una sensibilidad notable hacia diversas facetas de lo humano, sensibilidades humanísticas, por así decir.

Esto suele despertar una cierta perplejidad en quienes se vienen a enterar que, además de estos temas, estos abordajes comparten un mismo sustrato filosófico: el conductismo radical (o su variante aggiornada, el contextualismo funcional). En mayor o menor medida, de manera más o menos explícita, esos abordajes terapéuticos están informados por ideas conductistas. La sorpresa surge porque usualmente el conductismo evoca, dentro y fuera de la psicología, ecos siniestros de cajas negras, ratas y tabulas rasas. El epíteto “conductista” suele usarse como sinónimo de deshumanizante, reduccionista, superficial, por lo que resulta extraño encontrárselo cimentando abordajes terapéuticos con tan marcadas sensibilidades humanísticas ¿a quién se le podría ocurrir que una perspectiva urdida por gente que investiga palomas pudiese resultar adecuada para lidiar con el sufrimiento y crecimiento de los seres humanos?

Una forma de explicar esta aparente paradoja es tratar a ese vínculo como accidental, asumiendo que dichas sensibilidades clínicas han surgido a pesar de sus raíces conductuales. El conductismo sería así un antepasado lejano, una herencia más simbólica que concreta, una curiosidad genealógica y un tanto culposa de estos abordajes. El conductismo habría aportado algunos conceptos, y estas sensibilidades han surgido de otras fuentes.

Tengo para mí, sin embargo, que si esas terapias exhiben esas sensibilidades no es a pesar del conductismo radical, sino gracias a él. Creo que cuando los supuestos conductuales son llevados a la actividad clínica tienden a fructificar en una mirada que es notablemente humana y sensible. Creo que, examinando en primer lugar con detenimiento algunos de los postulados centrales del conductismo radical, y explorando lo que implican para ciertos aspectos de la clínica, será claro que la paradoja es sólo aparente –en otras palabras, que el conductismo se ajusta como anillo al dedo a la práctica clínica.

Conductismo y conducta

Podríamos empezar diciendo, de manera muy general, que el conductismo se ocupa de analizar la conducta. Hasta aquí nada muy sorprendente.

La cuestión crucial es qué se entiende por conducta. Usualmente el término se emplea para referirse a los movimientos o acción muscular de un organismo, tales como accionar una palanca o pulsar un botón. Para esta concepción, la conducta es lo superficial, el efecto observable o síntoma de la acción de una agencia central inobservable, que puede ser inmaterial (el alma, la mente, el aparato psíquico) o material (el cerebro), y que sería el verdadero objeto estudio de la psicología.

Pero esto no es lo que el conductismo entiende por conducta. Para el conductismo la conducta es la interacción entre la actividad de organismos completos con su ambiente y en su ambiente. La conducta es interacción, es decir, no una propiedad esencial de un organismo sino relacional (Freixa i Baqué, 2022, p. 227), de la misma manera en que el peso no es una propiedad intrínseca sino la relación entre la masa de un objeto y la masa de otro, como por ejemplo entre mi cuerpo y la Tierra, por lo cual si me pesara en otro planeta la balanza mostraría un número distinto, aún cuando mi masa fuese la misma.

Por esto, en rigor de verdad la conducta no está en el ambiente (y esto no es decir mucho), pero tampoco está en el organismo (lo cual puede sonar francamente alarmante), sino que es su interacción, con una frontera que es difusa y dinámica. Es un concepto análogo al de experiencia para Dewey (2005)[1], o al hábito de Määttanën, un loop analíticamente indisoluble de acción–percepción (Määttänen, 2015). Se trata de la interacción, compleja, constante y dinámica, entre ese manojo de procesos que llamamos un organismo y ese otro que llamamos el mundo. Freixa i Baqué(2022, p. 228) lo ilustra con una analogía :

“Al ver un organismo que se comporta (…) tendemos a considerar que exterioriza una conducta que poseía en su interior, de la misma manera que cuando vemos una piedra (..) atribuimos su conducta de caer a una propiedad interna del objeto: su peso. Cometemos el mismo error que si, después de frotar una cerilla en el rascador de su caja y ver aparecer la llama en la punta del fósforo, afirmáramos que la llama se hallaba en el interior de la cerilla. A la pregunta “donde se hallaba la llama antes de frotar el fósforo contra el rascador, en la cerilla o en el rascador?” la respuesta correcta es: “ni en la una ni en el otro”. La llama no se encontraba en el interior de la cerilla ni en el interior del rascador; la llama es la resultante de la interacción entre ambos. Asimismo, la conducta no es una propiedad esencial del organismo, sino una propiedad relacional”

La conducta incluye pero no se limita a los movimientos musculares, sino que abarca a toda la actividad de un organismo que está en interacción con su ambiente, incluyendo la actividad no observable. Llevar el foco de atención de un pie a otro, por ejemplo, no implica ningún movimiento muscular perceptible, pero es considerado como conducta en tanto es parte de la actividad de un organismo que es influida por e influye en el ambiente. La definición involucra entonces toda la actividad relevante del organismo, incluyendo aquellas actividades que llamamos pensar, sentir, etcétera.

Quizá sea útil aclarar aquí algunas confusiones frecuentes. En primer lugar, si bien la conducta es interacción, lo que nos interesa predecir e influenciar es lo que sucede del lado del organismo, así como generalmente me interesa lo que muestra mi lado de la balanza y hablo de mi peso como si fuera una propiedad intrínseca de mi cuerpo, aunque el concepto sea relacional. Por este motivo solemos usar el término conducta para describir la actividad de los organismos y hablamos de la interacción entre conducta y ambiente, pero esto no debería hacernos perder de vista en ningún momento la naturaleza relacional del concepto.

En segundo lugar, cabe señalar que escribí antes que la conducta es la actividad de un organismo completo (también podría decir integrado), porque es el organismo como un todo el que interactúa con su ambiente, no sus partes. Por eso el conductismo suele rechazar tan fervorosamente la falacia mereológica según la cual se le asignan al cerebro (u otra parte del cuerpo) propiedades o actividades que pertenecen más propiamente a la persona como un todo. Así como bailar es una actividad de una persona, no sólo de sus pies o de su sistema nervioso, emocionarse y pensar no son cosas que haga un cerebro sino una persona.

Por eso no es lícito explicar la actividad de los organismos a partir del funcionamiento de alguna de sus partes, llámense cogniciones, emociones, mente, cerebro, etcétera, ya que al ser parte de la actividad también son parte de la incógnita. Decir que alguien actúa de cierta manera porque piensa de cierta manera es como decir que actúa de cierta manera porque actúa de cierta manera. Observar un cambio en ciertos neurotransmisores no explica la actividad de bailar, sino que forma parte de ella –bailar abarca ciertos movimientos de los pies y de otros músculos, como así también la actividad del sistema nervioso central, y el resto del cuerpo. El organismo actúa con todo lo que es.

En tercer lugar, ambiente no se refiere al entorno externo, sino a todos los estímulos de los que la actividad del organismo en un momento dado es función, y esto incluye también estímulos internos –ya en 1945 Skinner señalaba que cada organismo “posee un pequeño pero importante mundo privado de estímulos. Hasta donde sabemos, las respuestas a ese mundo son como las respuestas a eventos externos”(Skinner, 1945, p. 272). Una puntada de hambre y un plato de comida pueden ser parte con igual derecho del ambiente para la actividad de comer, por ejemplo. Por esto mismo, el ambiente no incluye solo los estímulos físicos, sino también los biológicos y sociales.

Entonces, la conducta (de los organismos) y el ambiente interactúan, determinándose mutuamente. Toda acción del organismo sucede en un ambiente, modificando el ambiente y a sí mismo, y esas modificaciones afectan a la acción futura.

La conducta de los organismos es entonces nuestra variable dependiente, nuestra incógnita, y el objetivo del análisis es comprender la conducta. Pero no nos interesa cualquier comprensión, sino aquella que nos permite ganar algún grado de predicción e influencia (como objetivo combinado) sobre la actividad de los organismos –predecir cómo actuará un organismo en ciertas situaciones, y cómo influir sobre esas acciones. Al tratarse de una relación entre dos términos, para comprender uno debemos observar cómo responde a lo que sucede con el otro, de manera que para predecir e influenciar la conducta de los organismos debemos comprender el ambiente con el que interactúa, e identificar las múltiples variables ambientales que controlan la conducta.

Por ello decimos que la conducta es función del ambiente.

Pero esto puede ser engañoso, ya que como la conducta es interacción, no sólo está en juego el ambiente inmediatamente presente, sino también toda la historia de interacción con él. Para decirlo con una analogía: para comprender una escena de una película no basta con examinar un fotograma estático, sino que es necesario conocer la historia previa que lleva a esa escena. Por esto las investigaciones conductuales suelen privilegiar diseños de caso único de duración extensa (por ejemplo, registrando la conducta de unos pocos individuos durante miles de horas), a la vez que se han tendido a evitar los estudios de grupo que basan sus conclusiones en promedios estadísticos porque suele oscurecer la historia de aprendizaje involucrada.

Entonces para comprender la conducta necesitamos examinar las variables ambientales y la historia relevante. Ambos aspectos pertenecen a un continuo, sólo que resulta útil en ocasiones hablar de ambiente y en otras hablar de historia. Para simplificar, englobemos ambos aspectos bajo el término común “contexto”, y nos quedará entonces algo que podría resumirse así: la conducta es función del contexto, entendiendo por contexto la constelación de variables, tanto presentes e históricas, externas como internas, concientes y no concientes, físicas, sociales, biológicas, genéticas, etc., de los que la conducta es función.

Digo constelación porque no es lícito reducir a priori el contexto a sólo una variable (de aquí la posición antirreduccionista típica del conductismo). La conducta usualmente es determinada por múltiples variables, como señaló Skinner: “la fuerza de una respuesta particular puede ser, y usualmente es, función de más de una variable y una variable particular usualmente afecta a más de una respuesta”(Skinner, 1957, p. 227). Una respuesta puede estar influida simultáneamente por factores externos, internos, físicos y sociales, en distinto grado.

En primera instancia el contexto abarca el universo todo, toda la historia individual y de la especie, tal como se transmite a través de genes, prácticas culturales y demás formas de herencia (véase en Maero, 2023, p. 257 o siguiendo este link). Lo que hace el análisis de la conducta con esa complejidad es efectuar en ella un recorte que permita lograr explicaciones efectivas, es decir, que permitan alcanzar un máximo grado de predicción e influencia sobre la conducta, para llevar esas comprensiones a los ámbitos de aplicación (por ejemplo el clínico).

Estas son algunas ideas mínimas y básicas del aparato conceptual del conductismo radical, pero creo que pueden ser suficientes para ilustrar cómo, cuando son llevados al ámbito clínico (sea en investigación o intervención), se traducen en una mirada notablemente fructífera y sensible sobre los fenómenos clínicos. Veamos entonces algunos aspectos de esa mirada.

Sensibilidad al contexto

De acuerdo con lo expuesto, quedará claro que, sea lo que fuere que lleve a una persona a terapia, lo que involucra es ciertos aspectos de su conducta (incluyendo pensar, sentir, etc.), lo que podríamos llamar conductas clínicamente relevantes. Ahora bien, si se considera que la conducta es función del contexto, se sigue que al lidiar con conductas clínicamente relevantes la perspectiva conductual hará que la mirada clínica se dirija constantemente hacia el contexto.

Qué tanto del contexto se incluya en el análisis variará según la necesidad y las posibilidades del caso. Lo mínimo que puede incluir el análisis de una conducta clínicamente relevante es a) en qué circunstancias sucede y b) qué efectos tiene, es decir, sus antecedentes y consecuencias, más o menos lejanos. También puede incluirse la historia individual involucrada, aunque con el recaudo de que en clínica con lo que se lidia en esos casos es siempre un relato fragmentario e impreciso, no una descripción precisa y completa de la historia, por lo que tiene que incorporarse con prudencia al análisis. En un ámbito de investigación, que ofrece otras posibilidades, el contexto involucrado puede ampliarse para incluir el entorno cultural, social, biológico, económico, ecológico, etcétera.

Lo importante a destacar es que todas las conductas clínicamente relevantes son consideradas como respuestas adecuadas a cierto contexto, a cierta constelación de variables. En lugar de ver a los trastornos psicológicos como el fruto de déficits neuroquímicos, conflictos emocionales o errores cognitivos, son considerados ante todo como respuestas adecuadas y esperables a un cierto contexto. No otra cosa significa la conocida expresión “un violador es un hijo sano del patriarcado” a saber, que no se trata de una desviación o enfermedad, sino de una conducta completamente esperable frente a cierto contexto sociocultural.

Esto determina una mirada notablemente compasiva sobre las conductas bajo análisis, ya que el modo explicativo conductual prohíbe atribuirlas a fallas o déficits personales, promoviendo en cambio encontrar el contexto que hace que tengan sentido.

De esta manera, Activación Conductual conceptualiza a la depresión como una situación en la cual una persona se encuentra crónicamente impedida de acceder a actividades personalmente significativas (lo que técnicamente sería una baja tasa de reforzamiento positivo). Una situación así puede darse porque las actividades significativas no están materialmente disponibles (por ejemplo en contextos socioeconómicos de pobreza o desigualdad), o son culturalmente obstaculizadas (por ejemplo, en contextos socioculturales individualistas en los cuales puede ser difícil recibir ayuda o acceder a experiencias de comunidad), por empeoramiento de la calidad de vida derivada de factores ecológicos, por una historia de aprendizaje en la cual no se adquirieron habilidades adecuadas para lidiar con los desafíos vitales actuales, o por una combinación de esos y otros factores. La heterogeneidad de la depresión responde a la heterogeneidad de condiciones que pueden generar dicha situación. Esto no niega el impacto que esa situación pueda tener sobre aspectos biológicos, emocionales, sino que los cataloga como efectos, de esa situación, no como causas.

La terapia puede ayudar a la persona a desarrollar un repertorio de habilidades que le ayuden a paliar los efectos depresivos del contexto pero, desde una mirada conductual, lidiar con la depresión involucra también ocuparse de los factores contextuales desde otros niveles de intervención, por ejemplo a través de la participación en la vida comunitaria, política, cultural, es decir, formas directas e indirectas de crear un contexto propicio, un mundo mejor.

Esta mirada pone a lo psicológico y a lo psicopatológico no en el interior del individuo sino en la interacción con el mundo, y contextualiza a la psicoterapia como uno más de los factores posibles de cambio.

Subjetividad contextualizada

La psicoterapia, como una buena parte de la psicología tradicional, tiende a adoptar una posición más bien esencialista y mecánica respecto al mundo interno de cada ser humano; se asume así que los pensamientos y sentimientos poseen un contenido intrínseco que determina un impacto regular en el resto de la conducta –no otra cosa está implícita cuando se asume que hay tal cosa como cogniciones o emociones negativas o tóxicas. Consistentemente, una buena parte de la psicoterapia tiene como objetivo principal el intento de control de emociones y pensamientos.

La perspectiva conductual difiere aquí. Un pensamiento es una conducta más, y como tal, su función no es una propiedad esencial sino que depende del contexto en el que sucede. Una conducta observable, como guiñar un ojo, puede ser un intento de seducción en un contexto, y una seña en un juego de cartas en otro. Lo mismo sucede con pensamientos y emociones: su impacto está determinado por el contexto. Una misma respuesta emocional puede tener efectos muy distintos según el contexto: una ansiedad intensa puede ser perfectamente navegable en una situación, mientras que una ansiedad leve puede resultar paralizante en otro.

Así, por ejemplo, mientras que parece razonable asumir que en una persona diagnosticada con fobia el nivel de miedo predice sus acciones subsiguientes, y que por tanto, la reducción en el miedo experimentado se asociaría con mejorías terapéuticas, la evidencia indica que, al trabajar con exposición “ni el grado en que se reduce el miedo ni el nivel final de miedo predice resultados terapéuticos”(Craske et al., 2008, p. 5).

Desde un punto de vista conductual, no hay nada muy sorprendente aquí: nuestra subjetividad –nuestras formas particulares de sentir y pensar– es también un evento contextualmente determinado, lo que puede llevar a que los eventos subjetivos tengan diferente impacto según el contexto en que se presentan. De particular interés resulta aquí el contexto sociocultural –véase por ejemplo los vínculos entre cultura y emociones en (Mesquita, 2022). Incluso eventos subjetivos notables como las alucinaciones tienen un impacto fuertemente mediado por la cultura (Laroi et al., 2014). Por ejemplo, en contextos culturales en los cuales las alucinaciones son tratadas como mensajes espirituales, en lugar de ser síntomas de enfermedad grave, su contenido tiende a ser más amable y las personas que las experimentan tienden a tener un mejor funcionamiento cotidiano.

Para la clínica de inspiración conductual, esto lleva a que emociones y pensamientos no sean considerados según su intensidad o valor nominal –no hay nada parecido a “emociones negativas” o a “ansiedad excesiva”, lo que hay es contextos que llevan a responder de manera problemática a las experiencias internas. Por ejemplo, un contexto sociocultural que pregone la felicidad a cualquier costo tenderá a inspirar un rechazo hacia las emociones dolorosas, lo cual puede conducir a conductas de control emocional problemáticas, como adicciones o autolesiones.

Por este motivo es que abordajes de raíz conductual como Terapia de Aceptación y Compromiso, no se enfocan en controlar el contenido de pensamientos y emociones, sino de generar mediante la terapia un contexto sociocultural que promueva diferentes respuestas ante ellos, por ejemplo, experimentándolos con curiosidad y benevolencia en lugar de con intentos de control, reduciendo así su impacto sobre el resto de las conductas. No cambiar lo que se piensa y siente sino la forma de responder a ello, generando una nueva historia de aprendizaje que propicie acciones más flexibles ante el malestar, al servicio de una vida con sentido y propósito.

La subjetividad, desde esta mirada, deja de ser un reino autónomo y separado del mundo, para convertirse en un proceso que participa activamente en el intercambio con el contexto. El sujeto conductual no es sólido, sino poroso.

Holismo

El pensamiento psicológico ha tenido la costumbre de fragmentar al ser humano, para luego atribuirle a uno de sus fragmentos un dominio casi exclusivo sobre la totalidad. Este procedimiento ha tomado diferentes formas a lo largo de la historia: sucesivamente hemos separado al ser humano en alma y cuerpo, mente y cuerpo, cerebro y cuerpo, y hemos supuesto que cada parte obedece a leyes distintas –o incluso que pertenece a reinos separados, como en el caso de la res cogitans y res extensa de Descartes.

En cada caso se ha considerado que lo verdaderamente humano, la agencia, residen en el primero de esos fragmentos –el alma, la mente, el cerebro– mientras que el cuerpo fue tratado como mera animalidad o mecanismo. Incluso la misma etimología del nombre de nuestra disciplina (psicología) da cuenta de este interés partido, de esta voluntaria hemiplejia disciplinar. En consonancia con esto, el grueso de las intervenciones clínicas se ha enfocado mayormente en impactar en lo que sucede en ese fragmento descontextualizado.

El conductismo radical, por su parte, se ha rehusado desde sus orígenes a cualquier tipo de fragmentación ontológica a priori. Ya en 1945 Skinner sostuvo que, más allá de su accesibilidad, no hay ninguna diferencia esencial entre los eventos subjetivos y el resto de la conducta. Esto siempre se ha entendido mal: se ha creído que el conductismo rechazaba lo subjetivo, cuando en realidad lo que rechazaba era la fragmentación esencial y el reduccionismo explicativo que la psicología realizaba sobre la actividad humana. La mirada conductual no es excluyente sino incluyente, holística.

Desde un punto de vista clínico esto se traduce en asumir que lidiamos con personas completas actuando en contextos particulares, no solamente con sus cogniciones, actividad cerebral, o conflictos emocionales. Por esto, mientras una buena parte de la psicoterapia tradicional se apoya mayormente en la discusión racional de contenidos verbales e interpretaciones, las intervenciones conductuales han tendido a ser activas y somáticas, involucrando la actividad toda de la persona por múltiples vías.

El cuerpo se incorpora en la terapia conductual de varias maneras: intensificando el registro de las respuestas somáticas (sensaciones, emociones, sentimientos, impulsos, etc.) frente a eventos clave, ya sea en sesión o entre sesiones; empleando el movimiento en actividades experienciales para encarnar mensajes terapéuticos clave; o recurriendo a la acción situada para generar nuevos aprendizajes, como es el caso de los procedimientos clásicos de desensibilización sistemática/exposición y activación conductual.

Un terapeuta conductual invita a pensar con todo el cuerpo.

La terapia como contexto

En líneas generales puede decirse que las personas llegan a terapia con un repertorio conductual –el conjunto de respuestas de que dispone– que actualmente resulta inadecuado o insuficiente para lidiar con las situaciones vitales relevantes –aunque pueda haber sido efectivo en el pasado. Ese repertorio ha sido adquirido a través de la interacción histórica y dinámica con el ambiente, que en el caso de los seres humanos es principalmente sociocultural.

La psicoterapia actualiza ese repertorio creando un nuevo ambiente sociocultural en el cual pueda construirse una nueva historia de aprendizaje que desemboque en un repertorio más adecuado para los desafíos actuales. La psicoterapia es una microcultura que altera el repertorio de quien consulta por las mismas vías que emplea el resto de la cultura: la conversación y discusión, el suministro de información, las interacciones, el modelado, las metáforas e historias, las actividades, entre otras.

Para que esa microcultura sea efectiva se requiere una sólida alianza de trabajo en una dirección compartida, y esto hace que la alianza terapéutica sea clave en la mirada conductual. Por esto se vuelven importantes el acuerdo en los objetivos y tareas clínicas, la toma de decisiones conjunta, la transparencia y receptividad en la interacción clínica, entre otros aspectos clave de la alianza terapéutica; son las condiciones para la constitución de un nosotros que sea un contexto eficaz para el cambio buscado.

El terapeuta aporta a ese contexto, y lo hace con un repertorio que también es función de múltiples contextos: su sociedad, su cultura, su historia individual, y el contexto disciplinar que está constituido por las formas de entrenamiento, las teorías, el folclore clínico, las consideraciones éticas, las instancias de formación y supervisión, las interacciones profesionales, etcétera. Un terapeuta no opera sólo guiado por su teoría psicoterapéutica, sino también bajo el influjo de diversas variables socioculturales actuales e históricas.

La terapia es un contexto que está inserto en otro contexto más amplio, cuyo impacto sobre la terapia se hace presente en las ideas de salud o bienestar que enarbolan paciente y terapeuta, en las formas de definir los problemas clínicos, en el papel asignado al malestar, los objetivos terapéuticos, etcétera. Una terapia de orientación conductual no se puede permitir el lujo de la ingenuidad, de ignorar los contextos sociales y culturales que influencian el repertorio del terapeuta, el del paciente, y el curso de la terapia.

Foco en el cambio

Una consecuencia relacionada con la fragmentación que la psicología realiza sobre lo humano es que la psicoterapia que de ella se desprende tiende a enfatizar casi exclusivamente la comprensión intelectual como foco de las intervenciones. Se busca ante todo que el paciente entienda o que llegue a nuevos insights.

La esperanza es que eso producirá cambios extensos en el resto de sus acciones, pero esa esperanza suele mostrarse vana. Una y otra vez los pacientes repiten la misma frase luego de haber pasado por varias terapias: yo ya entiendo lo que me pasa, pero no puedo cambiarlo. La comprensión intelectual está, pero el cambio no se produce. Algunos terapeutas arguyen entonces que en esos casos no se ha producido una verdadera comprensión ya que si así fuera se hubiese producido un cambio, pero esto es una hipótesis a posteriori que se limita a justificar e insistir en el procedimiento del insight.

La mirada conductual no confía en la sola comprensión como medio para el cambio. No se aprende a andar en bicicleta entendiendo cómo pedalear y mantener el equilibrio, sino subiéndose a ella y aprendiendo, en la acción y sobre el terreno, la miríada de acciones necesarias para andar. No sólo somos nuestras cogniciones, por lo que la vía para el cambio no puede ser sólo lógica, sino psicológica. El abanico de intervenciones debe ampliarse más allá de las discusiones racionales, incluyendo recursos experienciales, somáticos, de intervención ambiental y manejo de contingencias, etcétera, que consideren los diversos aspectos del repertorio de quien consulta, como así también las circunstancias particulares en que ese cambio tendrá lugar.

La psicoterapia de inspiración conductual intenta facilitar la actualización del repertorio del paciente, fomentando nuevas respuestas/habilidades, solucionando los obstáculos que impiden desplegar aquellas ya presentes, u ocupándose de generalizarlas o afinarlas para lidiar mejor con los desafíos que se van presentando. Por esto no hay una “cura” en sentido definitivo: los desafíos se renuevan y cambian, y las formas en las que lidiamos con ellos pueden quedar inadecuadas. Aprendemos las respuestas, pero la vida nos cambia las preguntas. Cuando aprendemos a lidiar con los desafíos de la adolescencia se nos presentan los desafíos de la adultez temprana, que requieren otras habilidades; cuando aprendemos a lidiar con ellos se nos presentan los de la madurez, y así.

Pero, si bien no es posible hallar soluciones definitivas, sí es posible facilitar repertorios que se adapten más flexiblemente a situaciones diversas, que faciliten identificar lo que es importante en una situación, lidiar con obstáculos externos e internos, cambiar o persistir en un rumbo de acción según sea necesario. Esto no puede lograrse con una mera comprensión intelectual, sino con un frecuentemente arduo y laborioso proceso de ensayo y error, de aprendizaje complejo y situado.

Cerrando

En estas líneas he intentado mostrar que la perspectiva conductual propiamente entendida resulta en una mirada clínica que es muy distinta a la caricatura que del conductismo se suele hacer. Creo que las sensibilidades que exhiben las terapias de orientación conductual no son mera casualidad, sino efectos esperables de la adopción de esa perspectiva.

Creo que los postulados conductuales, entendidos adecuadamente, al ser llevado a la clínica resultan en una mirada que contextualiza e historiza, que aborda holísticamente a la persona, que se apoya en la alianza terapéutica como contexto de cambio, y que se enfoca en generar repertorios más flexibles e integrales para lidiar con los desafíos vitales.

Una perspectiva que, en mi parecer, se ajusta a la tarea clínica como anillo al dedo.

Referencias

Craske, M. G., Kircanski, K., Zelikowsky, M., Mystkowski, J., Chowdhury, N., & Baker, A. (2008). Optimizing inhibitory learning during exposure therapy. Behaviour Research and Therapy, 46(1), 5–27. https://doi.org/10.1016/j.brat.2007.10.003

Dewey, J. (1993). La reconstrucción de la filosofía. Planeta-Agostini.

Dewey, J. (2005). Art as Experience. TarcherPerigee.

Freixa i Baqué, E. (2022). ¿Cómo puede uno ser Conductista Radical hoy en día? Psara Ediciones.

Laroi, F., Luhrmann, T. M., Bell, V., Christian, W. A., Deshpande, S., Fernyhough, C., Jenkins, J., & Woods, A. (2014). Culture and hallucinations: Overview and future directions. Schizophrenia Bulletin, 40(SUPPL. 4), 213–220. https://doi.org/10.1093/schbul/sbu012

Määttänen, P. (2015). Mind in Action (Vol. 18). Springer International Publishing. https://doi.org/10.1007/978-3-319-17623-9

Maero, F. (2023). Conductual, mi querido Watson. Edulp.

Mesquita, B. (2022). Between Us: How Cultures Create Emotions. W. W. Norton & Company.

Skinner, B. F. (1945). The operational analysis of psychological terms. Psychological Review, 52(5), 270–277. https://doi.org/10.1037/h0062535

Skinner, B. F. (1957). Verbal Behavior. Prentice-Hall.

 

[1] Lo que Dewey escribe respecto a su concepto de experiencia puede aplicarse casi sin cambios al concepto de conducta: “el organismo actúa sobre las cosas que lo rodean, valiéndose de su propia estructura, simple o compleja. En su consecuencia, los cambios que produce en ese medio circundante reaccionan a su vez sobre el organismo y sobre sus actividades. El ser viviente padece, sufre, las consecuencias de su propio obrar. Esta íntima conexión entre el obrar y el sufrir o padecer es lo que llamamos experiencia” (Dewey, 1993, p. 110).