El contexto de la depresión

Con cierta frecuencia encuentro que el término “contexto” se utiliza para designar una suerte de “burbuja contextual” de algo así como un metro y medio alrededor de la persona, es decir, los aspectos más inmediatos del contexto. Pero el alcance del concepto puede potencialmente incrementarse hasta incluir todos los estímulos, actuales o históricos, que influencian a una conducta o patrón de conductas determinado lo cual nos permite ir más allá de lo inmediato y considerar la influencia que sobre la conducta ejercen factores complejos de acción indirecta.

Tomando esta idea, hoy querría hablar de depresión, más precisamente querría señalar e identificar algunos aspectos del contexto ampliado de la depresión. Con un poco de suerte, esto nos puede ayudar a ampliar la comprensión del fenómeno e identificar diferentes clases de intervención.

Es un propósito noble, así que veamos cómo podemos estropearlo.

Una conceptualización simplificada de la depresión

Antes de ocuparnos del contexto, conviene esclarecer qué involucra hablar de depresión desde una mirada conductual, para mejor captar por qué hablo de su contexto.

Ahora bien, conceptualizar a la depresión es algo que puede hacerse con diversos niveles de complejidad. En otros textos he ensayado abordajes un poco más exhaustivos, lo cual creo que no es necesario en este caso porque quiero hacer foco en el contexto principalmente, de manera que utilizaré una definición un poco más simple –una que nos permita pensar un abordaje integral de la depresión sin perdernos demasiado en minucias teóricas. Si quieren algo más exhaustivo, pueden leer mis otros artículos, o mejor aún, leer algo bueno.

Creo que la forma más accesible en la cual podría decirlo sería esta: la depresión es el conjunto de respuestas (conductuales y fisiológicas) que tienen lugar en una persona cuando los intercambios con el mundo son mayormente, y de manera sostenida, hostiles –es decir, cuando el mundo se vuelve crónicamente aversivo.

De manera general, aversivo es como llamamos a cualquier estímulo o situación que un organismo intenta reducir o suprimir, y control aversivo se refiere a la conducta controlada por dichos estímulos (reforzamiento negativo o castigo, por ejemplo). Un estímulo no es aversivo intrínsecamente, sino que se trata de una función que puede adquirir, pero hay ciertos estímulos que típicamente tienden a funcionar como aversivos –un shock eléctrico, en la mayoría de los casos, funciona de esa manera. El control aversivo, sea cual fuere su origen, tiende a suprimir o interferir con las conductas positivamente reforzadas (como por ejemplo, las vinculadas a alimentación y exploración), y a aumentar la probabilidad de conductas con funciones de evitación (Estes & Skinner, 1941; Hineline & Rosales-Ruiz, 2012; Orme-Johnson & Yarczower, 1974).

Si traducimos esto a un nivel de análisis más clínico, el control aversivo sostenido en el tiempo puede interferir y reducir progresivamente las conductas vitales activas –lo que observamos en la pérdida de interés por actividades que es típica en la depresión. Si el control aversivo es lo suficientemente intenso y extenso puede interferir con conductas de relevancia vital como las relacionadas con el autocuidado, trabajo, socialización, sexualidad, etcétera. En otras palabras, si una persona la está pasando lo suficientemente mal tenderá a restringir o suspender su actividad en esas áreas. A medida que eso sucede, aumentará el atractivo relativo de actividades pasivas, indirectas, en especial con funciones de evitación (véase en particular Ferster, 1973, p. 859). Si otros eventos no alteran esta situación, este patrón de respuestas pasivas tiende a estabilizarse.

Además de estos efectos sobre el repertorio operante, el control aversivo crónico puede producir respuestas emocionales condicionadas (es decir, sentimientos de malestar bajo diferentes formas) y disrupciones en funciones fisiológicas primarias, como por ejemplo sueño, apetito y funciones cognitivas (Cheeta et al., 1997). Es decir que el conjunto de manifestaciones psicológicas que se presenta en la depresión puede pensarse como un abanico de respuestas secundarias a ese contexto en particular.

Si tomo todo esto y lo digo de una manera más…mía, podría ser así (disculpen): la depresión es todo lo que nos pasa psicológicamente cuando el mundo se nos vuelve sostenidamente una mierda.

Se me podría objetar que pensarla de esta manera hace difícil distinguir a la depresión de otros problemas psicológicos que surgen como respuesta a condiciones aversivas crónicas, y mi respuesta será que de todos modos es difícil distinguir bien a la depresión de otros problemas psicológicos que surgen como respuesta a condiciones aversivas crónicas. La comorbilidad de la depresión es la norma más que la excepción, por lo cual la amplitud y ambigüedad de la definición está al servicio de dar cuenta de las muy diversas condiciones que pueden aumentar las chances de deprimirse.

Más aún, esta forma de abordar la depresión, como patrón de respuestas a un ambiente crónicamente aversivo, ha sido ampliamente utilizada en entornos experimentales, en donde se ha investigado extensivamente el efecto de ciertas condiciones aversivas en animales, como por ejemplo en el modelo de desesperanza aprendida (Seligman, 1972), en los modelos que utilizan estrés social (Blanchard et al., 2001; Toyoda, 2017), y en los modelos que utilizan estrés crónico moderado (Willner, 1997, 2017). Particularmente en este último caso se han verificado respuestas notablemente similares a la depresión en seres humanos al exponer a los animales (habitualmente ratas) a condiciones aversivas producidas artificialmente.

Lo que nos interesa en estas líneas, entonces, es señalar algunos de los factores comunes que pueden exponer a seres humanos a un contexto crónicamente aversivo y aumentar así las chances de sufrir depresión.

La pirámide de la depresión

El mundo puede doler de muchas maneras. Por ejemplo, podemos vernos afectados por factores generales: vivir en una zona de guerra, en un área superpoblada, o en un ambiente fuertemente contaminado, por ejemplo, no son condiciones muy conducentes al bienestar. Pero también pueden intervenir factores más personales: padecer dolor crónico intenso, o una falta sostenida de contacto social, por ejemplo, pueden hacer que la existencia sea notablemente dolorosa. Es decir, hay varios caminos de muy diversa naturaleza por los cuales el contexto puede llevar a la depresión, algunos más generales, otros más individuales, que incluso pueden actuar de manera simultánea.

Para poner un poco de orden podemos representar a esos factores gráficamente, y como este artículo tiene pretensiones faraónicas, usemos una bonita pirámide:

 

Los niveles no están rígidamente separados sino que sus límites son borrosos y sólo los separo a fines expositivos. Cada nivel puede ejercer influencia con diferentes grados de intensidad, y modificarse a lo largo del tiempo. La génesis y mantenimiento de la depresión pueden estar influenciadas por problemas en uno de esos niveles, o por una combinación e interacción de problemas en varios niveles. Por ejemplo, circunstancias socioeconómicas adversas pueden obstaculizar el tratamiento y resolución de condiciones biológicas adversas.

Revisemos entonces cada uno de estos niveles para ver qué involucran. Y dado que, como los egipcios descubrieron tempranamente, para construir una pirámide es mejor ir de abajo hacia arriba, seguiremos ese orden en la exposición.

Circunstancias materiales adversas

Un forma muy notable por la cual el mundo se puede volver hostil es por la presencia de factores materiales y económicos desfavorables que configuran a grandes trazos la calidad de vida de toda una población. Me refiero a situaciones como guerras, contaminación, sobrepoblación, pobreza, desigualdad económica, etc., que hacen del mundo un lugar hostil en términos concretos, y que las investigaciones muestran que aumentan la incidencia de depresión sobre el grupo humano que las experimenta.

Al contrario de lo que afirman ciertos mitos, la pobreza es un factor de riesgo para la depresión. Si bien los datos exactos varían, en líneas generales la pobreza duplica el riesgo de sufrir depresión (Bruce et al., 1991; Lorant, 2003; Lorant et al., 2007). Por ejemplo, en una investigación realizada en los barrios de bajo estatus socioeconómicos de Nueva York 19.4 de cada 100 personas presentaban depresión, mientras que en los barrios de alto estatus socioeconómicos eran 10 de cada 100, prácticamente la mitad (Galea et al., 2007). También el desempleo (Amiri, 2021), y la falta de vivienda (Bassuk & Beardslee, 2014), son factores de riesgo para la depresión, como es de esperarse.

La pobreza interactúa con factores de otros niveles de la pirámide, como la discriminación y desigualdad: en USA, entre las madres pobres y de ascendencia afroamericana las tasas de depresión rondan el 40%, por una conjunción de factores que incluyen la pobreza, discriminación y desigualdad (Belle & Doucet, 2003). En particular, la desigualdad económica pareciera afectar más intensamente a la prevalencia de depresión entre mujeres aunque esa interpretación aún es foco de debate (Pabayo et al., 2014).

Otro factor que podemos incluir aquí, en tanto afecta a la población de manera indiscriminada, concierne a los efectos de la contaminación y el cambio climático en general. Por ejemplo, la contaminación del aire aumenta las tasas de depresión y suicidio (Gładka et al., 2018), mientras que los eventos meteorológicos extremos disparados por el cambio climático también aumentan los índices de problemas psicológicos de todo tipo –incluyendo depresión (Rataj et al., 2016). También hay evidencia que señala que la contaminación sonora puede aumentar el riesgo de depresión (Eze et al., 2020; Seidler et al., 2017), aunque la evidencia permanece aún controversial (J. Díaz et al., 2020; Dzhambov & Lercher, 2019).

En términos de intervenciones, este primer escalón de la pirámide no es algo sobre lo cual tenga injerencia la psicología o la psicoterapia de manera directa, sino que se trata de algo que más bien nos concierne como ciudadanos y habitantes de este planeta. Actuar en este nivel para reducir la depresión implica hacer lo posible para tener un mundo mejor, principalmente a través de la participación ciudadana en sus varias formas, incluyendo el mejoramiento o mitigación de lo relacionado a condiciones socioeconómicas y la reducción de la contaminación ambiental y efectos del cambio climático.

Circunstancias sociales y culturales adversas

El siguiente factor concierne a las condiciones aversivas que resultan de las complejas interacciones sociales y de las prácticas culturales de una comunidad. Digamos, aquellos factores que surgen de las diversas interacciones de personas a múltiples niveles.

Por supuesto, en la práctica distinguir claramente este nivel del anterior es imposible, pero así como es útil distinguir entre, digamos, violencia física y violencia económica, creo que a fines del análisis puede ser ilustrativo analizar estos niveles por separado.

Por ejemplo, algunas prácticas culturales, especialmente aquellas que fomentan apoyo e integración social, resultan factores protectores contra la depresión, por lo cual su ausencia u obstaculización puede resultar un factor de riesgo. Por ejemplo, en una investigación con indios americanos se encontró que la discriminación es un factor de riesgo para depresión, pero que la participación de las prácticas tradicionales que construyen identidad cultural es un factor protector ante la depresión (Whitbeck et al., 2002). De manera similar, la prevalencia de depresión post-parto es significativamente menor en presencia de prácticas culturales que proporcionan apoyo social a la persona que ha dado a luz (Bina, 2008). Antes mencioné que la desigualdad económica afecta la prevalencia de depresión en mujeres; la presencia o ausencia de apoyo social, en cambio, afecta con más fuerza la prevalencia y recuperación de depresión en hombres (George et al., 1989). Entonces, lo que podemos conjeturar es que la ausencia o pérdida de contacto con prácticas culturales que integran a las personas con su comunidad puede volver al mundo un poco más hostil y aumentar así el riesgo de depresión.

Otros factores relacionados con las prácticas culturales son las interacciones violentas o discriminatorias. Por ejemplo, se han encontrado tasas más altas de depresión en personas que atraviesan situaciones de violencia doméstica (Howard et al., 2013), bullying (Brunstein Klomek et al., 2007), y estigmatización social (R. M. Díaz et al., 2001)..

Las intervenciones que pueden efectuarse en este nivel involucran actuar sobre la configuración y formas de interacción de la comunidad: mayor inclusión e igualdad de oportunidades para las minorías, el desarrollo y fomento de redes y prácticas comunitarias de inclusión y apoyo, abordaje del bullying y la discriminación, educación sexual, etc.

También algunas intervenciones clínicas pueden ser de utilidad para mitigar el impacto estas situaciones. Por ejemplo, una intervención grupal para reducir estigmatización en población LGBT, que incluyó sesiones sobre coming out y homofobia internalizada  demostró reducciones estadísticamente significativas en síntomas de depresión (Ross et al., 2007).

Condiciones biológicas adversas

Este nivel se refiere a factores asociados al estado general de salud de la persona, más precisamente a la presencia de condiciones médicas de todo tipo o enfermedades que se extienden en el tiempo.

En líneas generales podríamos decir que toda condición física que afecte el funcionamiento cotidiano de la persona o que cause algún malestar persistente aumenta el riesgo de padecer depresión o su intensidad. El dolor crónico, por ejemplo, está fuertemente asociado a la sintomatología depresiva (Brown, 1990; IsHak et al., 2018), lo mismo que condiciones como el lupus (Palagini et al., 2013), VIH/SIDA (Bhatia & Munjal, 2014), epilepsia (Fiest et al., 2013), obesidad (Jantaratnotai et al., 2017; Luppino et al., 2010; Stunkard et al., 2003), cáncer (Massie, 2004), entre otras.

Las intervenciones en esta área son principalmente médicas, pero las intervenciones psicológicas también pueden ser de utilidad reduciendo el impacto psicológico de estas condiciones y fomentando las conductas de autocuidado necesarias (ingesta de medicación adecuadamente, ejercicios de rehabilitación, controles periódicos, etc.).

Hábitos perjudiciales de salud

Desde este nivel en adelante entramos de lleno en el nivel más típicamente psicológico. Este nivel concierne a los hábitos relacionados con la salud que afectan la calidad de vida de la persona. Principalmente me refiero aquí a las conductas vinculadas con el sueño, alimentación, y actividad física, que han sido vinculadas empíricamente en repetidas ocasiones con una mayor incidencia de depresión.

Cabe una aclaración: en rigor de verdad lo que voy a describir no es el contexto, sino más bien ciertas conductas o hábitos. Pero esas conductas son aprendidas siguiendo el contexto –sea actual o histórico. Por ejemplo, los hábitos alimenticios son adquiridos según lo que el contexto social y cultural proporciona y refuerza. Es de esperar diferentes consecuencias en calidad de vida de una cultura que propicia la preparación de comidas caseras y su consumo en comunidad respecto de otra que facilita más bien el consumo de productos ultraprocesados en soledad. Con respecto a la dieta la evidencia es menos clara. Varios estudios señalan un vínculo entre mala alimentación y depresión (Jacka et al., 2011) aunque el nexo particular no está del todo claro (Quirk et al., 2013). En particular el consumo de alimentos ultraprocesados ha sido asociado con índices elevados de depresión (Gómez-Donoso et al., 2020; Lane et al., 2022; Mazloomi et al., 2022; Zheng et al., 2020).

Lo mismo sucede con otros hábitos relacionados con la salud. Por ejemplo, los problemas de sueño han sido vinculados en repetidas ocasiones a la incidencia y recurrencia de depresión (Perlis et al., 1997; Tsuno et al., 2005). De hecho, algunas intervenciones para mejorar la calidad de sueño han ayudado a aliviar la sintomatología depresiva (Cunningham & Shapiro, 2018). La actividad física, en particular, cuenta con evidencia abundante y homogénea al respecto, con numerosas investigaciones que señalan que la actividad física ejerce un efecto protector o incluso curativo respecto a la depresión (Paluska & Schwenk, 2000; Rebar et al., 2015; Schuch et al., 2018; Ströhle, 2009).

Las intervenciones para los factores de este nivel pueden ser tanto comunitarias como individuales. Diseminar comunitariamente hábitos saludables de sueño y alimentación, como así también ofrecer los medios y el incentivo para la realización de actividad física regular pueden ser intervenciones comunitarias de amplio espectro con el potencial de no solo reducir el riesgo de depresión sino de activamente mejorar la salud de la población.

En términos de intervenciones clínicas, examinar los hábitos de alimentación, sueño, y actividad física de los pacientes y explorar la posibilidad de cambios en esas áreas puede ser un estupendo aporte al bienestar psicológico en general y al abordaje de la depresión en particular.

Inadecuación de habilidades

Este nivel también concierne a repertorios de conductas cuya adquisición y efectividad depende fuertemente del contexto de aprendizaje. Me refiero a las habilidades relacionadas con el funcionamiento cotidiano.

Por ejemplo, los déficits en habilidades sociales están asociados a síntomas depresivos (Pereira-Lima & Loureiro, 2015; Segrin, 1990, 2000), y lo mismo sucede con los déficits en habilidades de resolución de problemas (Jackson & Dritschel, 2016; Thoma, Schmidt, Juckel, Norra, & Suchan, 2015). Nuevamente, el efecto aversivo aquí es mediado: si las habilidades sociales o resolutivas son insuficientes o poco efectivas para las situaciones que la persona debe afrontar, la vida puede complicarse notablemente.

Por supuesto, la efectividad de las habilidades siempre debe considerarse de manera situada, no absoluta. Una persona con habilidades sociales efectivas en un contexto en particular puede encontrarse con que en otro contexto sus habilidades son inadecuadas, como suele suceder en casos de mudanzas o migraciones: los modos de socialización aprendidos en Argentina pueden resultar poco efectivos en Japón, por lo cual una persona cuyas habilidades son adecuadas para un contexto argentino puede experimentar dificultades socializando con efectividad en Japón y quedar socialmente aislada si no puede adaptar su repertorio.

Clínicamente, este nivel involucra evaluar y abordar repertorios de habilidades. La detección y abordaje de déficits o desajustes en las habilidades sociales y de resolución de problemas es algo a tener muy presente en el abordaje de la depresión. También es posible abordar este nivel a través de intervenciones comunitarias, como por ejemplo, difusión de habilidades sociales.

Eventos vitales adversos

Este nivel concierne al factor más frecuentemente asociado a depresión, y en el cual convergen varios de los niveles examinados anteriormente: eventos vitales adversos.

Esto es: eventos o circunstancias vitales que afectan a una persona en particular (a diferencia de los primeros escalones, que afectan principalmente a grupos) y que son estresantes o que de alguna manera interfieren, limitan, o impiden el acceso a actividades positivamente reforzadas, y que por tanto pueden ser un factor de riesgo para depresión (Hammen, 1992; Monroe et al., 2006, 2007). Pueden tratarse de eventos agudos e intensos, como separaciones, pérdidas, migraciones, encarcelamientos, desempleo, etcétera, pero también cambios menos dramáticos pero que sostenidamente dificulten o interfieran con el acceso a actividades significativas: dificultades maritales, estrés laboral, incertidumbre financiera, etc.

Podemos dejar de lado las consideraciones más finas sobre las formas específicas en las cuales estos eventos actúan (por ejemplo, el impacto diferencial que tienen sobre los primeros episodios versus recurrencias de la depresión). A fines de este artículo lo central es señalar que estos eventos particulares pueden interferir o limitar el contacto de la persona con actividades positivamente reforzadas, y de esta manera favorecer la aparición de un patrón conductual depresivo.

Por supuesto, como con el resto de los niveles que hemos examinado, esto no sucede de manera mecánica ni inexorable. Para que un evento vital lleve a una depresión debe ocurrir en un contexto propicio y movilizar los procesos pertinentes. No es lo mismo atravesar la pérdida de un ser querido junto a una familia que hacerlo solo, no es lo mismo una migración voluntaria, con un buen pasar económico, que una migración forzosa escapando de una guerra. Ni siquiera estos eventos necesitan ser intrínsecamente negativos o dolorosos, basta con que interfieran significativamente con actividades vitales en el contexto particular de la persona que los experimenta. Por ejemplo, un evento habitualmente considerado como positivo, como es tener hijos, puede bajo ciertas condiciones aumentar el riesgo de depresión (Bures et al., 2009; Evenson & Simon, 2005).

Las intervenciones en este nivel son principalmente psicológicas, y de manera general se ocupan de solucionar o mitigar los efectos de esos eventos y restablecer el acceso de la persona a actividades vitales valiosas. Por ejemplo, la intervención de activación conductual proporciona varias estrategias conductuales clásicas (registros, identificación de actividades, habilidades de gestión y planificación, entre otras), que sirven para acercar a las personas a actividades positivamente reforzadas (Lejuez et al., 2011; Martell et al., 2001). La efectividad de estos procedimientos ha sido examinada en repetidas ocasiones, siempre con resultados favorables, incluso en comparación con otras intervenciones más complejas y costosas (Ekers et al., 2008, 2014; Martin & Oliver, 2019; Richards et al., 2016; Simmonds-Buckley et al., 2019). Otras intervenciones que favorecen el contacto con actividades significativas han mostrado resultados similares, como por ejemplo entrevista motivacional (Keeley et al., 2016), o terapia de resolución de problemas (Kirkham et al., 2016).

Otros procesos psicológicos problemáticos

Aquí nos referimos a todo tipo de problemas psicológicos que pueden desencadenar una depresión comórbida o dificultar el tratamiento de la depresión interfiriendo el acceso a actividades significativas.

Es un hecho conocido que la depresión tiende a presentarse de manera regular acompañando problemas de ansiedad –la comorbilidad en estos casos es la regla más que la excepción (ter Meulen et al., 2021). La naturaleza de las interacciones entre ambos tipos de problema es algo que hace décadas está en debate, pero para lo que estamos examinando baste señalar que cualquier problema de ansiedad tiende a hacer la vida más difícil –esto es, más aversiva. Por ejemplo, para una persona sufriendo de estrés postraumático el contacto con actividades significativas se puede ver limitado por la aparición de flashbacks o la evitación de lugares o situaciones asociadas al trauma. Lo mismo sucede si una persona tiene un diagnóstico de ansiedad social, que hará que sea muy difícil realizar actividades significativas que incluyan a otras personas. Lo mismo sucede con otros problemas psicológicos como uso de sustancias, trastornos de personalidad, problemas de alimentación, y prácticamente cualquier otro problema psicológico (Araujo et al., 2010; Li et al., 2019; Newton-Howes et al., 2006).

Cerrando

Con frecuencia el abordaje de la depresión se centra en los pensamientos o sentimientos displacenteros que la caracterizan, mientras que los factores que impactan sobre la calidad de vida pasan a un segundo plano, con la esperanza de que se resolverán por sí mismos cuando el estado de ánimo de la persona mejore. Esto es consistente con una mirada más bien internalista de la depresión, que postula que su génesis y mantenimiento es más bien una cuestión intrapsicológica.

Pero si pensamos a la depresión como un conjunto de respuestas a un contexto particular que se ha vuelto crónicamente aversivo podemos cambiar nuestro abordaje y llevar el foco a la mejora de la calidad de vida de la persona deprimida, por medio de emplear recursos técnicos que la ayuden a modificar ese contexto –por ejemplo, facilitar la adquisición y aplicación de habilidades de resolución de problemas, de planificación, de gestión de tiempo, de socialización, etcétera.

Desde esta perspectiva las intervenciones psicológicas se ubican en un continuo con intervenciones ambientales, políticas, económicas, sociales, comunitarias, y médicas que conciernen a la calidad de vida, aquellas que determinan qué tan hostil es el mundo que habitamos. Aprender a armar una agenda de actividades y el fomento de comunidades inclusivas pertenecerían al mismo espectro.

Esta mirada tiene la ventaja de que no estigmatiza a la depresión, sino que la considera como una respuesta normal a una situación hostil, y nos vuelve colectivamente partícipes y responsables de ella.

Espero les hayan servido estas líneas. Nos leemos la próxima.

 

Referencias

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