De metáforas y adivinanzas

Hace algunos días me topé con una estupenda investigación llevada a cabo por gente de la Fundación Universitaria Konrad Lorenz, en la cual analizaron de cerca algunos factores que pueden influir en la efectividad al emplear una metáfora como intervención clínica (Ramírez et al., 2021). La cuestión a dirimir fue si resultaría más efectivo transmitir la metáfora de manera experiencial, y los resultados fueron más que interesantes. Más concretamente, encontraron que las metáforas utilizadas fueron más efectivas cuando se cumplieron algunas condiciones.

En primer lugar, la investigación sugiere que es más efectivo que una metáfora sea contada de manera personalizada: en lugar de “imagina que Fulano está en…”, se formularon como “imagina que estás en…”. En segundo lugar, una metáfora resulta más efectiva cuando, luego de contarlas, se le solicita elaboración a la persona y se le da tiempo para eso (por ejemplo, preguntándole “¿qué hubieras hecho en esa situación?” luego de contar la metáfora). Esa investigación viene a confirmar una sospecha clínica ampliamente extendida: es preferible transmitir las metáforas e historias de manera interactiva –esto es, no como una pieza de información a comunicar, sino llevarlas adelante como una intervención.

Querría desarrollar un poco más esta idea, así que –como diría el superhéroe que Marvel no se anima a llevar a la pantalla grande– síganme los buenos.

Psicoeducación y metáfora

Empecemos señalando que cuando decimos metáforas en ACT estamos usando el término en sentido amplio, incluyendo no sólo metáforas propiamente dichas, sino también analogías, alegorías, parábolas, y todo tipo de historias.

En ACT, las metáforas son utilizadas principalmente (aunque no exclusivamente) con el fin de transmitir mensajes terapéuticos clave para el paciente. Por ejemplo, la celebérrima metáfora de las arenas movedizas se suele utilizar para transmitir el mensaje terapéutico de que la lucha contra el malestar psicológico es vana o incluso contraproducente.

En cierto sentido, las metáforas en ACT cumplen una función similar a la que cumple la psicoeducación en otros abordajes, y creo que aquí es donde empiezan los problemas y confusiones. La psicoeducación suele caracterizarse como la comunicación directa a la paciente de información psicológica relevante, usualmente sobre el diagnóstico o algún otro aspecto relevante del tratamiento. Si una persona recibe un diagnóstico de Trastorno Bipolar, por ejemplo, la psicoeducación consistirá en comunicar aspectos importantes de ese diagnóstico y de lo que se puede esperar del tratamiento.

Hay diferentes maneras de hacer psicoeducación, pero lo usual es que se asemeje a una instancia de enseñanza o instrucción: se le proporciona al paciente la información relevante de manera más bien estructurada, se despejan dudas y se corrigen concepciones erróneas si fuera necesario. El flujo de información es más bien unidireccional: es la profesional quien suministra la información relevante y despeja las inquietudes formuladas. Una psicoeducación funciona de manera similar a una clase magistral: primero expone el experto y luego hay una ronda de preguntas. La psicoeducación, por así decirlo, se parece a una respuesta, suministrada por el profesional como respuesta a una pregunta que es clínicamente relevante: ¿Qué es el trastorno bipolar?, ¿Qué es una creencia? ¿Qué es la procrastinación?, etc.

La metáfora en ACT también se utiliza con el fin general de transmitir algún tipo de información clínicamente relevante, pero hay diferencias clave con respecto a la psicoeducación en su manejo clínico.

La metáfora nos invita a contemplar una parte de la experiencia a la luz de otra parte de la experiencia, destacando y amplificando algún aspecto de la primera. Decir de alguien que está en el ocaso de su vida (una metáfora ya congelada por la costumbre), es invitar a comparar la vejez con el declinar del día. Distintas metáforas pueden destacar diferentes aspectos de la experiencia; por ejemplo, la culinaria expresión ya no se cocina al primer hervor, a pesar de referirse también a una persona de edad avanzada, nos invita a destacar aspectos distintos de la vejez que la metáfora anterior.

En clínica las metáforas funcionan de manera similar, ayudando a responder a aspectos de la experiencia más desafiantes a la luz de otras experiencias que resulten más conocidas o familiares. Cuando en clínica invitamos a los pacientes a observar sus pensamientos (tarea bastante abstracta e inhabitual), como si fueran nubes que pasan por el cielo (actividad más bien concreta), los estamos invitando a relacionar dos experiencias muy distintas, aplicando algunas cualidades del contemplar nubes a la actividad de percibir pensamientos para facilitar esta última.

El uso de metáforas nos permite, entre otras cosas, evocar habilidades y formas deseadas de respuesta sin que la terapia se transforme en una clase expositiva, y generando el mínimo posible de enredo verbal.

El punto a destacar aquí es que una metáfora eficaz invita a relacionar experiencias. Ahora bien, como señala la teoría de marco relacional (RFT), relacionar es un tipo de conducta operante –es una actividad. No es una pieza de información a transmitir, sino una conducta que se evoca por medio de indicaciones verbales y de ciertos aspectos del contexto socioverbal. En rigor de verdad, una relación no se transmite (como no se transmite ninguna conducta) sino que se genera un contexto propicio para su emisión.

En otras palabras, una metáfora es una invitación a que quien la recibe haga algo, que emita las relaciones verbales esperadas. Si la psicoeducación se asemeja a una respuesta, en clínica, una metáfora se asemeja a una pregunta. La psicoeducación es la respuesta a un interrogante clínico, mientras que la metáfora plantea explícita o implícitamente uno: si luchar con la ansiedad fuera como forcejear en arenas movedizas, ¿qué implicaría? La respuesta esperada queda entonces del lado de la paciente, por ejemplo, que si conoce las arenas movedizas podría decir con algo como “con las arenas movedizas, cuando más lucho más me atasco, si la ansiedad fuese igual entonces significa que cuanto más luche con ella más me voy a atascar” (supongamos, total no cuesta nada, una paciente explícita y precisa con sus respuestas).

Creo que aquí yace una de las principales fuentes de confusión con respecto al uso clínico de las metáforas. Un error frecuente entre quienes dan sus primeros pasos en ACT es explicar las metáforas como si estuvieran haciendo psicoeducación. Con frecuencia me encuentro, durante las supervisiones, con expresiones de terapeutas tales como “yo le dije que luchar con la ansiedad era como luchar con las arenas movedizas, me dijo que sí pero siguió evitando”.

El problema es que las metáforas no funcionan muy bien como respuestas, y cuando son usadas como tales suelen aparecer dificultades típicas. Con frecuencia, el trabajo con una metáfora explicada resulta árido y el intercambio clínico siguiente tiende a ser nulo o desprovisto de vitalidad. Lo que sucede es que cuando la terapeuta ofrece una metáfora como una explicación hay poco que la paciente pueda responder, salvo dar su asentimiento, pedir más información, u objetar. Una explicación no invita a hacer mucho más que eso.

Imaginen ser pacientes de una terapeuta que les espeta algo como “luchar contra la ansiedad es como forcejear contra las arenas movedizas. En las arenas movedizas cuando más luchas más te hundes, y con la ansiedad pasa lo mismo, cuando más luchas peor se vuelve, por eso no sirve que intentes controlar la ansiedad”. Una presentación así nos dejaría con pocas opciones de respuesta: podemos decir “ah, claro, claro”, pedir precisiones, u objetar la metáfora, pero no mucho más, porque la formulación tiene más la forma de una respuesta que la forma de una pregunta.

La metáfora funciona mejor cuando es tratada como la formulación de un interrogante. Y hay una forma de formular interrogantes que resulta particularmente interesante de explorar para estos fines: la adivinanza.

Adivina, adivinador

El género de la adivinanza está presente en todas las culturas conocidas, bajo diferentes formatos: en prosa, en verso (en rigor de verdad, las adivinanzas son en verso, mientras que los acertijos son en prosa), o incluso cantadas y con acompañamiento musical –por ejemplo, el género popular sudamericano de la payada a dúo, que consiste en un duelo verbal en el cual cada participante, por turnos, improvisa cantando una adivinanza que debe responder su contrincante, cantando también.

La adivinanza está íntimamente vinculada con la metáfora. El célebre acertijo de la Esfinge a Edipo es un buen ejemplo de esto: ¿Cuál es la criatura que en la mañana camina en cuatro patas, al medio día en dos y en la noche en tres? La solución de Edipo (el hombre, pues gatea en su infancia, camina en sus dos pies en la adultez, y se apoya en un bastón en la vejez) sólo es posible si el enigma es abordado de manera metafórica.

Más allá de sus diferentes formatos, todo acertijo o adivinanza tiene el mismo formato: se plantea (explícita o implícitamente), un interrogante a resolver y se dan algunas pistas verbales que apuntan de manera indirecta o poco habitual a la respuesta esperada. La adivinanza implica también una prohibición, como señala Borges en su cuento El jardín de los senderos que se bifurcan:

—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?

Reflexioné un momento y repuse:

—La palabra ajedrez

Para que una adivinanza sea eficaz, su formulación tiene que necesariamente excluir la respuesta –es decir, tiene que permanecer siempre como pregunta, aludiendo, insinuando la respuesta, pero sin proporcionarla. Una adivinanza que ya contenga la respuesta no tiene el menor interés (Alejandro Dolina planteaba una adivinanza cuya facilidad de resolución era su perdición: “¿qué es una cosa que brilla en el cielo y que se llama Luna?”).

La propuesta, entonces, es postular que es preferible que las metáforas sigan la forma general de la adivinanza cuando se le quiere dar un uso clínico. Esto quiere decir que, al presentar una metáfora, es deseable que se asemeje más a una adivinanza que a una explicación. Esto es, apuntar indirectamente al mensaje terapéutico o a la habilidad a transmitir, sin enunciarlo explícitamente del todo, para que sea la otra persona quien “descubra” la respuesta, por así decir.

Una explicación es rápida y sencilla: se transmite la información deseada y se despejan las dudas que hubiere. Eso la vuelve un formato tentador: tan sólo le explico a mi paciente cómo son las cosas, ilustrándolo con alguna imagen metafórica. En cambio, una metáfora que sigue la forma de una adivinanza requiere paciencia, ya que el proceso lleva más tiempo y el resultado es más incierto. La persona puede no emitir la respuesta deseada (decenas de personas murieron por no poder responder el acertijo de la Esfinge), por lo cual tenemos que ayudarla con pistas, señales, alusiones.

Una metáfora así planteada ayuda a ver las cosas de otra manera, y eso suele requerir algún trabajo. Por eso en la investigación citada se dice que las metáforas funcionaron mejor cuando invitaron a las personas a sacar sus conclusiones y les dieron tiempo para hacerlo. En clínica, una metáfora no se trata acerca de brindar información, sino de facilitar la emisión de una relación determinada. Dicho de manera más técnica: lo que estamos intentando generar es un contexto socioverbal que facilite que nuestra paciente emita una conducta verbal determinada (que relacione de cierta manera ambas experiencias). Estamos tratando de moldear una conducta, y como todo proceso de moldeamiento requiere tiempo, paciencia, y aproximaciones.

La gran ventaja de plantear así las cosas es que desde esta perspectiva la metáfora es un antecedente para que la persona emita la conducta deseada, que podemos entonces reforzar, y expandir. Cuando la metáfora es una explicación no tenemos nada para reforzar, salvo el asentimiento que la persona brinda. Pero cuando funciona como antecedente, una vez que esa respuesta deseada es emitida podemos reforzarla, expandirla con nuevas preguntas, invitar a elaborarla, a conectarla otros aspectos de la terapia.

De manera que, la próxima vez que vayan a trabajar con una metáfora, intenten pensarla y presentarla como si estuvieran planteando una adivinanza, poniéndola en primera persona, dando indicaciones, guiando a la persona y dándole el tiempo necesario para que llegue a sus propias conclusiones. No piensen a la metáfora como mera información, sino como una intervención en sí misma.

Nos leemos la próxima.

Referencias

Ramírez, E. S., Ruiz, F. J., Peña-Vargas, A., & Bernal, P. A. (2021). Empirical Investigation of the Verbal Cues Involved in Delivering Experiential Metaphors. International Journal of Environmental Research and Public Health, 18(20), 10630. https://doi.org/10.3390/ijerph182010630