Activación conductual basada en hábitos

Quisiera compartirles una idea a la que vengo dándole vueltas desde hace algún tiempo. Se trata de una modificación en la forma de trabajar un aspecto de activación conductual. La modificación es pequeña, pero creo que tiene un impacto positivo para el trabajo clínico.

Antes de describir en qué consiste, sin embargo, querría ofrecer un pequeño resumen sobre activación conductual, su evidencia y aspectos conceptuales centrales, para poder comprender más claramente el impacto de esa modificación.

Un panorama de activación conductual para depresión

Dicho de manera bastante simplificada, activación conductual es una estrategia terapéutica para lidiar con depresión que emplea recursos de modificación de conducta orientados a la ejecución de actividades que son seleccionadas de acuerdo a los valores u objetivos personales a largo plazo de la persona que consulta. La hipótesis es que un aumento en la frecuencia e intensidad de actividades significativas pueden dar como resultado una mejoría del estado de ánimo, por lo que esta estrategia se ha postulado como una manera viable de abordar la depresión y problemas asociados.

La intervención es técnicamente simple y relativamente fácil de aprender, sin que esto vaya en desmedro de su efectividad: la evidencia experimental acumulada hasta este momento resulta claramente favorable. En líneas generales (estoy pintando con brocha ancha aquí) la evidencia sugiere que la efectividad de activación conductual como intervención para depresión es comparable a la de cualquier otro tratamiento bien establecido para ese diagnóstico, ya sea psicológico o farmacológico, tanto respecto a la fase aguda como en la tasa de recaídas (Cuijpers et al., 2007, 2008, 2023; Stein et al., 2021; Uphoff et al., 2020).

Esto en realidad da fe de un fenómeno bastante común en la investigación en depresión, y es que casi cualquier intervención estructurada y bien diseñada parece funcionar para la depresión en el corto plazo. Tiene sentido: la desesperanza es un componente clínico central de la experiencia de la depresión, por lo que a menudo la mera promesa de cambio que ofrece un tratamiento, cualquiera sea, basta para impulsar a la persona deprimida a realizar cambios en su vida que resultan en una mejoría de la calidad de vida y una reducción en frecuencia o intensidad de las respuestas depresivas. El problema de investigar tratamientos de depresión es como deshacernos del efecto placebo en los datos.

Muchos de los tratamientos que periódicamente se presentan como “revolucionarios” para la depresión se aprovechan de este fenómeno y respaldan sus afirmaciones presentando como evidencia la mejoría evaluada al finalizar el tratamiento o tras un seguimiento de algunos meses. Se administra alguna sustancia durante uno o dos meses –en el aparatoso contexto de una investigación, con una organización coordinadora, múltiples profesionales involucrados, oficinas, formularios de consentimiento y evaluaciones periódicas– los reportes de síntomas de depresión son favorables tras ese período, se hace un seguimiento luego de tres o seis meses, y eso se presenta como evidencia de efectividad.

El procedimiento no es ilegítimo ni inútil, pero puede arrojar una imagen muy sesgada de la situación. La depresión suele presentarse en un patrón cíclico de recaídas y recurrencias (Hardeveld et al., 2010), por lo que es mala idea evaluar la efectividad de un tratamiento para depresión sólo por sus efectos sintomáticos a corto plazo. Cuando se trata de tratamientos para depresión, lo crucial es examinar la evidencia respecto a recurrencias y recaídas a mediano y largo plazo. Ahí es cuando se puede apreciar verdaderamente la efectividad de cualquier procedimiento para depresión. Por ejemplo, muchas investigaciones señalan que alrededor de la mitad de las personas tratadas exclusivamente con antidepresivos experimentan recaídas o empeoramiento en el mediano o largo plazo (Lewis et al., 2021; Vittengl, 2017). Como dice un equipo de reconocidos científicos: “incluso las mejores drogas antidepresivas muestran una eficacia modesta, efectos secundarios no despreciables, problemas con la discontinuación y altas tasas de recaídas”(Daws et al., 2022, p. 844). Algo similar suele mostrar la evidencia de los tratamientos “revolucionarios” para depresión: ofrecen efectividad a corto plazo pero altas tasas de recaídas a mediano y largo plazo.

Para conjeturar por qué podría pasar esto, imaginemos una persona cuyas pobres habilidades sociales, además de circunstancias vitales poco propicias para ello, la conducen a un progresivo aislamiento y soledad, su calidad de vida se deteriora hasta que en una consulta psiquiatra se la considera deprimida y recibe un tratamiento farmacológico. En las semanas siguientes experimenta una mejoría en su estado de ánimo y funcionamiento a corto plazo, quizá por una combinación del efecto placebo inherente a la intervención más los posibles efectos que la sustancia en cuestión pudiera generar sobre su funcionamiento emocional y cognitivo. Eso puede llevarla a mostrarse más activa, involucrándose con actividades significativas, quizá actividades sociales, y a mejorar en general su calidad de vida, y a su debido tiempo el tratamiento farmacológico es discontinuado. Pero, si en ese proceso no ha aprendido formas más efectivas de lidiar con circunstancias vitales difíciles, si sus habilidades sociales no han mejorado espontáneamente durante ese tiempo, es probable que en caso de reducirse su círculo social y verse enfrentada nuevamente a circunstancias difíciles esa persona vuelva a desplegar el repertorio de acciones que en el pasado la condujo a una depresión, obteniendo el mismo resultado. Las habilidades no vienen en píldoras.

Particularmente con respecto a prevención de recaídas activación conductual es similar a otros tratamientos psicológicos, y es claramente superior a los tratamientos farmacológicos  (Dobson et al., 2008; Gortner et al., 1998). Determinar qué aspecto del tratamiento lleva a la reducción de recaídas es una pregunta cuya respuesta es en última instancia experimental, pero no parece muy aventurado suponer que las habilidades que se ponen en práctica en activación conductual pueden dejar una marca duradera en el repertorio conductual. Aprender a observar cerca la propia conducta y sus efectos, examinando lo agradable o significativo de las actividades cotidianas (automonitoreo), considerar sus direcciones vitales y objetivos para planificar su vida (Valores), abordar tareas difíciles desmenuzándolas en pequeños pasos y agendándolas con recordatorios, acostumbrándose a seguir el plan más que el estado de ánimo (resolución de problemas y planificación), y pedir ayuda a otras personas cuando sea necesario (asertividad), son habilidades psicosociales que podrían parecer mínimas y cotidianas, pero que pueden hacer una diferencia crucial en la vida de una persona deprimida.

Entonces, en líneas generales lo que podemos afirmar con una razonable seguridad es que, como mínimo, activación conductual no parece inferior a ningún otro tratamiento para depresión.

Por supuesto, no es lo mismo no ser inferior que ser superior, pero esta es la cuestión: no necesita serlo, porque la gran fortaleza de activación conductual es ante todo su accesibilidad. No le anda a la zaga a ningún otro tratamiento psicológico ni farmacológico ni a corto ni a largo plazo, pero es relativamente fácil de enseñar y aprender, y su implementación no requiere de terapeutas experimentados (Ekers et al., 2011; Richards et al., 2016). Por eso es que he sido un entusiasta del despliegue de activación conductual en hospitales y otros ámbitos públicos: es un procedimiento barato de entrenar, se puede llevar a cabo en grupos, ayuda a lidiar con uno de los motivos de consulta más frecuente en psicología y psiquiatría, y lo hace entrenando habilidades concretas de gestión conductual que las personas pueden luego generalizar al resto de su vida.

Desde un punto de vista de salud pública desplegar una estrategia estatal para lidiar con la depresión no es un gasto sino una inversión. Esto se debe a que además de reducir las pérdidas económicas directamente asociadas a depresión (por ejemplo por días perdidos de trabajo), reduce la sobrecarga que las consultas vinculadas a depresión ejercen sobre el sistema de salud en general, ya que la depresión se asocia a largo con problemas cardiovasculares y gastrointestinales, diabetes, entre otros (Wang et al., 2003).

Una investigación que estimó el impacto económico que podría tener el despliegue a gran escala de una estrategia de intervención efectiva y eficiente sobre ansiedad y depresión –tal como la que ofrece activación conductual– arrojó que en el más mesurado de los escenarios se podía esperar un retorno de alrededor de cuatro dólares por cada dólar invertido en el sistema de salud (Chisholm et al., 2016). Sé que suena capitalista hablar de tratamientos en términos de beneficios económicos, pero ténganlo como argumento por si alguien les esgrime que ocuparse del bienestar psicológico es una cosa puramente humanitaria y por tanto prescindible.

Ser insensibles a la larga nos sale más caro.

Una perspectiva molar sobre la depresión

Existen diferentes abordajes de activación conductual (véase Cuijpers et al., 2007; Hopko et al., 2003). Todos comparten la misma idea central de aumentar la calidad y frecuencia de actividades significativas en la vida de la persona, aunque empleando diferentes estrategias de conceptualización y procedimientos técnicos. Sus diferencias son más bien modestas, y no hay hasta hoy diferencias de efectividad entre ellos.

En lo que sigue me voy a estar refiriendo al formato con el que más familiarizado estoy, el Tratamiento de Activación Conductual para Depresión (BATD, por las siglas en inglés; Lejuez et al., 2001, 2011; Maero & José Quintero, 2016)[1]. En rigor de verdad se trata de un protocolo clínico, es decir, una serie de pasos concretos a seguir a lo largo de diez sesiones, pero su formulación es tan laxa que puede adaptarse a distintos entornos y poblaciones sin mucha dificultad.

BATD está basado en una mirada sobre la depresión que es conductual y molar, lo cual quizá amerite una breve y rudimentaria introducción. Simplificando el asunto, la conducta es la interacción entre la actividad del organismo y la del ambiente, pero esa interacción es continua. La conducta no viene en paquetes discretos, no hay un punto de corte intrínseco entre una conducta y otra, sino que esa corriente de interactividad es segmentada según los fines del análisis. Es posible investigar segmentos de conducta de distinta extensión, examinando o bien respuestas breves, medibles en términos de segundos o minutos, o bien patrones de actividad extendidos a lo largo de días, semanas, o meses. Por ejemplo, mi actividad en este momento podría abordarse tomando como unidad cada una de las palabras escritas (o incluso cada pulsación en mi teclado), o tomando como unidad de análisis la actividad general de escribir en el contexto del resto de las actividades que realizo cotidianamente. En ambos casos estaríamos hablando de conducta, pero en el primer caso adoptaríamos una mirada molecular y el segundo caso una mirada molar (Baum, 2002, 2003). Una es el mapa de una región particular, la otra es un mapamundi; por ello brindan distintas comprensiones, más precisas las primeras, más amplias las segundas.

El empleo de distintas unidades de análisis pueden darnos una perspectiva más amplia sobre una situación. Por ejemplo, una actividad que molecularmente no haya experimentado ningún cambio en sus contingencias (es decir, sus antecedentes y consecuencias particulares se mantienen sin cambios), puede volverse más o menos preferible si es que ha habido cambios en otras actividades. En mi caso el escribir, considerado molarmente como actividad, puede variar en probabilidad según lo que suceda con otras actividades disponibles en mi repertorio. Un día de sol puede hacer que salir a caminar o sacar fotos resulte relativamente preferible a escribir, mientras que un día de lluvia puede generar lo opuesto. Nada ha cambiado en cada caso respecto a la conducta de escribir considerada molecularmente pero ha cambiado la situación molar de la actividad, modificando su probabilidad. Los abordajes molares consideran a cada actividad en el contexto de otras actividades y de esa manera pueden revelar factores ocultos para una mirada molecular.

El corazón de la explicación que BATD ofrece de la depresión es que se trata de un contexto (una situación) en el cual las actividades depresivas (las que configuran la depresión en cada caso particular, como por ejemplo aislamiento o inactividad), se vuelven relativamente preferibles a las actividades no depresivas, y esa situación se prolonga en el tiempo. Qué factores configuren un contexto depresivo será distinto en cada caso, pudiendo incluir desde factores socioeconómicos generales hasta otros más vinculados con la historia individual –y por supuesto, los factores son aditivos e interactivos. Una persona puede deprimirse mayormente a causa del impacto de la pobreza que asola su región, mientras que otra llega a la misma situación por una situación de bullying prolongada. El punto de llegada en cada caso, sin embargo, es el mismo: las actividades depresivas se vuelven predominantes en el repertorio cotidiano de la persona y acarrean el racimo de respuestas típicas de depresión: anhedonia, abulia, malestar, etcétera.

Esta explicación, entre otras cosas, hace que no sea necesario apelar a la evitación para dar cuenta de las conductas depresivas. Cada instancia de una conducta depresiva puede involucrar evitación, molecularmente considerada, pero también puede deberse a un cambio en la situación molarmente considerada. Podría suceder que una persona eligiese quedarse en la cama por evitación de malestar, pero también podría suceder que en esa situación fuese la actividad relativamente más reforzada de su repertorio: quedarse en la cama para no experimentar malestar o quedarse en la cama porque no hay nada más atractivo y disponible para hacer.

BATD emplea diversos recursos conductuales para aumentar la probabilidad de que la persona emita respuestas no depresivas –más concretamente: respuestas significativas, alineadas con los valores personales. Esto se hace aumentando la conciencia de la actividad cotidiana y sus efectos por medio de un registro conductual detallado (que opera parcialmente como un análisis funcional), explorando valores personales en ámbitos vitales clave y derivando de ellos acciones concretas que luego se buscará incorporar a la vida cotidiana de la paciente, con un enfoque de resolución de problemas y de búsqueda de apoyo social.

Hecha la introducción general, pasemos entonces a la propuesta particular que quería compartirles.

Peldaños clínicos

Mi propuesta concierne a la exploración de valores y a la forma de desplegar las actividades en activación conductual.

En BATD esto se realiza considerando cinco áreas vitales clave (relaciones sociales, trabajo/educación, salud, tiempo libre, responsabilidades cotidianas), dentro de las cuales se exploran los valores personales del paciente (típicamente tres por cada ámbito), para a continuación buscar hasta cinco actividades por cada uno de esos valores –una suerte de brainstorming de actividades guiado por valores. Por ejemplo, dentro del área de relaciones sociales una persona podría identificar como uno de sus valores “ser un amigo presente”, e identificar como una de las actividades para llevar a cabo “escribirle a Mariano para preguntarle cómo está”. Más adelante en el tratamiento esa actividad se incorporará a su vida cotidiana empleando distintos recursos conductuales de planificación y manejo de tiempo, y se buscará luego una nueva actividad o se repetirá la misma.

Ahora bien, hay algo que siempre me ha hecho ruido con esta forma de conducir la exploración y que sólo he podido formular cabalmente en los últimos tiempos. Una forma de decirlo sería esta: la perspectiva de BATD es molar, pero su ejecución es más bien molecular (esto no es enteramente preciso pero creo que es la mejor forma de expresar la idea). Esto es, si bien la mirada está centrada en patrones de acción (la perspectiva molar), el cambio conductual enfatiza más bien acciones discretas particulares: “escribirle a Mariano para preguntarle cómo está”. Por supuesto, esto es inevitable, ya que todo patrón conductual está en última instancia compuesto por actividades particulares, así como la actividad de un ejército está integrado por la acción de cada soldado. Pero en términos prácticos, para decirlo con una analogía, durante una guerra no es la mejor idea darle órdenes a cada soldado, sino que es preferible agruparlos en unidades militares más amplias y asignarles objetivos comunes que contribuyan al fin general. Sería como tratar de que me sentase a escribir reforzando cada pulsación del teclado: algo posible en teoría, pero no muy eficiente en la práctica.

Creo que el problema es que la diferencia de escala entre valores y las acciones concretas es demasiado grande. Un valor, ideal o cualidad de acción es una abstracción de alto nivel. Siguiendo con el ejemplo anterior, podría decir que la cualidad de “presencia” es importante en el área de las relaciones de amistad. Como cualidad es notablemente ambigua, y en ello reside una buena porción de su utilidad, ya que hay todo un abanico de acciones que podrían orientarse hacia ella. Pero es difícil derivar acciones concretas de esa cualidad, sino que hay que realizar un notable trabajo de traducción para operacionalizar una abstracción como “presencia” en actividades concretas como “mandar un mensaje a mi amigo” o “invitar a mi amiga a tomar un café”.

Una operacionalización así es completamente posible de realizar pero engorrosa de sostener, y el asunto es que al lidiar con depresión, una situación vital en la que la energía y la concentración no abundan, cada obstáculo extra reduce las probabilidades de cambio. Esta distancia entre lo altamente abstracto de los valores y concreto de las actividades que los encarnan es un escollo clínico modesto pero significativo. Es como subir una escalera con peldaños demasiado separados entre sí: posible pero innecesariamente difícil.

[1] Se lo ha llamado BATD, por las siglas en inglés de Tratamiento de Activación Conductual para Depresión. También se lo ha llamado Tratamiento Breve de Activación Conductual para Depresión, abreviado entonces B-BATD. Luego se dio a conocer una versión “Revisada” de la versión Breve, bajo las siglas B-BATD-R. Por motivos de cordura, me he limitado a usar BATD.

Creo que una forma de resolver esa dificultad es con la incorporación del concepto de hábitos al aparato conceptual clínico de activación conductual. Estoy empleando aquí la acepción de hábito como patrón regular de actividad, es decir, un segmento conductual molarmente considerado. El concepto de hábito representa un nivel de abstracción intermedio entre valores y actividades, agregándole peldaños a la escalera para que sea más fácil subir por ella:

Esto es, entre una cualidad abstracta como “presencia” y una actividad discreta como “enviarle un mensaje de texto a mi amigo”, enfocarnos en el hábito de “mantener contacto semanal con mis amigos” puede ser un intermedio útil. Un enunciado así no describe en sentido estricto un valor, no es propiamente una cualidad generalizable como “presencia”. Pero tampoco está propiamente describiendo una actividad concreta ya que, por un lado, no es posible agendarlo como una actividad (¿a qué hora se agendaría “mantener contacto semanal con mis amigos”?), y por otro, ese hábito puede llevarse a la práctica de maneras muy diferentes, desde una llamada, hasta una visita o una salida compartida.

La propuesta es entonces una modificación en la forma de diseñar un plan de acción en BATD. La forma usual de hacerlo es explorar valores en áreas vitales clave y de allí derivar actividades discretas. Mi propuesta es partir de una exploración de valores, entendidos como cualidades de acción deseadas en ámbitos vitales clave (por ejemplo, “ser amistoso”), a partir de esos valores derivar hábitos a cultivar (“mantenerme presente en la vida de mis amigos”), y operacionalizar esos hábitos en acciones concretas (“visitar a Mariano”).

Creo que esta pequeña modificación puede ayudar a lidiar con algunas dificultades típicas de la implementación de activación conductual para depresión. En primer lugar, popularmente el concepto de hábito está ligado a las ideas de mantenimiento y sustentabilidad en el tiempo. Esto es muy adecuado para el abordaje de la depresión, ya que lo que se intenta no es realizar una acción aislada, sino alterar patrones de actividad. Claro está, cualquier terapeuta se alegra si su paciente deprimida rinde un examen, pero más se alegra si puede sostener el hábito de estudiar regularmente, porque los resultados de los exámenes van y vienen mientras que el cultivo de ese hábito probablemente tenga efectos positivos sostenidos en el tiempo.

En segundo lugar, a diferencia de un objetivo, un hábito está más orientado a su propio sostenimiento que a sus resultados, lo que les confiere una cierta inercia. Puede ser que un hábito como “estudiar regularmente” se desarrolle inicialmente al servicio de aprobar un examen, pero una vez establecido el hábito puede sostenerse más allá de ese examen.

En tercer lugar, un hábito no suele especificar topografías específicas, lo que permite variar tanto el tipo como la intensidad de las actividades que lo operacionalizan y seguir sosteniéndolo en el repertorio –la dimensión más relevante de un hábito es su regularidad, e incluso ella puede ser elástica. Esto es especialmente útil para depresión, ya que permite variar el tipo de actividad o su intensidad según el nivel de energía o las posibilidades de cada momento, y aun así seguir sosteniendo el hábito. Para dar un ejemplo personal, cultivo el hábito de salir a correr cada semana. La formulación es deliberadamente ambigua, lo cual me da un amplio margen de maniobra: algunas semanas pueden ser tres salidas de nueve kilómetros, otras semanas pueden ser dos salidas de cinco. No tengo un objetivo de kilómetros, de intensidad ni de recorrido, y esa flexibilidad me ha permitido sostener la actividad durante años a través de circunstancias cambiantes. Si estoy con tiempo y en buen estado hago más salidas o más extensas, si estoy cansado o con poco tiempo hago menos salidas o más breves, pero el hábito se sostiene, y funciona como un escalón intermedio entre un valor abstracto como “cuidar mi salud” y una acción concreta como “correr cinco kilómetros”.

Finalmente, separar hábitos de actividades permite que cuando una actividad no se pueda realizar o tenga resultados negativos, el foco se ponga sobre ella, sin necesariamente reformular el hábito. De esa manera la actividad funciona como un fusible: si algo falla, lo que se cuestiona o reformula es la actividad, no el hábito. Puedo lamentarme de que me haya ido mal al examen, pero hay menos chance de que me arrepienta de haber cultivado el hábito de estudiar. Un hábito sólo fracasa cuando se abandona.

En cierto sentido, un hábito es la versión portátil de un valor. Un hábito formulado y elegido como guía comparte algunas de las cualidades de los valores (el foco en el presente, la diferencia con objetivos, la flexibilidad en su aplicación), pero las traduce en algo más concreto y cotidianamente manejable.

En BATD la información sobre áreas vitales, valores y actividades es usualmente organizada de esta manera en una planilla:

Con la propuesta actual, la misma planilla podría verse así:

Les dejo una copia de la planilla completa en la sección de Recursos de la página (bajo la sección de materiales BATD), para que puedan descargar y usar.

Por supuesto, la planilla es secundaria, lo importante es la organización de la información relevante. Con esta planilla, cada valor puede formularse de manera amplia y abstracta, pero traduciéndose en hábitos a cultivar de manera regular, que a su vez se operacionalizan en algunas acciones concretas. Los hábitos, como los valores, no son revisados regularmente sino sólo de tanto en tanto, cuando se evalúa el rumbo general del tratamiento o la vida de la persona.

Este pequeño cambio conceptual cambia el énfasis del tratamiento, haciendo que se oriente más hacia el cultivo y sostenimiento de hábitos significativos que a la realización de actividades discretas o la consecución de objetivos.

Cerrando

Por supuesto, no tengo pretensiones de novedad para la idea. En cierto modo, activación conductual ya está orientada hacia hábitos. Incluso el término es mencionado con frecuencia en la literatura especializada –después de todo, el concepto de hábito ilustra bastante bien la unidad de análisis de una perspectiva molar como la de BATD, patrones conductuales en lugar de respuestas discretas.

Pero aunque este concepto sea compatible con el abordaje su empleo no está explícitamente incluido y desarrollado, no hay desarrollos contrastándolo con valores y actividades ni indicaciones sobre cómo llevarlo a la práctica.

Lo que creo que esta idea puede ofrecer es algo parecido a una mejora en la “interfaz de usuario” de BATD. Una app o sitio web puede, ofreciendo las mismas funcionalidades, cambiar el diseño que le presenta al usuario, y así mejorar su experiencia. En este sentido creo que la incorporación del concepto de hábito puede hacer que BATD resulte un poco más amigable para terapeutas y pacientes, y facilitar así la tarea clínica –o al menos sumar una herramienta más al repertorio.

Como reza la expresión, no hay nada más práctico que una buena teoría.

 

 

 

 

 

 

Referencias

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