A medida que los programas informáticos se han ido sofisticando y aumentando sus capacidades, de tanto en tanto ha surgido la sospecha de que el trabajo de la psicoterapia podría ser reemplazado por algún software o plataforma.
La iteración más reciente de esta idea tiene que ver con las plataformas de inteligencia artificial, pero la idea estuvo vigente desde la creación de los primeros bots de charla, como ELIZA en 1966, una de cuyas variantes fue DOCTOR, en donde el programa simulaba el accionar de un psicoterapeuta rogeriano. La lógica es simple: dado que una psicoterapia es en esencia una conversación entre dos personas, se podría reemplazar al terapeuta con un programa que simulase las formas que esa conversación adopta. Cada vez que esta idea se actualiza se escuchan acaloradas voces a favor y en contra, sea defendiendo estas tecnologías por lo que tendrían para ofrecer (principalmente accesibilidad y alcance), o criticando la deshumanización que implican.
Querría contribuir a la discusión con un argumento algo atípico y extremadamente tentativo –digamos, una idea por la que no apostaría ni veinte centavos– pero que quizá permita examinar bajo una diferente luz tanto esa cuestión como otros aspectos clínicos. Necesitaré para esto presentar algunos conceptos para poder aplicarlos al tema en cuestión, así que ténganme paciencia.
Bienes convergentes y comunes
El filósofo Charles Taylor, en su libro Argumentos filosóficos (Taylor, 1997), contrasta las diferentes clases de bienes, es decir, aquellas cosas a las que podemos aspirar –algunos tipos de estímulos apetitivos, para decirlo en un lenguaje más conductual– y que implican de alguna manera a la sociedad.
Por una parte, hay bienes que alcanzan a toda una comunidad, como por ejemplo la seguridad, que se proporciona con instituciones como los bomberos y la policía, o servicios como la electricidad, la infraestructura de rutas y puentes, entre otros. Se trata de bienes que no pueden procurarse individualmente sino sólo de manera colectiva. Esto es así no sólo porque los recursos para llevarlos a cabo exceden a los de cualquier individuo, sino porque en varios casos es necesario que toda la sociedad acceda a ellos para que tengan un sentido efectivo: de poco valdría que mi casa fuese resistente a las inundaciones si todo el barrio circundante quedara bajo el agua. Taylor llama “convergentes” a esta clase de bienes, porque en ellos coincide una multitud de intereses individuales que no podrían satisfacerse de manera individual. Pero aunque esta clase de bienes es colectiva en el sentido de cómo se consiguen y a quien alcanza, su goce es individual: un museo público pone arte al alcance de la comunidad, pero las obras se pueden apreciar perfectamente en soledad, no es necesario que haya otras personas para ello, y el disfrute que otras personas pudieran obtener de ello es independiente del mío. Los bienes convergentes se alcanzan por medio de una acción colectiva instrumental, pero los disfrutan los individuos separadamente.
En contraste, hay otra clase de bienes que no pueden ser procurados ni disfrutados por individuos aislados sino que existen sólo en tanto haya un nosotros, una experiencia compartida:
Algunas cosas tienen valor para ti y para mí, y algunas cosas tienen valor esencialmente para nosotros. Esto es, su existencia para nosotros establece y constituye su valor para nosotros. A un nivel banal, los chistes tienen mucha más gracia cuando se cuentan en compañía. (…) O de nuevo, si somos amantes o amigos íntimos, Mozart-contigo es una experiencia bastante distinta de Mozart-a-solas. Llamaré a los bienes de este tipo bienes «mediatamente comunes». Pero hay otras cosas que valoramos incluso más, como la propia amistad, donde lo que verdaderamente nos importa es simplemente que hay acciones y significados comunes. El bien es lo que compartimos y a esto lo denominaré bienes «inmediatamente» comunes. (Taylor, 1997, pp. 250-251)
A diferencia de los bienes convergentes, en los cuales hay una mera coincidencia colectiva de satisfacciones individuales, los bienes comunes sólo existen en tanto y en cuanto haya una experiencia compartida por un “nosotros”, no pueden disfrutarse aisladamente. Es una clase de estímulos apetitivos que involucra la presencia y acción coordinada con otras personas. En otras palabras, los bienes comunes necesitan de un compartir que es innecesario en los bienes convergentes.
Quizá un ejemplo sirva para ilustrar la diferencia entre ambos tipos de bienes. Un recital, por un lado, implica un aspecto de bien convergente, ya que la música puede disfrutarse individualmente. Al igual que un puente, se procura colectivamente porque está fuera del alcance de la mayoría de las personas: cooperamos para procurarnos lo que no podríamos conseguir de manera particular, pero el disfrute de la música puede ser individual –incluso alguien que tuviera los medios suficientes podría contratarse un show privado. Pero quien haya ido a un recital, como a cualquier otro evento multitudinario similar, sabrá que hay otro aspecto de ello que es casi tan importante como la música en sí misma: el compartir la experiencia con otros miles de personas. La música que escucho en el equipo de sonido de mi casa y la que suena en el recital puede ser la misma, pero la experiencia es radicalmente diferente cuando es compartida. De hecho, para muchas personas es ese el motivo principal para asistir a un recital, un partido de fútbol o una manifestación: compartir con otros. Ese aspecto del evento es un bien común, no hay forma de procurárselo individualmente porque depende necesariamente de la participación de otros: el entusiasmo por la música, los coros y saltos, la atención compartida, hace que un recital sea mucho más que una mera coincidencia de intereses. Ese aspecto, ese bien, estaría completamente ausente para alguien que contratase a una banda para un show individual.
Creándonos
Cada vez que para una experiencia es central la existencia de un nosotros, en donde el compartir es esencial, estamos frente a algo que excede la mera convergencia de intereses individuales. La amistad, modelo paradigmático de un nosotros, no consiste en un intercambio mutuo de favores sino más bien en un acto de compartir que es más importante que lo compartido en sí. En un sentido fuerte, un bien común crea algo nuevo: un nosotros, un grupo de personas con interacciones guiadas por ese destino compartido. Un bien común crea una identidad colectiva.
Por este motivo, un análisis conductual de los bienes comunes no debería de realizarse en términos individuales sino culturales, es decir, en términos del análisis cultural conductual (Glenn, 1988; Leite & De Souza, 2012; Todorov, 2006). Un buen análisis cultural de los bienes comunes y convergentes escaparía a los alcances de estas líneas (esto es, me llevaría más páginas de las que estoy dispuesto a escribir), pero puedo ofrecer uno malo, que al menos tiene la virtud de ser breve.
Podríamos entender aproximadamente a los bienes convergentes como los reforzadores involucrados en una macrocontingencia, es decir, aquellas “situaciones en las cuales la misma contingencia es aplicada a muchas personas”(Branch, 2006, p. 6). Una macrocontingencia es un contexto que afecta la conducta de varias personas pero sin que involucre una interacción entre ellas, como las leyes impositivas, por ejemplo. En cambio los bienes comunes, que sí involucran la coordinación de conductas individuales, podrían pensarse como un tipo de metacontingencia (Branch, 2006; Glenn, 1988), es decir, el resultado colectivo de contingencias individuales entrelazadas, en donde la acción de una persona es antecedente o consecuencia para la acción de otra/s. En la cocina de un restaurante, por ejemplo, que un cocinero caramelice cebollas puede ser la consecuencia de la acción de otro cocinero que las cortó, y a la vez el antecedente para que otro cocinero prepare un plato con ellas. Sus contingencias individuales están entrelazadas y producen un resultado colectivo que va más allá de las acciones individuales. Entonces, podríamos decir que al hablar de bienes comunes nos referimos a metacontingencias en donde el principal reforzador es el compartir que surge de la interacción en sí misma, más que de cualquier producto externo.
Bienes comunes y política
Si me toleran una digresión más, podemos apuntar que para Taylor, los bienes comunes –este compartir que determina un nosotros– son esenciales para pensar las repúblicas:
“Lo que en ellas es esencial es que están animadas por una idea de un bien común inmediatamente compartido (…) la identificación del ciudadano con la república como una empresa común es esencialmente el reconocimiento de un bien común. (…) El vínculo de solidaridad con mis compatriotas en una república en funcionamiento está basado en un sentido de destino compartido, donde el mismo compartir es valioso. Esto es lo que concede a este vínculo su especial importancia, lo que convierte mis lazos con esta gente y con este proyecto en particularmente vinculantes, lo que anima mi vertu o patriotismo. En otras palabras, la propia definición de un régimen republicano requiere una ontología distinta del atomismo (…) Si hacemos abstracción de todo ello, estamos en peligro de perder la distinción entre instrumentalidad colectiva y acción común.” (Taylor, 1997, p. 252)
Taylor emplea estos conceptos para señalar un problema central para los proyectos políticos liberales, que tienden a abstenerse de formular un proyecto compartido de país, adoptando en cambio a los intereses y libertades individuales como eje. De esta manera, se reduce el Estado a un procurador de aquello que los individuos no podrían conseguir por sí mismos, pero sin proponer valores compartidos ya que esto interferiría con los proyectos individuales. Lo que esto omite, sostiene Taylor, es que no es posible sostener un país basándose solamente en la convergencia de proyectos individuales, porque en ese caso la cooperación y solidaridad de los ciudadanos llegaría sólo hasta donde llegasen sus intereses privados. Pero un país necesita de la participación ciudadana para su funcionamiento, que sus habitantes se involucren activa y positivamente, que hagan cosas por el colectivo, no que solamente extraigan de él lo que necesitan para sus aspiraciones personales.
Sin la unión basada en la identificación de los ciudadanos con un bien común (lo que se denomina patriotismo), la única forma de lograr que los ciudadanos cooperen más allá de sus intereses personales es por medio del temor, de la coerción, porque está ausente el aliciente común proporcionado por el sentido patriótico. En términos conductuales, al no poder apelar a un control apetitivo compartido, a valores compartidos, el liberalismo se ve más tarde o más temprano forzado a recurrir al control aversivo para la participación ciudadana, ya que no hay amor al colectivo, sino sólo a los intereses particulares.
La distinción entre bienes convergentes y comunes es empleada así por Taylor para dar cuenta del vínculo recurrente entre liberalismo y despotismo que se da en la política en todas partes: desaparecida la zanahoria del bien común, lo único que puede mover a los ciudadanos es el látigo.
Bienes comunes y psicoterapia
Realizado este larguísimo y tedioso prolegómeno, podemos volvernos ahora, armados con estos conceptos, hacia el tema prometido.
Una psicoterapia, en parte, está sostenida por intereses particulares de sus participantes. A grandes rasgos, el paciente busca en la terapeuta un cambio de alguna situación de su vida, ofreciendo un pago a cambio, y la terapeuta a su vez persigue un rédito económico y crecimiento profesional a cambio de sus servicios. Esos intereses particulares convergen en la situación terapéutica. Pero, como sabe cualquiera que haya hecho terapia durante algún tiempo, la experiencia tiende a involucrar algo más: la terapia implica también un aspecto de destino compartido, un nosotros que va más allá de los objetivos particulares perseguidos. En otros términos, ir a terapia no se ve reforzado sólo por la consecución de los objetivos individuales, sino que la relación misma es fuente de reforzamiento, la participación en un espacio en donde penas y alegrías son compartidas por sus participantes, un espacio de atención compartida, de intimidad, de interés mutuo enmarcado en un cierto marco legal y ético. Siguiendo los términos de Taylor, la terapia no es solo un bien convergente, sino además un bien común.
Esto dista de ser una novedad, pero tengo para mí que suele suceder lo siguiente: algunas tradiciones rescatan de la terapia sólo el aspecto de bien convergente, es decir, los intereses particulares involucrados, y por tanto tienden a adoptar como única medida de éxito la satisfacción del cambio que el paciente está buscando –por ejemplo, la resolución de algún problema psicológico. Otras tradiciones, en cambio, se ocupan principalmente del aspecto de bien común, del compartir que caracteriza a la psicoterapia; sostienen entonces que la relación terapéutica es lo principal y se ocupan de ello, dejando en segundo plano la consecución de los objetivos particulares que el paciente pudiera tener (paso por alto los objetivos del terapeuta porque a fin de cuentas los terapeutas de ambas tradiciones cobran por sus servicios).
Creo que ambas posiciones, llevadas al extremo, comportan una miopía parcial de la experiencia. Ocuparse sólo de resolver los objetivos particulares puede hacer que la terapia se sienta como un taller mecánico, mientras que sólo ocuparse del compartir puede hacer que la terapia pase por alto las necesidades de quien se dirige a consulta. Retomando el ejemplo anterior: ser el único asistente a un recital, excluyendo el compartir con otros, puede ser una experiencia más bien melancólica. Similarmente, si somos diez mil asistentes pero la banda nunca aparece, nos quedaremos más bien frustrados y el propio compartir se verá deteriorado.
Por supuesto, esto no significa que ambos aspectos sean siempre igualmente importantes. En ocasiones la terapia puede perfectamente ocuparse sólo de lidiar con una situación, enfocándose más bien en resolver un problema puntual, mientras que en otras ocasiones lo que se busca no es resolver sino un espacio común en donde compartir pesares o acompañarse en un momento difícil. Mi punto es que hay más de un tipo de reforzador involucrado en la terapia, y que si la reducimos a solo uno de ellos corremos el riesgo de menoscabarla, de perder algo de lo valioso que tiene para ofrecer.
Bienes comunes e IA
Volviendo, finalmente, al tema de la inteligencia artificial, creo que pensar en términos de bienes convergentes y comunes puede aclarar su posible papel en la terapia. La fortaleza de la IA está en la resolución de problemas específicos, en brindar respuestas a preguntas. En ese sentido, la IA puede de manera bastante decente facilitar el aspecto de bien convergente de la terapia, complementando el trabajo terapéutico de múltiples maneras, desde asistiendo en la conceptualización de caso hasta generando listas para exposición o recursos para entrenamiento en habilidades especiales.
Pero, al menos en el estado actual de las cosas, la IA no puede brindar presencia compartida de una manera efectiva, no puede satisfacer el aspecto de bien común que la terapia puede ofrecer. La carencia de corporalidad y de iniciativa ofrecen serias dificultades para ello. No es posible compartir plenamente con una IA, porque a la IA no le va nada en ello, nuestras penas y alegrías no la alteran más que en lo momentáneo. Tomando un término de los abordajes centrados en compasión, la terapia involucra un grado de humanidad compartida, y la IA no puede ofrecer eficazmente ninguna de esas dos palabras. Además de esto, nuestra sensibilidad no pareciera satisfacerse enteramente con lo que la IA tiene para ofrecer. Si me rompen el corazón y tengo que buscar consuelo en un amigo o en una IA, la elección será obvia.
Claro está, ambas cosas pueden cambiar. La IA podría desarrollarse hasta ofrecer algún tipo de corporalidad y acción autónoma, hasta ser virtualmente indistinguible de un humano, y paralelamente, nuestra sensibilidad podría cambiar de manera que podríamos disfrutar de compartir con una IA de la misma manera que hoy con una persona de carne y hueso. El futuro dirá. La situación actual, sin embargo, es que hay una parte de la terapia que no se puede abordar con IA –y una parte que sí. Reflexionar sobre los reforzadores involucrados en la situación terapéutica y su lugar en la vida de las personas puede hacer que la integración de nuevas tecnologías sea más útil y precisa, y en el mientras tanto, arrojar luz sobre los procesos que la psicoterapia involucra como práctica cultural y nuestros posibles lugares en ellos.
Creo que, en lugar de una inteligencia artificial, la terapia requiere de una forma de inteligencia compartida, tanto para resolver problemas como para atravesar experiencias.
Espero que algo de esto les haya resultado interesante. Nos leemos la próxima.
Referencias
Branch, M. N. (2006). Reactions of a Laboratory Behavioral Scientist to a “Think Tank” on Metacontingencies and Cultural Analysis. Behavior and Social Issues, 15(1), 6–10. https://doi.org/10.5210/bsi.v15i1.343
Glenn, S. S. (1988). Contingencies and Metacontingencies: Toward a Synthesis of Behavior Analysis and Cultural Materialism. The Behavior Analyst, 11(2), 161–179. https://doi.org/10.1007/bf03392470
Leite, F. L., & De Souza, C. B. A. (2012). Metacontingencies, cultural selection and social/verbal environment. Revista Latinoamericana de Psicologia, 44(1), 35–42.
Taylor, C. (1997). Argumentos filosóficos: Ensayos sobre el conocimiento, el lenguaje, y la modernidad. Paidós.
Todorov, J. C. (2006). The Metacontingency as a Conceptual Tool. Behavior and Social Issues, 15(1), 92–94. https://doi.org/10.5210/bsi.v15i1.347