Hay una idea que en los últimos tiempos he tenido muy presente. Una idea no formada por palabras sino por una cierta cualidad de la acción y el movimiento, una suerte de concepto somático que organiza una cierta forma de lidiar con el mundo.
Soy de un pueblo pequeño de la pampa húmeda argentina. Como la mayoría de ellos, se trata de un pueblo con una larga tradición agrícola a la que no fue ajena mi familia. Durante mi infancia y adolescencia, con frecuencia acompañé a mi viejo a su trabajo con tareas en el campo o reparando maquinarias en el taller. Acompañar significaba ayudar, en la medida de mis modestas posibilidades, y ayudar a su vez significaba aprender: cómo se agarra una pinza, cómo se conecta una toma de fuerza, cómo se usa una piedra esmeril. Aprendizajes que no consisten sólo en palabras sino más bien en formas de usar el cuerpo: formas de agarrar, levantar, empujar, apretar. Mi viejo así me transmitía algo de su oficio, algunas veces con palabras, otras mostrando en silencio, algunas veces deliberada y otras implícitamente.
Había algo que me llamaba la atención de cómo él y los demás encaraban toda acción que implicara mover objetos pesados o realizar mucha fuerza en general, como mover el neumático de un tractor, llevar una bolsa de semillas, o aflojar una tuerca especialmente rebelde. Notaba que había algo distinto entre cómo ellos encaraban esas tareas y cómo lo intentaba hacer yo, una diferencia que no se debía sólo a la obvia diferencia de fuerza física, sino a la forma de realizar la acción, la forma en que los cuerpos entraban en la tarea.
Explicar esa diferencia es difícil porque no está hecha con palabras sino de una cualidad del cuerpo y el movimiento, pero puedo ilustrarla con algunos ejemplos. Imaginen a una persona llevando algo que le resulta desagradable o indeseable: una bolsa de basura, un pájaro muerto que el gato ha traído al living, o las frutas que se nos han podrido en el último cajón de la heladera; y noten cómo se les aparecen el cuerpo y los movimientos de esa persona. La imagen que probablemente venga a su mente sea la de alguien manteniendo el máximo de distancia entre ese objeto y su cuerpo, con el brazo rígido y tan extendido como sea posible, usando sólo el contacto mínimo necesario para sostenerlo (tiene sentido, claro está, nadie saca la basura llevando la bolsa apretada contra el pecho).
Salvando las distancias, era similar a la forma en que yo encaraba aquellas tareas: de lejos, no sólo de manera figurativa sino también literal –los brazos más extendidos de lo necesario y el torso a una cierta distancia, como si no quisiera hacerla del todo (lo cual a veces era el caso). En contraste, mi viejo y los demás abordaban esas tareas de cerca –tenían una forma de arrojarse sobre ella, de involucrar en ella no sólo las manos y los brazos, sino el torso, los hombros, las piernas. Yo levantaba un engranaje pesado con las manos y los brazos, mi viejo lo hacía con todo el cuerpo. Como dije, no era cuestión de fuerza sino de experiencia. Arrojar todo el cuerpo a la tarea es más efectivo porque se usan todos los músculos, no sólo las extremidades, brindando más control y haciendo la tarea más segura en todo sentido.
Si bien aprendí ese concepto moviendo cosas pesadas en el taller, comencé luego a notarlo en la forma en que las personas abordan actividades de todo tipo. Es particularmente apreciable cuando alguien lidia con situaciones que resultan difíciles o desagradables: una conversación delicada, un texto complejo, un duelo, una emoción dolorosa, un pensamiento aterrador. Está quien se arroja de lleno a ellas y está quien las afronta con distancia, queriendo reducir en todo lo posible el contacto con ellas.
Podríamos llamar a esta cualidad determinación, resolución, firmeza, o cualquier otro término, pero deberíamos guardarnos de intelectualizarla en exceso. No es una cualidad puramente abstracta –por eso la llamé concepto somático– sino de algo que hacemos sutilmente con todo el cuerpo, que involucra cómo disponemos de todo lo que somos al lidiar con un desafío: podemos acercarnos y hacerlo plenamente nuestro, arrojarnos a las cosas o, literalmente, esquivarle el cuerpo.
Cada vez que tenemos que mover algo pesado nos vemos forzados a elegir entre hacerlo de una u otra forma. La elección es ineludible, pero no está libre de consecuencias. Cambia el efecto que tiene sobre nosotros, cambia nuestra relación con la tarea, cambia nuestro transitar por el mundo.
No podemos elegir las cruces que nos toca cargar, pero sí cómo llevarlas.