“He ofendido a Dios y a la Humanidad porque mi trabajo no alcanzó la calidad que debiera haber tenido”
Esas fueron las últimas palabras de un hombre, según nos cuentan Ferrer y colaboradores en El lenguaje de la inmortalidad. El hombre no era otro que Leonardo da Vinci.
En nuestra sensibilidad esas palabras nos suenan a una injusticia. Posiblemente -probablemente- la frase sea apócrifa; ello nos tiene sin cuidado, lo importante es que nos resulta verosímil. Resulta verosímil que Leonardo dijera eso en su lecho de muerte. Nos resulta verosímil porque conocemos bien la experiencia de juzgar nuestra propia valía, de evaluarnos, de medirnos, usando como varas los logros de otras personas o cierto ideal abstracto:
Nunca voy a ser tan buen psicólogo como…
Nunca voy a ser tan buen músico como…
No he sido lo bueno que debería haber sido
La teoría de marco relacional (RFT, por las siglas en inglés), nos dice que estas evaluaciones surgen del mismo conjunto de habilidades verbales que nos permite resolver problemas, anticipar catástrofes naturales, sobrevivir y prosperar en los lugares más inhóspitos. Las mismas habilidades verbales que le permitieron a Leonardo planificar la famosa estatua ecuestre de los Sforza son las que le permiten juzgar que su trabajo “no alcanzó la calidad que debiera haber tenido”. En otras palabras:
“Por lo tanto se da la paradoja de que la especie que menor contacto tiene con fuentes directas de dolor respecto a cualquier otra especie en el planeta, es a través del lenguaje capaz de sufrir con un grado de intensidad, constancia e intrusión que es literalmente inimaginable en el mundo no humano. A causa de la transformación bidireccional de la función podemos juzgarnos a nosotros mismos y encontrarnos deficientes; podemos imaginar ideales y encontrar el presente inaceptable en comparación; podemos reconstruir el pasado; podemos preocuparnos acerca de futuros imaginados; podemos sufrir con el conocimiento de que moriremos”
Relational Frame Theory, Hayes et al, 2001
Y sin embargo, tener estas evaluaciones no es en sí un problema. Estas evaluaciones son el peaje, el costo a pagar por tener esta fabulosa herramienta de fabricar mundos. Nuestra capacidad simbólica nos permite contactar tanto eventos aversivos como apetitivos con tremenda facilidad.
Los problemas empiezan cuando comenzamos a comprar estas evaluaciones, cuando empezamos a actuar de acuerdo a o contra ellas. “Mis obras no tienen la calidad que debería tener” no es un problema salvo cuando uno, por ejemplo, por comprar esa evaluación rechace un encargo para pintar la Gioconda.
A menudo, en terapia se intenta que las personas cambien las evaluaciones que tienen de sí mismas, y en ocasiones esto es un objetivo terapéutico perfectamente legítimo y útil, pero en otras ocasiones tiene el efecto de empeorar el problema. Por ejemplo, hace un par de años Joanne Woods y colaboradores encontraron en una investigación que intentar instalar afirmaciones positivas (tales como “soy una persona querible”), podía generar que las personas se sintieran peor, de hecho.
Por eso en ACT no intentamos cambiar estas afirmaciones, como tampoco intentamos modificar directamente otros pensamientos ni emociones. Tratamos de cambiar, eso sí, la función que esas palabras tienen. ACT no está a favor ni en contra de esas evaluaciones. Ni las sigue ni lucha con ellas. Más bien, reconoce que están, que existen, pero elige actuar de acuerdo a otros principios (los que denominamos valores, pero eso es tema de otra nota).
Al final de la película Una mente brillante (que es notablemente errónea en cuanto a la vida de Nash, pero a los fines actuales nos sirve), vemos que el personaje de Russell Crowe desactiva el poder que sus alucinaciones tienen sobre él utilizando un recurso poderoso: las reconoce como tales. Reconoce que sus alucinaciones son alucinaciones, productos de su mente. Eso no hace que se vayan ni hace que cambien, simplemente altera la función que las alucinaciones tienen para él. Es decir, pone en movimiento el proceso que en ACT podríamos llamar defusión: despojar al lenguaje de su literalidad. Como en todos los capítulos de la serie animada Scooby Doo, al final lo que parecía ser un monstruo resultaba ser algo banal (generalmente un señor disfrazado). Cuando se levantaba la sábana, ese monstruo perdía el poder de asustar.
A fin de cuentas Leonardo da Vinci, tuviera esa evaluación o no, fue uno de los personajes más prolíficos de la historia, siendo a la vez anatomista, arquitecto, artista, botánico, científico, escritor, escultor, filósofo, ingeniero, inventor, músico, poeta y urbanista. Esas palabras no lo detuvieron.
A fin de cuentas, no somos lo que las palabras dicen que somos. No somos más, ni somos menos. Somos otra cosa.
1 comentario
muy lindo artículo!