Afilar el lenguaje

“Qué maravillosa es la capacidad de poder ver lo que se tiene justo delante” cita Chomsky a MacDonald en La responsabilidad de los intelectuales. Lo curioso es que en cierto sentido, eso es exactamente lo que ha hecho el némesis de Chomsky con el tema que los enfrentó para siempre. En lugar de alguna estructura oculta y conjetural, Skinner vio en el lenguaje lo que tenía justo delante y así lo abordó, “de manera directa en la forma en la que se lo observa –esto es, como respuestas verbales”(Skinner, 1945, p. 271). Para Skinner, en el lenguaje nada está oculto, todo está a la vista –como exclama el personaje de Wittgenstein en la película homónima.

Lo poco convencional de este abordaje merece ser subrayado. Implica tratar al lenguaje, no como facultad innata, sistema de signos o una abstracta transmisión de información, sino como una clase particular de acciones en contexto. Skinner rehusó cualquier dispensa excepcional para la conducta más distintiva de los seres humanos: en su perspectiva el lenguaje consiste en conductas operantes cuya característica distintiva es su intersocialidad, es decir, que sólo son efectivas a través de la acción de otra persona (Skinner, 1957).

En un episodio verbal ordinario una persona –un hablante– produce sonidos (o marcas en un papel, gestos, etc.), que influyen sobre las acciones de otra –un oyente– que responde reforzando la acción del hablante de maneras que han sido específicamente entrenadas por una comunidad verbal. Lo distintivo de la conducta verbal es que el reforzamiento no surge de las propias conductas del hablante (como en otras conductas operantes), sino de las acciones del oyente. Cuando en el ascensor le pido a otra persona que marque mi piso estoy obteniendo un reforzamiento gracias a su acción, no la mía (he intentado hablarles directamente a los ascensores, mayormente bajo el influjo del alcohol, pero hasta ahora sin mucho éxito). Hablar es actuar sobre el mundo, pero indirectamente, a través de las acciones de otras personas. Se trata de una sofisticada y compleja mediación social entrenada, como resume Hayes.

Cabe destacar que hablante y oyente[1] no son personas sino roles, es decir, repertorios conductuales particulares que son moldeados y modelados en una misma persona por una comunidad verbal. El hablante es el repertorio de emisión de sonidos (o algún equivalente funcional como la escritura o gestos) de acuerdo con ciertas prácticas socialmente entrenadas, el oyente es el repertorio de responder a ellos con una cascada de conductas que puede incluir reforzadores generalizados como prestar atención, asentir, negar, emitir conductas respondientes u operantes, o alterar la probabilidad de otras conductas del repertorio de ciertas maneras, que pueden observarse en ese momento o más tarde –a veces incluso años después. Por ejemplo, alguien escucha hoy el nombre de mi gato y se altera la probabilidad de que mucho tiempo después, al visitar mi casa, emita un “hola Matilda”.

Los roles de hablante y oyente son complementarios, ya que ambos están ligados entre sí y obedecen a las mismas prácticas de reforzamiento de la comunidad verbal (digamos, se trata del mismo idioma), pero en última instancia son asimétricos, porque entrañan conductas diferentes. Uno es el repertorio de influir, el otro el de ser influido. Esta es una curiosidad destacable del abordaje conductual, ya que usualmente las teorías del lenguaje toman a hablante y oyente como realizando la misma acción de manera invertida pero simétricamente (el hablante codifica información en palabras, el oyente decodifica las palabras en información).

Vale la pena señalar que dado que ambos roles residen bajo una misma piel (son parte del repertorio de un mismo individuo), la persona puede influirse a sí misma respondiendo a sus propios productos verbales, como sucede cuando nos repetimos las instrucciones para llegar a una dirección. Esto es de crucial importancia para la psicoterapia, porque la práctica totalidad de los problemas clínicos involucran en alguna medida a estos repertorios y su interacción, es decir, a la conducta verbal del paciente y sus propias respuestas a ello.

La intersocialidad del lenguaje amplía enormemente el alcance de la experiencia individual. Al hablante le permite acceder indirectamente a consecuencias, mientras que al oyente le permite ser influido indirectamente por contingencias. Escribo estas líneas, entre otros motivos, con la esperanza de ejercer alguna modesta influencia sobre su repertorio intelectual, de manera de contribuir indirectamente a reducir el sufrimiento de las personas –algo que me resulta particularmente valioso. Por su parte, leyéndome quizá puedan aprovechar algo de mi experiencia y lecturas para expandir su repertorio. En cierto sentido, toman contacto con una parte de lo que he vivido –como escribe George R. R. Martin: “un lector vive mil vidas antes de morir”.

Los límites de nuestro mundo encierran todos los eventos con los que de alguna manera entramos en contacto. Tenemos una experiencia directa de algunos de ellos, pero a otros sólo accedemos de manera indirecta, a través de la experiencia de otras personas –actuando a través de ellas cuando hablamos, permitiendo que nos influyan cuando escuchamos.

Hablar y escuchar, escribir y leer, amplían los límites de nuestro mundo.

Afilando roles

Así como disparar un arco puede hacerse mejor o peor, la conducta verbal también puede ser más o menos efectiva según la habilidad del hablante para influir, o del oyente para ser influido. Un orador que ha aprendido a “expresarse con claridad” resulta por ello más efectivo, así como un lector con sentido crítico puede “leer entre líneas” el argumento del orador (digamos, no creerse todo lo que lee).

Los seres humanos hemos tenido siempre mucho interés en mejorar la efectividad de nuestra conducta verbal –es nuestra herramienta más potente, por lo que no es extraño que hayamos intentado todo tipo de prácticas para afilar sus efectos, lo cual se ha traducido en los saberes y desarrollos de ciertas disciplinas. Para decirlo sin confusión: emitimos conducta verbal, sobre la conducta verbal, para guiar la conducta verbal. Clarísimo.

Por ejemplo, algunos aspectos de las prácticas verbales de una comunidad –digamos, cómo se construyen las oraciones en su lengua– son el foco de interés de la gramática, que los identifica y describe. Esto posibilita la formulación de reglas que pueden acelerar el aprendizaje de esa lengua o mejorar la claridad de un discurso. Es decir, nos proporciona reglas para la producción de contenidos verbales que pueden alterar la efectividad de la conducta verbal, así como seguir indicaciones expertas al disparar un arco hace que sea más probable dar en el blanco que hacerlo por ensayo y error.

Pero las gramaticales no son las únicas reglas para la producción de contenidos verbales. También un principio lógico, tal como “si A es verdadero y B es igual a A, entonces B es verdadero”, es a fin de cuentas una sofisticada regla verbal, que refuerza ciertas secuencias funcionales de conductas verbales y castiga otras. La gramática y la lógica proporcionan reglas para la producción de contenidos verbales, solo que enfocadas en distintos aspectos de la conducta verbal. Lo mismo sucede con la razón, o incluso las artes de la retórica y la persuasión: guían la emisión de conductas verbales en ciertas direcciones, aumentando su efectividad. Son una tecnología de la conducta verbal.

El lenguaje no es un evento lógico ni racional, sino en primer lugar un evento psicológico, una acción socialmente mediada (un juego). La razón y la lógica son añadidos posteriores, desarrollos culturales que guían su emisión, volviéndola más efectiva para ciertos fines, pero no son constitutivos del lenguaje. Sus criterios pueden ser omitidos con facilidad en ciertos casos, como hacemos al escribir poesía. Por eso la racionalidad está siempre tan lista a derrumbarse ante cualquier viento de emocionalidad más o menos intensa (aquello de “no hay ateos en las trincheras”, que en rigor de verdad es un argumento contra las trincheras): la razón es un agregado, un plug-in del lenguaje.

Lo que quiero decir es que la conducta verbal, como cualquier otra, puede afilarse, puede mejorarse su efectividad. Pero dado que la conducta verbal involucra roles de hablante y oyente, complementarios pero en última instancia diferentes, esto implica que hay refinamientos diferentes para ambos roles. Es posible entrenar un repertorio hablante más adecuado (en sentido contextual, no absoluto), y es posible entrenar un repertorio oyente más adecuado. Y si bien ambos se superponen, no lo hacen del todo (es perfectamente posible ser más efectivo escuchando que hablando, como sabe cualquiera que esté aprendiendo un segundo idioma), por lo que es posible señalar formas específicas de volverlos más efectivos en cada caso.

Esto es de interés clínico porque ambos repertorios influyen sobre otras conductas de la persona (y recordemos que al ser cada persona oyente de sus propias palabras, se ve influida por su propia producción verbal). Qué decimos y cómo respondemos a lo dicho impacta significativamente en nuestras acciones, sean las relacionadas con el mundo en general, con los demás, o con nosotros mismos. Por ello alterar cómo una persona habla y cómo responde a contenidos verbales es un aspecto crucial de casi cualquier psicoterapia.

Diversas intervenciones clínicas se ocupan del repertorio verbal de los pacientes, y creo que se puede distinguir entre aquellas que mayormente se enfocan en el repertorio hablante y las que se enfocan en el repertorio oyente. Esta distinción no es tradicional en el análisis de la conducta (al menos no en sus ramas clínicas), pero creo que se deriva de la interpretación conductual del lenguaje y que permite organizar mejor y esclarecer el foco de algunas intervenciones clínicas, como así también explicar algunas de sus particularidades.

Por ejemplo, la reestructuración cognitiva y psicoeducación son intervenciones que están mayormente enfocadas en el repertorio hablante, ya que intentan moldear la emisión de conductas verbales más efectivas. Cuando una persona emite una conducta verbal como “me equivoqué, soy un fracaso”, las preguntas e indicaciones del terapeuta la invitan a formular un nuevo enunciado más adaptativo o que genere menor malestar, como por ejemplo “es normal equivocarse”. Es una extensión de lo que hacemos en nuestra vida cotidiana: reformulamos nuestros propios productos verbales –lo que decimos y lo que pensamos– los corregimos por ilógicos, por falaces, por torpes.

Si bien estas intervenciones están típicamente asociadas a la terapia cognitiva o cognitivo-conductual, prácticamente todos los abordajes clínicos despliegan intervenciones que explícita o implícitamente, buscan fomentar mejores verbalizaciones en los pacientes (qué se entienda por “mejor” depende de cada modelo, puede significar enunciados más realistas, más compasivos, libres de mandatos socioculturales, controlados por el propio deseo, y un larguísimo etcétera). Dicho muy mal y pronto, las intervenciones centradas en el repertorio hablante fomentan la producción de respuestas verbales que sean más efectivas para los fines del paciente o de la terapia.

Si sólo fuéramos oyentes de nuestras propias palabras, y sólo respondiéramos a las reformulaciones, este sería un camino clínico extremadamente eficaz. Pero podemos señalar al menos dos problemas con esto.

En primer lugar, en rigor de verdad no hay una reformulación de las creencias. Cuando la persona reformula “soy un fracaso” como “es normal equivocarse”, la primera creencia no es eliminada sino que sigue estando en el repertorio. Lo que ha sucedido es que se ha moldeado una nueva conducta verbal, pero no se ha borrado la anterior (no hay forma de borrar conductas). Por supuesto, la intención es que al encontrarse frente a circunstancias similares (por ejemplo, al cometer nuevamente un error) la nueva creencia compita con la anterior o la inhiba, pero esto no siempre sucede, especialmente si la creencia más antigua cuenta con una extensa historia de reforzamiento. Si durante veinte años pensé que soy un fracaso cada vez que cometí un error, es poco probable que esa creencia desaparezca de mi repertorio sólo por haber identificado que se trata de una generalización injustificada. Por ello es que en el consultorio a menudo escuchamos cosas como: “racionalmente sé que no soy un fracaso, pero me sigo sintiendo así”. Hablar mejor no borra lo hablado.

El segundo problema con enfocarse exclusivamente en el repertorio hablante es que nuestra conducta no está controlada sólo por productos verbales de nuestra propia cosecha, sino que estamos expuestos constantemente a productos verbales ajenos: evaluaciones, instrucciones, consejos, expectativas, mandatos socioculturales explícitos e implícitos, y un enorme etcétera. En rigor de verdad, la mayoría de nuestro repertorio es ajeno en este sentido. De manera que, aun cuando pudiéramos controlar perfectamente nuestras palabras, seguiríamos estando expuestos a las del resto de la comunidad verbal.

Y ni siquiera es necesario que un contenido verbal sea falaz o irracional para ser perjudicial, sino que se puede volver problemático por el simple hecho de haber sido formulado para un contexto diferente. Como un mapa que ha quedado desactualizado, la función de una creencia puede ser problemática aunque formalmente sea irreprochable. Por ejemplo, casarse, comprar una casa y tener hijos antes de cumplir treinta años era una expectativa sociocultural relativamente alcanzable en Occidente en 1970, pero en nuestra época es económicamente inviable para la mayoría de las personas, incluso en países acomodados. Pese a eso, esa expectativa sigue circulando en nuestro ambiente sociocultural implícita y explícitamente, influyendo en las acciones y sensibilidades de las generaciones actuales y generando sufrimiento.

El punto es que no es posible controlar completamente con qué productos verbales entramos en contacto. Producir enunciados más efectivos es sumamente deseable, pero no nos evita el contacto con enunciados de efecto problemático. Creo que este es un límite natural para la efectividad de las intervenciones clínicas que se enfocan en modificar el repertorio hablante –es decir, es un límite natural para las intervenciones de reestructuración cognitiva.

Es aquí donde entran en juego otra clase de intervenciones psicoterapéuticas también enfocadas en el lenguaje, pero orientadas más bien a alterar el repertorio oyente, es decir, la cascada de respuestas influidas por contenidos verbales. Creo que el ejemplo más claro de esto son las intervenciones de mindfulness y defusión, pero nuevamente, creo que se trata de un proceso que en mayor o menor medida es blanco de muchos abordajes clínicos.

De lo que se trata es de entrenar un mejor repertorio oyente, uno que responda más selectivamente a los contenidos verbales propios o ajenos. En otros términos, no intentar controlar la emisión sino la recepción de contenidos verbales. El objetivo general de estas intervenciones es reducir selectivamente el impacto psicológico de creencias, pensamientos o mandatos.

Este es un camino clínico diferente, y de más amplia aplicación que el anterior.

No podemos controlar las verbalizaciones a las que estamos expuestos ni borrar una conducta verbal que se ha producido, y en ocasiones reformular un pensamiento en términos más racionales es un ejercicio engorroso que puede resultar difícil para quien no está familiarizado con esa clase de acrobacias verbales y se encuentra en una situación que requiere una respuesta inmediata. En cambio, es considerablemente más viable controlar cuándo y cómo respondemos a estímulos verbales, y de hecho es algo que hacemos a diario: nadie obedece a todos sus pensamientos ni responde literalmente a todo lo que escucha y lee. Cultivar “un sentido crítico” no es otra cosa que aprender a distinguir cuándo y cómo responder a lo que se recibe.

Las intervenciones centradas en el oyente suelen indicar algún tipo de criterio para distinguir a qué contenidos verbales vale la pena responder y cuáles es mejor dejar pasar, como los criterios de verdad en filosofía. Es lo que hacemos cuando jugamos al “Simón dice”: establecemos cuándo hacerle caso o no a la instrucción según cómo haya sido formulada. Lo más común es apelar a algún criterio lógico-racional, de manera que se invita a examinar detenidamente las creencias y no responder a aquellas que contengan falacias y distorsiones. Detectar que una creencia está formulada en términos dicotómicos o que comete un error de generalización puede ser un buen filtro para tomarla o pasarla por alto.

Pero, aunque el criterio lógico-racional puede ser muy útil, quizá también sea débil, porque incluso un argumento correcto puede tener efectos problemáticos, como en el caso de los mandatos sociales desactualizados, y a menudo puede resultar muy difícil identificar las fallas de un argumento en el calor de una situación. Una alternativa clínica interesante para esto consiste en proponer un criterio pragmático en lugar del lógico-racional. En esencia consiste en responder a los contenidos verbales considerando el impacto que actuar de acuerdo a ello tendría para los ideales y aspiraciones vitales. Mientras que el criterio lógico-racional intenta moldear un oyente que se pregunte “¿esta creencia es correcta o incorrecta?”, el criterio pragmático lo invita a preguntarse “si respondiera a esta creencia, ¿me acercaría o alejaría de la persona que quiero ser?”, dejando la corrección de la creencia de lado. El segundo es más expeditivo y de mayor alcance, porque no requiere examinar la racionalidad del pensamiento, sino sólo el potencial efecto de responder literalmente a él.

En un sentido, las intervenciones centradas en el oyente intentan moldear un oyente crítico, que de manera general considere a las creencias y pensamientos como hipótesis, como productos históricos, como meras palabras, en suma, uno que en cierto grado desconfíe del lenguaje y gane así la habilidad de responder selectivamente a lo que piensa y escucha.

Cerrando

El objeto de estas líneas ha sido presentar una clasificación de las intervenciones clínicas enfocadas en la conducta verbal, según hagan hincapié en el repertorio hablante o el repertorio oyente. He conjeturado que cada uno tiene sus propias especificidades que puede ser útil considerar a la hora de diseñar y aplicar intervenciones clínicas.

Una rima interesante sobre esto es que se ha acusado al abordaje conductual de Skinner de enfatizar excesivamente la conducta del hablante por sobre la del oyente, mientras que se le formulado la acusación opuesta a la Teoría de Marco Relacional (RFT, por las siglas en inglés), a saber, que hace excesivo énfasis en la conducta del oyente. Correspondientemente, la terapia de modificación de conducta más tradicional, al ocuparse clínicamente de la conducta verbal tiende a ocuparse más bien de la producción de conducta verbal, es decir, el repertorio hablante, moldeando verbalizaciones más adaptativas; mientras que la terapia de aceptación y compromiso, que se deriva del análisis de RFT, enfatiza la defusión, es decir, el repertorio oyente, moldeando respuestas menos controladas por estímulos verbales.

Si la conjetura es correcta, se sigue que trabajar con la conducta verbal requiere ocuparse de ambos repertorios. Esto no es tan obvio como podría parecer. A menudo los abordajes conductuales se ocupan de la producción de conducta verbal, del repertorio hablante, pero descuidando al oyente, las respuestas ante estímulos verbales.

Ambos repertorios comparten los mismos criterios verbales comunitarios, por lo que es esperable que se produzca un grado de desborde o generalización entre ambos de manera que al entrenar uno mejore el otro. Por ejemplo, aprender a identificar falacias argumentales reduce la probabilidad de cometerlas.

Pero aun así cada uno tiene su especificidad y puede requerir intervenciones diferentes. Aprender a dejar pasar pensamientos, por ejemplo, no es algo que pueda aprenderse por mera instrucción verbal, sino que suele requerir algún tipo de práctica experiencial, tal como ejercicios de mindfulness o de defusión para desarrollar la habilidad. Quizá esto se deba a que la conducta del oyente es mayormente no verbal: un estímulo verbal produce una cascada de respuestas oyentes de todo tipo, respondientes, operantes, y verbales. Defusión podría implicar reducir las respuestas verbales y las operantes problemáticas, usualmente reforzando la emisión de conductas no verbales que compitan con aquellas, como por ejemplo imaginar la forma de un pensamiento o apreciar su sonido (es decir, actividades no verbales). Dado que el moldeado de conductas operantes suelen requerir más que la mera instrucción verbal, sería de esperar que los procedimientos de defusión involucren experiencias prácticas y recursos metafóricos.

Varios de los abordajes clínicos que se enfocan en la conducta verbal combinan indiscriminadamente intervenciones que afectan a ambos repertorios y quizá eso contribuya a oscurecer los resultados de las investigaciones sobre intervenciones clínicas. Por ejemplo, si bien el grueso de las intervenciones de terapia cognitiva están dirigidas al repertorio hablante (cuando invitan a reformular creencias más adaptativamente), las indicaciones preliminares de “tomar a los pensamientos como hipótesis” están más claramente dirigidas al repertorio oyente. De esta manera, al comparar reestructuración con defusión estaríamos comparando intervenciones que se superponen parcialmente. Y de hecho, en la mayoría de las investigaciones que han llevado a cabo comparaciones de ese tipo, las conclusiones en general han sido que defusión y reestructuración tienen efectos clínicos generales similares, pero al parecer actúan de maneras diferentes, algo compatible con la presente interpretación. De manera que distinguir el repertorio objetivo puede servir para una suerte de “análisis de componente” de las intervenciones.

De acuerdo con esto la psicoterapia, al menos en parte, se inscribe en la misma extensa tradición que otras disciplinas que han hecho foco en la mejora de nuestra conducta verbal, desarrollos culturales que han buscado refinar nuestro decir y nuestro escuchar. Un esfuerzo compartido por afilar el lenguaje.

Nos leemos la próxima.

Referencias

Skinner, B. F. (1945). The operational analysis of psychological terms. Psychological Review, 52(5), 270–277.

Skinner, B. F. (1957). Verbal Behavior. Prentice-Hall.

 

[1] Dado que el término en inglés es listener, (sustantivo de “escuchar”) y no hearer (de “oír) quizá sería más apropiado traducirlo como “escuchador”, pero el término es tan horrible que la estética me lo prohíbe.