Niveles de Aceptación

El concepto de aceptación ha llegado a ocupar un lugar destacado en la psicoterapia contemporánea, más notablemente de la mano de abordajes como Terapia de Aceptación y Compromiso y Terapia Dialéctico Conductual (ACT y DBT, por las siglas en inglés), si bien no son los únicos que lo han incluido en su repertorio clínico.

Aunque esto ha conducido a la producción de una notable cantidad de investigaciones empíricas sobre sus efectos clínicos, en un examen más cercano se puede apreciar que no siempre está claro de qué hablamos cuando hablamos de aceptación: qué constituye aceptación y qué no, cuáles son sus aspectos clave, qué implica en términos clínicos, etc.

Una razón para esto es que el mismo término no designa uno sino múltiples conceptos de aceptación que no coinciden completamente entre sí. Por ejemplo, mientras que DBT pone énfasis en aceptar “las realidades del propio funcionamiento y el contexto en el cual ocurre, como así también los límites inherentes a cada uno”(Linehan, 1994, p. 75), ACT enfatiza la aceptación de las experiencias privadas. Es decir, en un caso se enfatiza aceptar la situación y en el otro el malestar asociado a la situación, y si bien no son incompatibles en la práctica conducen por caminos clínicos distintos.

Esta ambigüedad es típica de todos los términos de nivel medio, que es como se denomina a aquellos que no son los básicos de una teoría (como “reforzamiento”), ni tampoco términos genéricos de uso común (como “idea”), sino términos tomados del acervo popular que son reinterpretados en términos de una teoría particular (véase Barnes-Holmes et al., 2015). Son términos inherentemente ambiguos e imprecisos, pero que a cambio pueden condensar comprensiones clínicas potentes.

La ambigüedad del concepto de aceptación resulta particularmente problemática porque tiende a involucrar un aspecto moral. A menudo la mera idea es entendida como una suerte de derrota moral ante la adversidad y rechazada por ello (“aceptar es darse por vencido”). En otros casos se la entiende como una suerte de estoicismo, de imperturbabilidad frente al malestar –como se cuenta del filósofo esclavo Epicteto, que no emitió ni una queja cuando su amo le rompió la pierna para poner a prueba sus convicciones filosóficas (“aceptar es tolerar el sufrimiento”).

Querría dispersar algo de esa ambigüedad compartiendo algunas observaciones sobre cómo se entiende el concepto desde ACT y los diferentes grados o niveles de aceptación en la práctica clínica.

Aceptación y las palabras

La aceptación en ACT no es resignación ni un estoico ‘que el malestar me importe un comino’, sino “experimentar eventos completamente y sin defensa, tal como son y no como dicen ser”(Hayes, 1994, p. 30, el destacado es mío). Quiero llamar la atención sobre la última parte de la definición, porque es clave para vincular a la aceptación con el resto del modelo de flexibilidad psicológica.

Para ACT, la predominancia de la regulación verbal de la conducta hace que los eventos tengan una suerte de plusvalía psicológica, es decir, funciones psicológicas que no les son intrínsecas ni entrenadas de manera directa sino establecidas verbalmente. Al experimentar una emoción como la tristeza, por ejemplo, no estamos controlados solo por las experiencias somáticas asociadas y la situación concreta que la originó, sino además por lo que esa emoción significa socialmente, por ejemplo, que sea considerada como signo de fracaso o debilidad. Ello contribuye a establecerla como algo a controlar o evitar, de manera que cuando una persona evita la tristeza lo hace influenciada no solo por lo que el evento es (sus funciones directas o intrínsecas), sino además por lo que el evento dice ser (más precisamente, lo que se dice del evento, sus funciones verbalmente establecidas).

La hipótesis de ACT es que la evitación experiencial generalizada se sostiene principalmente por esas funciones derivadas, por lo que el trabajo clínico con aceptación requiere usualmente reducir la influencia del andamiaje verbal de creencias e interpretaciones. Es decir, para ACT, la aceptación requiere defusión (también el resto de los procesos, pero podemos omitirlos para esta discusión). Sólo así es posible experimentar la emoción “tal como es”, y experimentarla sin defenderse de ella. Es como quitarle las espinas a un cactus para abrazarlo mejor.

Este es un punto crucial porque con frecuencia las dificultades de aceptación surgen de un trabajo insuficiente de defusión. Cuando los psicoterapeutas intentan fomentar aceptación sin desmontar ese andamiaje verbal lo que terminan haciendo es empujar a los pacientes a aceptar los eventos como dicen ser, lo cual suele encontrar resistencias. Se les pide a los pacientes que abracen un cactus sin quitarle las espinas y, esperablemente, se muestran un tanto reticentes a ello.

Ascenso

Lo anterior no significa que las acciones de aceptación sin defusión sean completamente inútiles. Una persona puede estar dispuesta a experimentar una emoción dolorosa con más o menos lucha, en ciertas situaciones y no otras, con diferentes actitudes hacia ella, etcétera. Por esto es que Hayes ha sugerido un continuo de actos de aceptación (Hayes, 1994a, p. 31). Es decir, podemos pensar a la aceptación como una dimensión en la cual podemos identificar distintos grados o niveles.

En un nivel más bajo tenemos las acciones de aceptación “que están fuertemente contaminadas por un contexto de cambio y el sentido literal asignado a los eventos” (p.31). Esto es, la persona experimenta el malestar sin intentos activos de cambiarlo, pero continúa viéndolo como algo inherentemente indeseable. No está dispuesta a experimentarlo, querría no tenerlo, pero tampoco lleva a cabo acciones activas de evitación. Este nivel corresponde a lo que usualmente llamamos resignación o tolerancia.

En el siguiente nivel, los actos de aceptación involucran “abandonar la agenda de cambio en situaciones en las cuales no funciona” (p.31). Esto es, la persona está dispuesta a experimentar su malestar, pero sólo en situaciones particulares. Es una suerte de disposición limitada, que aún no se ha generalizado a otras experiencias privadas o situaciones.

Un tercer nivel involucra “disposición [willingness] social o emocional, esto es, la apertura a las propias emociones o a la experiencia de estar con otros” (p.31). Esto sería aceptación con un cierto grado de fusión. Se socava la influencia de reglas de evitación experiencial y se promueve una perspectiva benigna sobre el dolor, como por ejemplo “el dolor es normal”, lo que facilita que la persona se abra a sentir y compartir su dolor. Llamemos a este nivel apertura emocional, para señalar que aún hay un grado de fusión –con interpretaciones más benignas, pero fusión al fin– que la distingue de la aceptación en sentido estricto. A menudo en la clínica se llega sólo hasta este nivel de aceptación –y a veces no se necesita más.

El nivel más alto de aceptación involucra separar (de-fusionar) “las relaciones y funciones derivadas de los eventos de las funciones directas de esos eventos”. Esto es propiamente aceptación. Implica atisbar a través de la ilusión del lenguaje, perderle la fe a lo que nuestra mente dice sobre el dolor. Ni siquiera se trata de favorecer una interpretación más benigna sobre el malestar, sino de instilar una desconfianza hacia cualquier interpretación al respecto, benigna o no. En este nivel, el dolor no es bueno, ni malo, normal ni anormal: es.

Este nivel de aceptación, de ecos zen, se parece mucho a lo que sería una experiencia no verbal del dolor. Esto es, mi gata Matilda puede experimentar algo similar a lo que llamaríamos tristeza, pero lo que no puede hacer es experimentarla como buena, mala, como signo de debilidad, ni ninguna otra categoría verbal. No puede tener una actitud negativa ni positiva hacia la tristeza: simplemente experimenta lo que hay para experimentar. Los seres humanos no podemos acceder a una experiencia no verbal del malestar (quizá por eso el nirvana o el satori son experiencias casi míticas), pero la defusión nos acerca bastante.

Estos cuatro niveles sugeridos por Hayes nos dan una idea más matizada y completa de la aceptación como dimensión, pero creo que se puede desarrollar un poco más esta idea.

Descenso

La aceptación es el punto más alto de un continuo, el extremo de una dimensión. Ahora bien, si volvemos la mirada hacia el peldaño inicial, hacia el grado más bajo de aceptación, podemos notar que la imagen no está del todo completa. La resignación no es algo opuesto a la aceptación, sino que es una forma rudimentaria de ella. Lo que realmente está en las antípodas de la aceptación es, por supuesto, la evitación. Tenemos entonces una dimensión en uno de cuyos extremos tenemos la aceptación y en el otro la evitación, y así como antes tratamos a la aceptación como un continuo con niveles, lo mismo podemos hacer con el otro extremo, describiendo diferentes niveles de evitación.

En su forma más pura, la evitación ha sido descripta como “el fenómeno que ocurre cuando una persona no está dispuesta a permanecer en contacto con experiencias privadas particulares (e.g., sensaciones corporales, emociones, pensamientos, recuerdos, predisposiciones conductuales), y lleva a cabo acciones para alterar la forma o frecuencia de esos eventos y los contextos que las ocasionan”(Hayes et al., 1996, p. 1154). Eso es lo que se denomina evitación experiencial o simplemente evitación, y es lo que realmente se opone a la aceptación.

Podemos identificar dos componentes en la definición de la evitación: (1) la persona no está dispuesta a permanecer en contacto con el malestar, y (2) lleva a cabo acciones para alterarlo. Se trata de aspectos diferentes. En términos vulgares podríamos decir que la primera es una actitud o predisposición y la segunda involucra acciones observables. Cuando en una situación tenemos (1) pero no (2), se trata en realidad de lo que antes llamamos resignación, en el nivel más bajo de aceptación: la persona no está dispuesta a experimentar un malestar, pero no hace nada activo para modificarlo.

Ahora bien, no todas las acciones de evitación son iguales. Tomarse un analgésico frente a un dolor de cabeza, técnicamente, es evitación experiencial tanto como lo es lesionarse a sí mismo frente a una angustia intensa, pero ningún clínico las trataría de la misma manera. Hay acciones que técnicamente son instancias de evitación pero que en última instancia están al servicio de evitar algo peor.

El ejemplo más claro que se me ocurre de esto son las técnicas de control de malestar que se suelen utilizar en DBT, tales como apretar cubos de hielo con las manos. Esos recursos se proponen como paliativos, como una manera de prevenir conductas más dañinas como autolesiones o sobreingestas. De lo que se trata es de no empeorar las cosas, ya que no es lo mismo lidiar con las consecuencias de autolesiones que con las de agarrar un par de hielos. Es similar a lo que sucede cuando para no rumiar o preocuparnos sobre algo nos distraemos con alguna otra actividad. Es evitación, sí, pero estamos regulando sus consecuencias.

Entonces, aunque funcionalmente son similares, creo que son conductas de evitación que, al menos en parte, están orientadas por metas o valores. Es una forma de evitación regulada, ya que si bien tiene ambos componentes de la evitación pura, las conductas de evitación son deliberadamente alteradas para reducir su impacto sobre el resto de la vida.

La escalera

Lo que este análisis nos deja es un continuo de aceptación en el cual podemos señalar seis niveles (o áreas, ya que no se trata de categorías discretas), que podemos resumir así:

  1. Evitación: la persona no está dispuesta a experimentar el malestar e indiscriminadamente lleva a cabo acciones para controlarlo.
  2. Evitación regulada: la persona no está dispuesta a experimentar el malestar pero las acciones de evitación son deliberadamente alteradas para reducir su impacto a largo plazo.
  3. Resignación: la persona no está dispuesta a experimentar el malestar pero no lleva a cabo intentos activos de control.
  4. Disposición limitada: la persona está dispuesta a experimentar el malestar pero sólo en ciertos contextos.
  5. Apertura emocional: la persona está dispuesta a experimentar el malestar sin defensa, parcialmente fusionada con creencias benévolas al respecto.
  6. Aceptación: la persona está dispuesta a experimentar el malestar sin defensa y tal como se presenta, defusionada de creencias e interpretaciones.

El trabajo clínico con aceptación implica entonces generar un contexto que ayude a las personas a escalar nuevos niveles de aceptación, para desarrollar nuevas y más efectivas formas de experimentar malestar.

Cerrando

Con frecuencia los fanáticos de la aceptación sólo consideran útil a la aceptación pura y dura, pero creo que este análisis nos brinda una idea más matizada y flexible del continuo aceptación–evitación: la evitación regulada es preferible a la evitación pura, así como la resignación puede verse como un peldaño hacia formas más amplias de aceptación. Cada nuevo nivel alcanzado es una pequeña victoria clínica, aún cuando no sea aceptación en sentido estricto.

Esto también nos permite apreciar más claramente el papel que otros procesos, tales como defusión y valores, juegan en el trabajo clínico de aceptación. Suena paradójico, pero no es posible alcanzar aceptación empleando sólo herramientas de aceptación; se requiere de un abordaje integrado que emplee diversos procesos que sirvan de apoyo para trepar la escalera.

Espero que les haya resultado interesante. Nos leemos la próxima.

Referencias

Barnes-Holmes, Y., Hussey, I., McEnteggart, C., Barnes-Holmes, D., & Foody, M. (2015). The relationship between Relational Frame Theory and Middle-level Terms in Acceptance and Commitment Theory. In R. D. Zettle, S. C. Hayes, D. Barnes-Holmes, & A. Biglan (Eds.), The Wiley Handbook of Contextual Behavioral Science (pp. 365–382). John Wiley & Sons, Ltd.

Hayes, S. C. (1994). Content, Context, and the Types of Acceptance. In S. C. Hayes, N. S. Jacobson, V. M. Follette, & M. J. Dougher (Eds.), Acceptance and change: Content and context in psychotherapy. Context Press.

Hayes, S. C., Wilson, K. G., Gifford, E. V., Follette, V. M., & Strosahl, K. (1996). Experiential avoidance and behavioral disorders: A functional dimensional approach to diagnosis and treatment. Journal of Consulting and Clinical Psychology, 64(6), 1152–1168. https://doi.org/10.1037/0022-006X.64.6.1152

Linehan, M. M. (1994). Acceptance and Change: The Central Dialectic in Psychotherapy. In S. C. Hayes, N. S. Jacobson, V. M. Follette, & M. J. Dougher (Eds.), Acceptance and change: Content and context in psychotherapy. Context Press.