La suma

En la obra de Borges hay temas o motivos que se repiten bajo diferentes formas. Algunos de ellos se han convertido casi en un lugar común en su obra: el color amarillo, los tigres, los laberintos, los espejos. Sin embargo, no son los únicos. Quisiera explorar una idea menos conocida que aparece reiteradamente en la obra borgeana y que podría resumirse así: la suma de las acciones traza la forma y el sentido de una vida.

La formulación cabal más antigua que pude encontrar de esta idea es en una nota al pie en el ensayo “El espejo de los enigmas”, que fue incluido en Otras Inquisiciones de 1952:

¿Qué es una inteligencia infinita?, indagará tal vez el lector. No hay teólogo que no la defina; yo prefiero un ejemplo. Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura. La Inteligencia Divina intuye esa figura inmediatamente, como la de los hombres un triángulo. Esa figura (acaso) tiene su determinada función en la economía del universo.

Una versión diferente de la idea aparece en 1960 en el epílogo de El hacedor:

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.

La última versión que pude encontrar es de 1985 y aparece en el poema “La Suma”, de Los Conjurados:

Ante la cal de una pared que nada
nos veda imaginar como infinita
un hombre se ha sentado y premedita
trazar con rigurosa pincelada
en la blanca pared el mundo entero:
puertas, balanzas, tártaros, jacintos,
ángeles, bibliotecas, laberintos,
anclas, Uxmal, el infinito, el cero.
Puebla de formas la pared. La suerte,
que de curiosos dones no es avara,
le permite dar fin a su porfía.
En el preciso instante de la muerte
descubre que esa vasta algarabía
de líneas es la imagen de su cara.

Estas son las formulaciones más acabadas de esa idea, que también aparece más tenuemente en otros lugares de la obra borgeana, como por ejemplo en el “Poema conjetural”, de 1943: A esta ruinosa tarde me llevaba/el laberinto múltiple de pasos/que mis días tejieron desde un día/de la niñez; en “Buenos Aires”, de 1946: aquí mis pasos urden su incalculable laberinto; y en “El Ápice”, de 1981: te ves ahora/centro del laberinto que tramaron/tus pasos. Estas son las versiones que pude rastrear. No creo haberlas agotado: espero que algún especialista en Borges (yo no lo soy) las complete y las rectifique.

Me interesa el hilo conductor que atraviesa a todas esas versiones. En un libro perfecto cada línea, cada palabra y cada letra son importantes porque participan del sentido total de la obra; similarmente, ninguna de nuestras acciones es insignificante, ya que cada una contribuye en mayor o menor medida al sentido de la propia vida.

A menudo Borges emplea esta idea en clave simbólica, ofreciendo la conjetura de que cada uno de nuestros actos tiene su lugar en la economía del cosmos: “la historia del universo –y en ella nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas– tiene un valor inconjeturable, simbólico”. En los fragmentos examinados Borges parece sugerir que el sentido pleno de los actos –la figura creada por los pasos del caminante o los trazos del dibujante– es ajeno a la propia voluntad y aún al conocimiento, ya que sólo se revela frente a una mirada omnisciente o eterna, como la de Dios o la de uno mismo en el instante de la muerte.

Yo quisiera ofrecer una lectura alternativa y bastante más pedestre de la idea. Creo que si aceptamos que la suma de nuestros actos configura el semblante que habrá de presentar nuestra vida, tenemos al menos que considerar qué rostro querríamos ver, qué imagen querríamos ver surgir en el mosaico de nuestras acciones.

Borges creía que el sentido de una vida era la función que cumplía en la trama del universo[1]. Yo no sé si las acciones humanas son relevantes para el universo, pero creo que son relevantes para los humanos que lo habitan. Creo que es indiferente para el universo que yo cultive la amistad o la traición, pero no lo es para las personas con las que comparto una tierra y un tiempo. Y si mis acciones no son indiferentes entonces tengo una responsabilidad sobre ellas.

No quiero una vida que me devuelva, como a Dorian Gray su retrato, una imagen envilecida, degradada, intolerable. Quiero una vida cuyo rostro pueda mirar a los ojos.

 

 

 

 

[1] Véase “Inferno, I, 32”: “Desde el crepúsculo del día hasta el crepúsculo de la noche, un leopardo, en los años finales del siglo XII, veía unas tablas de madera, unos barrotes verticales de hierro, hombres y mujeres cambiantes, un paredón y tal vez una canaleta de piedra con hojas secas. No sabía, no podía saber, que anhelaba amor y crueldad y el caliente placer de despedazar y el viento con olor a venado, pero algo en él se ahogaba y se rebelaba y Dios le habló en un sueño: Vives y morirás en esta prisión, para que un hombre que yo sé te mire un número determinado de veces y no te olvide y ponga tu figura y tu símbolo en un poema, que tiene su preciso lugar en la trama del universo. Padeces cautiverio, pero habrás dado una palabra al poema”.