Hay una metáfora que de tanto en tanto vuelve a mi mente, y que condensa bien la experiencia que he atravesado en mi chapucero comercio con el conocimiento en general, y con mi aprendizaje en la psicología en particular. Querría compartirla con ustedes, en primer lugar porque creo que les pueden interesar; en segundo lugar, porque cada vez que la recuerdo olvido dónde demonios la he leído y tengo que revolver la biblioteca para reencontrarla, de manera que compartirla aquí es una forma de fijarla:
Imaginen que llegan a un salón. Llegan tarde. Cuando llegan, otros han estado allí desde hace mucho tiempo y están enfrascados en una acalorada discusión, una discusión demasiado intensa como para que se detengan y les expliquen exactamente de qué se trata. De hecho, la discusión comenzó mucho antes de que cualquiera de ellos llegara, por lo que ninguno de los presentes está en condiciones de explicarles todos los pasos que se han dado. Durante un tiempo escuchan, hasta que deciden que han captado el tono de la argumentación, y entonces intervienen. Alguien les responde; ustedes le responden; alguien más viene a defenderlos; alguien toma partido en su contra, para vergüenza o satisfacción de su oponente, dependiendo de la calidad de la asistencia que suministra su aliado. Sin embargo, la discusión es interminable. Se les hace tarde, deben irse. Y se van, mientras adentro la discusión continúa vigorosamente.
El fragmento pertenece a La filosofía de la forma literaria, de Kenneth Burke, pero lo descubrí en una nota al pie en The Pragmatic Turn, de Richard Bernstein, quien a su vez agradece a Elizabeth Goodstein el habérselo señalado en primer lugar. Esa cadena de referencias cuyos eslabones son Burke, Goodstein, Bernstein –y de la cual ahora formo parte–, viene en cierto sentido a corroborar la intuición central de la metáfora: cuando nos adentramos en la empresa colectiva del pensamiento, en cualquiera de sus formas, participamos de una conversación sin fin, grande, calurosa y plural, que nos precede y que continuará cuando nuestro tiempo se haya terminado.
Ojalá nos veamos en ese salón; ojalá compartamos, aunque sea por un rato, esa conversación.
La puerta está siempre abierta.