El compositor norteamericano John Cage era cualquier cosa menos convencional. Influido por el pensamiento zen, sus composiciones incorporaron el azar, los sonidos no tradicionales y el silencio como elementos destacados. Sus composiciones a menudo tienen más interés filosófico que musical. Compuso varias de sus piezas usando el I-Ching, dejando que el azar dictara las notas; otras fueron escritas para piano preparado, un piano con su sonido alterado por medio de colocar objetos sobre las cuerdas.
Quizá su obra más conocida sea 4’33”, que consiste en cuatro minutos y treinta y tres segundos durante los cuales el intérprete no toca una sola nota –una obra de ejecución al alcance incluso de mis habilidades pianísticas. Puede parecer una broma, pero lo que intenta hacer es guiar al oyente a apreciar la miríada de sonidos que suceden durante esos minutos de silencio –los murmullos, las toses, los ruidos– señalando que la distinción entre música y ruido es arbitraria —como cantó Spinetta “toda la vida tiene música”, al menos para quien sabe escuchar.
De todos modos, el texto de hoy no es sobre la música de Cage sino sobre un fragmento de su texto Conferencia sobre nada, publicada en 1959, que no es una conferencia sino más bien un poema, un ensayo, una reflexión, una performance –en realidad, no hay definición que pueda hacerle justicia; les sugiero que vayan directamente al texto. Lo que quería compartir con ustedes es el apartado final.
Cuando la Conferencia fue leída en vivo ante el público, Cage, anticipando que el público haría preguntas al final, preparó seis respuestas que daría sin importar cuáles fueran las preguntas. Se trata de una idea extraordinariamente divertida, muy característica del humor y la inteligencia de Cage. Particularmente quiero compartir la primera de esas respuestas, que dice así:
Esa es una excelente pregunta. No quisiera echarla a perder con una respuesta.
Vuelvo a leerla, y compruebo que sigue intacto el asombro que me generó al leerla por primera vez hace veinte años. No sólo es una estupenda forma de esquivar una pregunta impertinente, sino que encierra una profunda comprensión: no todas las preguntas deben recibir una respuesta.
Especialmente las preguntas importantes, las preguntas que valen la pena —¿quién soy, que será de mí, qué sentido tiene la vida? — no pueden ser sino verse arruinadas por una respuesta. Por eso en La guía del autoestopista galáctico la respuesta a la pregunta sobre la vida, el universo y todo lo demás es 42 –Adams notó claramente que la única respuesta adecuada a una pregunta tan compleja no puede ser otra cosa que un absurdo.
Una pregunta es un dispositivo de inquietud, de búsqueda, que se ve finalizada por una respuesta. El problema, como dice Kelly Wilson en Things may go terribly, horribly wrong, es que “la mayoría de las cosas que realmente importan en la vida probablemente sean muy ambiguas, y si no podemos cultivar la capacidad de crear un espacio para la ambigüedad, es probable que terminemos condenados a actuar para eliminarla.” La rumiación, la preocupación, no son sino formas de ensayar respuestas frente a preguntas que por su propia naturaleza no pueden ser definitivamente respondidas. Preguntas por el propio destino, por el destino del mundo, por la muerte, por la vida.
Por eso a menudo es necesario aprender a sostener algunas preguntas, con toda su ambigüedad, con toda su incertidumbre, sin huir hacia una respuesta (incluso un “no sé” ya es una respuesta). Aprender a habitar ese espacio de zozobra entre pregunta y respuesta, aprender a estar cómodos en esa incomodidad. Agrega Wilson “Aprender a amar la ambigüedad puede ser un acto muy poderoso, aunque un tanto contraintuitivo. No nos referimos a enamorarse sino al amor como acto. Podemos aprender a cuidar y apreciar la ambigüedad.”
Apreciar a las preguntas como preguntas, y al vernos tentados de ensayar una respuesta, repetirnos con Cage:
Esa es una excelente pregunta. No quisiera echarla a perder con una respuesta.