El perro y el pupitre

Cuando era niño le temía profundamente a un perro que custodiaba una casa que estaba entre la mía y la biblioteca del pueblo. En las calles de tierra de los pueblos que se funden con el campo es habitual que los perros sueltos incordien a los pasantes, ladrando o amagando una persecución con intenciones de ingesta (mi madre aún suele salir a caminar armada con un palo, elemento de comunicación interespecie por excelencia). Este perro no sobresalía tanto por su ferocidad (parecía compartir las mismas inclinaciones caníbales que el resto), sino más bien por su tamaño, bastante cercano al mío en aquellos días.

Por eso tomé por costumbre esquivar esa cuadra con mi bicicleta, aunque ello implicara dar un rodeo y así alargar considerablemente el viaje. Durante un largo tiempo (en mi memoria parecen años, quizá fueron sólo meses), quedé exiliado de esa cuadra por la amenaza latente de ese cancerbero rural, ajeno o desdeñoso de toda Convención de Ginebra o Derechos del Niño.

Un día, quizá por descuido o por hartazgo, quizá por sentir que mi propio crecimiento habría equilibrado la balanza de fuerzas, volví a pasar por esa calle. Para mi sorpresa, no fui recibido con el esperado concierto de dientes y ladridos. Pasé otro día, y otro, y el perro nunca apareció. No sé si habría muerto, si los dueños recapacitaron y lo encerraron en el patio, o si ya se habría hartado de ingerir niños, pero lo cierto es que el perro ya no estaba allí.

Fue entonces cuando noté que ignoraba en qué momento de mi modesto ostracismo el perro había dejado de estar en esa calle. Quizá había pasado recientemente, el día anterior a mi regreso, pero también podía ser el caso de que hubiese sucedido al día siguiente del inicio de mi exilio. Quizá yo había estado meses o años evitando una calle que estaba vacía de todo monstruo, y eso me hizo pensar un poco.

Este recuerdo viene a colación de otro. Más recientemente, hace algunos años, me invitaron a mi escuela primaria para uno de esos eventos escolares en los cuales se exhiben los exalumnos ante las generaciones actuales, con el objetivo de testimoniar que el establecimiento ha sido capaz de producir ciudadanos prácticamente alfabetizados –y con la promesa de repetir el resultado. Como parte del evento, nos permitieron recorrer las aulas que atestiguaron aquellos penosos esfuerzos de educación –cuyos resultados están aquí a la vista. Visité entonces la que fuera mi aula de primero a tercer grado, y quedé atónito con el tamaño de los pupitres, que parecían hechos a la medida de hobbits –es decir, niños.

Lo que me sorprendió fue el contraste entre el tamaño que esos pupitres tenían en mi recuerdo versus los pupitres que estaba viendo en ese momento. Eran similares (considerando el presupuesto nacional en educación, muy probablemente eran los mismos), pero aquellos eran del tamaño justo para mi cuerpo, mientras que estos apenas pasaban la altura de mis rodillas. Se me dirá que es lo que tienden a hacer los niños –crecer, quiero decir–, pero usualmente es un proceso lento y por ello difícil de observar. Volver a visitar aquellos pupitres me proporcionó una medida violentamente eficaz de apreciar mi propio crecimiento (físico, al menos). Los pupitres no cambiaron, pero yo sí –y por tanto, a fin de cuentas, ellos también.

Pienso en el perro cuya calle esquivé inútilmente quien sabe durante cuánto tiempo. Pienso en aquellos pupitres, mucho más grandes en mi pasado que en mi presente, y sospecho que aquel perro no me resultaría tan temible hoy.

Pienso en el tiempo que he perdido evitando calles en las que hace años ningún perro ladra. Pienso en el tiempo perdido esquivando perros temibles pero solo en mi recuerdo, porque ya soy otro.

Pienso que a veces hay que visitar las viejas calles, visitar los viejos pupitres, para asegurarnos de no estar huyendo de fantasmas.