El escarabajo de oro, o los errores de principio

En el cuento El escarabajo de oro de Edgar Allan Poe, los protagonistas se hacen con un pergamino en el cual descubren una serie de pistas para encontrar el tesoro escondido por un pirata. Las instrucciones requieren hallar un determinado árbol en un bosque, treparse a él, encontrar una calavera clavada en una de sus ramas y dejar caer a través de su ojo izquierdo una bala (que el protagonista substituye por el escarabajo dorado que da nombre al cuento), para luego trazar una línea recta que parta desde el tronco del árbol, intercepte el punto en el cual cayó el escarabajo y se prolongue cincuenta pasos, marcando así el lugar en el donde estaría enterrado el tesoro.

Los protagonistas cumplen al pie de la letra las instrucciones pero a pesar de que cavan y cavan no encuentran nada en el lugar señalado. Confundidos, revisan sus pasos hasta que descubren una equivocación: habían dejado caer el escarabajo por el ojo derecho de la calavera. El error parecía insignificante en el punto de caída del escarabajo –meramente la distancia que media entre un ojo y otro– pero al continuar la línea el error fue aumentando, conduciéndolos muy lejos del lugar correcto.

Las equivocaciones más insidiosas son aquellas que suceden al comienzo de una actividad, los errores de principio que pervierten las condiciones de la búsqueda.

Estos errores, que pueden ser catastróficos, tienden a ser muy difíciles de detectar. En primer lugar, parecen relativamente pequeños. En la historia de Poe el error comienza con una confusión mínima y disculpable –el ojo izquierdo de la calavera está del lado derecho de quien la mira de frente–, pero una vez que la búsqueda fue orientada de esa manera todos los pasos posteriores quedaron mal encaminados. En segundo lugar, sus consecuencias sólo se hacen palpables cuando la actividad está avanzada, por lo que tienden a atribuirse a variables más inmediatas: quizá no se ha trazado bien la línea, no fueron bien medidos los pasos, o no se ha cavado lo suficiente.

Estos errores suelen conducir a situaciones que no cambian, que no responden a los esfuerzos, que dejan una sensación de atascamiento persistente, porque el problema no está allí donde se lo busca

Los errores de principio se dan en todo tipo de ámbitos, y muy a menudo se manifiestan en las preguntas con las que abordamos la actividad. Wittgenstein creía que los principales problemas de la filosofía se deben a que planteamos las preguntas incorrectas, de manera que “en el mismo acto de formular estas preguntas, nos vemos tentados de adoptar hacia estos fenómenos una actitud que nos hace abordarlos erróneamente, asumiendo que tenemos que descubrir o explicar algo (…) Las confusiones filosóficas que este estilo de pensar lanza en el mismo instante de su génesis, en los primeros pasos en falso que nos llevan por caminos que nos alejan más y más de la comprensión” (McGinn, 2002, pp. 18, 20). Algo similar planteó Skinner, quien sostuvo que el problema perenne de la psicología se debe a que intenta explicar fantasmas verbales, y que pocos avances podemos esperar mientras la búsqueda fuese siga planteada en esos términos. Ambos sostuvieron que la solución no podía consistir en hacer más de lo mismo –el entusiasmo en el error es trágico–, sino en cambiar el punto de partida.

También muchos problemas clínicos se deben a este tipo de confusiones iniciales. Cuando asumimos, por ejemplo, que vivir requiere en primer lugar estar libre de todo malestar, de sentimientos o pensamientos dolorosos, nos vemos conducidos a una búsqueda del tesoro que resulta infructuosa. Creemos entonces que el problema es que no lo hemos intentado lo suficiente, de manera que con creciente desesperación buscamos nuevas soluciones –psicoterapéuticas, químicas, meditativas, e incluso mágicas– pero nada parece dar resultado.

Buscamos la respuesta correcta, pero el problema está en la pregunta. Asumimos que el malestar debe eliminarse para poder vivir, de manera que la pregunta que nos hacemos es ¿cómo me libro de estos pensamientos y sentimientos?, lo cual nos lanza a la tarea a menudo estéril y contraproducente de intentar controlarlos, algo muy difícil de hacer y prácticamente imposible de sostener en el tiempo. Y mientras tanto, la vida sigue.

En estos casos la tarea clínica no consiste en proporcionar más soluciones, sino más bien en desmontar la formulación para encarar la situación en otros términos –por ejemplo, si el malestar dejase de ser algo a resolver, ¿cómo imaginamos que sería una vida significativa y qué acciones nos acercarían a ella? (recursos como la pregunta del milagro y desesperanza creativa suelen ir en esta dirección).

Cambiar la pregunta no resuelve el problema, sino que más bien lo deshace.

Las soluciones a los errores de principio suelen ser difíciles de aceptar porque implican abandonar un camino a veces largamente recorrido para encontrar no la respuesta que estábamos buscando, sino otra, en otro lugar, con otra forma. La tarea requiere una mirada crítica, flexibilidad y coraje para abandonar la búsqueda, cuestionar las suposiciones primeras, para que así el escarabajo de oro nos marque una nueva dirección.

Una última observación: rara vez podemos descubrir los errores de principio por nuestros propios medios. En el cuento de Poe, quien comete el error no es quien lo advierte. Forman parte de nuestras premisas, y por ello ocultos a nuestra mirada, usualmente enfocada en las conclusiones.

 

Referencias

McGinn, M. (2002). Routledge Philosophy Guidebook to Wittgenstein’s Philosophical Investigations.