Un abordaje contextual del propósito

El fenómeno conocido como pareidolia consiste en percibir algo significativo allí donde sólo hay una reunión arbitraria de estímulos ambiguos –el caso más común es el de ver un rostro en las manchas de humedad de una pared. Lo que haremos hoy aquí podría describirse como un caso de pareidolia conceptual –encontrar un sentido engañoso en lo que es fundamentalmente una reunión arbitraria y errónea de ideas. Esto más que aclaración es una advertencia, el lasciate ogni speranza, voi ch’ entrate que el Dante pone a la entrada del Infierno, y con idéntico sentido.

Ya saben, lo de siempre por aquí.

Querría abordar en esta ocasión del concepto de propósito o sentido vital (los términos son intercambiables a los fines de este texto) desde una perspectiva contextual.

Si han tenido el más leve contacto con las terapias denominadas contextuales (aunque más no sea por haber pasado por la vereda de un edificio de departamentos en la cual una persona en el tercer piso miraba en su teléfono celular una clase sobre el tema), habrán notado que la idea de propósito o sentido vital, tiende a ocupar un papel prominente y explícito en la mayoría de ellas. Está claro qué papel juega el concepto en dichos abordajes: dado que no se persiguen como objetivos primarios cambios emocionales o cognitivos (esto es, no se proponen reducir malestar ni cambiar el contenido de pensamientos), la terapia se orienta hacia lograr un cambio en las acciones y la forma de estar en el mundo de la persona, intentando fomentar una vida con sentido en lugar de meramente sentirse mejor. Para este fin se utilizan recursos clínicos relacionados con valores u objetivos vitales a largo plazo, que puedan ayudar a crear o desarrollar una vida con propósito.

Ahora bien, aunque tenemos buenas definiciones y desarrollos sobre valores y objetivos generales a largo plazo, tanto desde un punto de vista técnico como clínico (por ejemplo, véase Plumb et al., 2009), ¿de qué demonios estamos hablamos cuando hablamos de propósito en la vida de una persona? Y a la inversa, ¿de qué está hablando una persona cuando dice que su vida no tiene sentido? ¿Cuál es la relación entre valores, metas, acciones y propósito? ¿Son la misma cosa o son distinguibles de alguna manera?

Estos temas han sido explorados hasta el hartazgo por diversos abordajes psicológicos, desde la logoterapia hasta la psicología positiva, pero lo que nos interesa aquí (uso el plural para no sentirme tan solo), no es hacer un resumen de la literatura sino adoptar un punto de vista (aproximadamente) contextual y ver si nos sirve de algo. Sacudamos la pensadora, entonces, a ver si se nos cae una idea sobre el tema.

La impenitente ambigüedad de los términos cotidianos

Lo primero a tener en cuenta al hablar de propósito o sentido vital es que estamos lidiando con un concepto que viene del vocabulario popular, no con un término técnico, motivo por el cual tendremos que andar con bastante cuidado. El problema con el uso de términos populares en psicología es que tienden a ser engañosamente obvios: los usamos como si su sentido fuera claro y evidente, pero apenas los examinamos más de cerca esa obviedad se revela bastante precaria.

El filósofo Stephen Pepper, en World Hypotheses (1942, p. 42), señalaba que los términos que provienen del sentido común son seguros pero irresponsables, mientras que los conceptos más refinados del conocimiento son inseguros pero responsables. Esto es, los términos del sentido común nos ofrecen cierta seguridad o confianza: todos “sabemos” de qué hablamos cuando decimos que el sol siempre sale por el este. Pero al mismo tiempo son irresponsables intelectualmente, ya que cuando intentamos definirlos más precisamente nos encontramos con que son ambiguos, cambiantes o contradictorios. Digamos, “el sol siempre sale por el este” parece algo obvio, pero esa obviedad es engañosa: ni es el sol el que se mueve, ni aparece exactamente por el este (salvo un par de veces al año), sino que su salida va variando de lugar y hora cada día. En contraste, los términos y conceptos más refinados y elaborados de la ciencia y el pensamiento en general, son intelectualmente responsables, ya que suelen tener definiciones precisas y relaciones claras con otros términos, pero son inseguros, porque implican abstracciones y refinamientos que llevan a que se usen siempre con un poco de vacilación. Comparen la seguridad con la que usamos términos conceptualmente problemáticos como “emoción” o “pensamiento”, con la vacilación al utilizar términos muy precisos como “operación estableciente” o “estímulo delta”.

La cuestión es que propósito es un término de sentido común: muy seguro de sí mismo, pero intelectualmente irresponsable (como cierta especie de docentes universitarios). Podríamos directamente ignorarlo (como resulta aconsejable hacer con cierta especie de docentes universitarios), y excluirlo de nuestro vocabulario, pero no parece una actitud muy sabia: se trata de un concepto ampliamente utilizado, por lo cual más tarde o más temprano tendremos que lidiar con él, por lo cual puede valer la pena intentar operacionalizarlo para llevarlo a un lenguaje más preciso y más ampliamente aplicable.

Ahora bien, el conductismo radical tiene una forma muy particular de operacionalizar conceptos. Usualmente, operacionalizar es una forma de “fijar” el sentido de un concepto ambiguo, abstracto o que no es observable, por medio de especificar las operaciones necesarias para medirlo. De esta manera, conceptos abstractos como inteligencia o salud, que no pueden ser directamente observados, son definidos en términos de ciertas operaciones o procedimientos: la inteligencia se operacionaliza como los resultados que arrojan ciertos tests, así como la salud se define en variables mensurables como presión arterial, índice de colesterol, glucemia, entre otras. Esta, sin embargo, no es la forma de operacionalización que adopta el conductismo radical (o contextualismo funcional, para este caso funcionan de la misma manera). Desde esta perspectiva, dado que todo concepto es en última instancia un caso de conducta verbal, puede ser abordado de manera análoga a cualquier otra conducta, es decir, especificando su contexto. Entonces, definir un término es especificar las condiciones bajo las cuales se lo utiliza, es describir su función. En lugar de operacionalizar un concepto describiendo las operaciones por las cuales se mide, se lo operacionaliza describiendo su contexto de uso, las condiciones estimulares particulares que controlan su emisión.

Esto fue articulado por primera vez en el texto El análisis operacional de los términos psicológicos (Skinner, 1945), del cual este fragmento es particularmente ilustrativo: “El sentido, los contenidos y las referencias se encuentran entre los determinantes, y no entre las propiedades de la respuesta. La pregunta “¿qué es la longitud?” podría ser satisfactoriamente contestada por medio de listar las circunstancias bajo las cuales la respuesta “longitud” es emitida (o, mejor aún, proporcionando una descripción general de tales circunstancias).” (pp. 271-272). En otros textos hemos apelado a ese argumento hasta el hartazgo, porque nos abre la puerta a explorar términos no técnicos de una manera conductualmente consistente: en lugar de descartarlos o reducirlos a una operacionalización técnica, podemos abordarlos describiendo algunas de las condiciones bajo las cuales se utilizan y sus efectos (véase Hayes, 1984). Por supuesto, esto implica que un término puede tener tantas definiciones como usos se le dieren. Esto no es un problema, aunque lo parezca. Cuando un taxista, en un alarde de la clásica amabilidad callejera porteña, le grita a otro automovilista “mirá por donde vas, pedazo de inconsciente” y cuando un psicoanalista en una conferencia dice algo como “el inconsciente está estructurado como un lenguaje” están usando la misma palabra, pero claramente no están diciendo lo mismo (incluso aunque se trate de la misma persona): hay una forma distinta de utilizar el término en cada caso.

Lo que intentaremos entonces será una descripción general de algunas de las circunstancias (esto es, del contexto), en el cual hablamos de propósito. Esto no pretende ser una definición universal ni agotar otros sentidos posibles para la palabra, sino meramente describir algunas de sus circunstancias cotidianas de uso.

Función y patrones de acción

Para poder llegar a nuestro abordaje de propósito necesitaremos tener a mano un par de conceptos básicos, así que hagamos un breve repaso previo.

En primer lugar, necesitamos tener en cuenta que la conducta puede abordarse no sólo como respuestas momentáneas de duración muy acotada, sino como actividades, es decir, patrones de acción que se extienden en el tiempo (Baum, 2002, p. 97). Por ejemplo, respecto a mi conducta de escribir estas líneas, podría poner el foco en la escritura de cada una de las palabras, o en la actividad global de escribir este artículo. La conducta puede abordarse a distintas escalas temporales, lo que en el análisis de la conducta nos lleva a distinguir entre perspectivas moleculares (enfocadas en respuestas momentáneas) y perspectivas molares (enfocadas en actividades de larga duración). No quiero detenerme mucho más en el tema aquí, sólo querría que retuvieran que es perfectamente legítimo enfocarse en patrones extensos de acción.

En segundo lugar, como probablemente sepan, en el análisis de cualquier conducta hay dos aspectos que nos interesan: su forma (o topografía), por un lado, y su función, por otro. La forma de una conducta se refiere a las características particulares que tiene una respuesta particular, mientras que la función se refiere a las relaciones que esa respuesta tiene con el contexto. Por ejemplo, si quiero analizar la ingesta de un vaso de vino, la forma de esa conducta serían sus características particulares: la cantidad de líquido ingerida, la velocidad de la ingesta, la graduación alcohólica, o cualquier otro aspecto formal que sea relevante. La función, en cambio, se refiere a qué relación tiene esa respuesta particular con el contexto, es decir, en presencia de qué condiciones antecedentes sucede y qué consecuencias o efectos ocasiona. Identificar, por ejemplo, que esa ingesta sucede cuando se experimenta tristeza y que tiene como efecto atenuar el malestar nos lleva a suponer una función distinta para ese vaso de vino que, digamos, si fuese consumido durante una cata en un viñedo. La acción es formalmente la misma, pero cumple una función distinta en cada caso.

Determinar la función de una conducta requiere especificar las relaciones que tiene con el contexto, de qué manera se afectan mutuamente. El contexto, a su vez, incluye tanto los estímulos relevantes del ambiente actual (antecedentes y consecuencias) como la historia de aprendizaje del organismo. La función es la que nos proporciona la explicación de la conducta, su porqué. Esto es crucial porque en el análisis de la conducta las conductas se definen por su función, no por su forma. Esto es, la conducta de “presionar el interruptor de la lámpara” no se define por los movimientos musculares involucrados (mover un dedo de tal y tal manera), sino por su efecto. No importa que el interruptor sea presionado con el dedo índice, el meñique, o con el codo, en tanto la conducta tenga ese efecto. Cuando en la clínica nos ocupamos de la evitación experiencial estamos lidiando con diversas respuestas que, aunque sean formalmente muy diferentes, tienen como función compartida el control de alguna experiencia interna.

Entonces, conductas formalmente muy distintas entre sí pueden compartir una misma función y una misma conducta puede tener diversas funciones. Esto es lo que hace que para el conductismo las explicaciones siempre sean relativas al contexto. Ningún conductista puede dar una respuesta universal a una pregunta como “¿por qué una persona toma vino?”, ya que la forma no determina rígidamente la función. La conocida respuesta conductual, “depende”, significa que la explicación de cualquier conducta está determinada dinámicamente por su contexto, no por su forma. Lo mismo aplica a la conducta verbal, a las palabras: distintas palabras pueden tener una misma función (por eso aquí estoy utilizando de manera intercambiable palabras diferentes como propósito, significado, sentido vital), y una misma palabra puede tener diferentes funciones en distintos contextos (como por ejemplo, la palabra “cosa”).

Lo que de esto me interesa que retengan es que las conductas (y los patrones de conducta), tienen funciones que dependen del contexto en el que suceden. Respuestas formalmente muy distintas pueden compartir una función, y a la inversa, conductas similares pueden tener funciones distintas –e incluso una misma conducta puede tener distintas funciones en distintos momentos.

Armados entonces con estas ideas (patrones de acción y función), acerquémonos al concepto de propósito.

Una definición contextual

Hechas nuestras consideraciones preliminares podemos arriesgar una definición. Podríamos decir entonces que una forma habitual de hablar de propósito se refiere a la coherencia funcional de patrones de acción (insisto, esto no abarca todos los posibles usos del término, sino uno de ellos, que creo es de interés clínico). Esta definición probablemente les suene a poco, pero si me dan un rato más quizá pueda explicar su alcance.

El corazón de la definición es que toda persona (todo organismo en realidad, pero nos interesan especialmente los seres humanos) actúa de manera más o menos coordinada, emitiendo a lo largo del día diversas conductas que forman parte de patrones de acción, que podemos abordar a distintas escalas. En mi caso, por ejemplo, llevar libros al escritorio, encender la computadora, abrir el procesador de texto, aporrear las teclas, son acciones que forman parte de la actividad global de escribir. Todas esas conductas, que formalmente son muy diferentes, tienen funciones que son coherentes entre sí, es decir, que están bajo control de un contexto compartido.

Pero además, en mi caso, la actividad de escribir es a su vez funcionalmente coherente (al menos en parte) con mis actividades de enseñar y supervisar (que a su vez también son actividades integradas por conductas formalmente diferentes, pero con funciones coherentes). De esta manera mis actividades de escribir, enseñar, y supervisar, están controladas por un contexto similar, que incluye de manera destacada ciertos valores y creencias relativas al conocimiento psicológico. Son actividades muy distintas, pero con funciones que, aunque no idénticas, son similares o, mejor dicho, coherentes. Entonces, cuando digo que mi vida tiene un propósito estoy verificando que varias de mis actividades son funcionalmente coherentes, es decir, están controladas por similares factores contextuales. En términos más cotidianos podríamos decir que hablamos de propósito cuando diversas actividades en la vida de la persona apuntan en una misma dirección.

Desde esta perspectiva el propósito no es un sentimiento ni una idea en particular. Por supuesto, esta coherencia funcional puede acompañarse de sentimientos más o menos agradables, como efecto accesorio, pero no reducirse a ellos.

El propósito no es una causa de la conducta, sino uno de sus aspectos. Sería, desde esta perspectiva, una dimensión de los patrones de acción extendidos en el tiempo, por lo que podríamos hablar de grados de propósito según el alcance y la intensidad de esa coherencia funcional: cuantos más patrones de acción en el repertorio de una persona sean funcionalmente coherentes, y cuanto más intenso sea el control contextual (esto es, cuantas más actividades de la persona apunten en una misma dirección y cuanto más demandantes sean esas actividades), más probabilidades habrá de que hablemos de propósito.

La amplitud y la intensidad serían entonces dos aspectos característicos del propósito. Sería posible aumentar la experiencia de propósito vital haciendo que más actividades vitales se alineen con la misma función, pero también incrementando la intensidad de esas actividades –dar la vida por un ideal constituiría un caso extremo de intensidad conductual al servicio de un propósito. Podemos entonces identificar al propósito, en tanto coherencia funcional de diversos patrones de acción, como una dimensión que varía según la amplitud e intensidad del control contextual involucrado. Cuanto más amplia e intensa sea la coherencia funcional de sus actividades, mayores probabilidades habrá de que hablemos de propósito. Por supuesto, estas consideraciones no agotan todas las formas posibles en las cuales usamos el concepto de propósito, pero creo que considerarlo de esta manera ofrece varias claridades que pueden resultar clínicamente relevantes.

Hagan una pausa, estírense, acomoden su postura, y ármense de paciencia, que tenemos para rato aquí.

Los contextos del propósito

Si el propósito es una propiedad de los patrones de acción, se sigue entonces que, como todas las conductas, está controlado por un cierto contexto. Podemos conjeturar entonces que hay diferentes contextos que pueden llevar a patrones de acción funcionalmente coherentes: distintos contextos de propósito, o diferentes maneras de fomentar propósito en la vida de una persona. Este contexto puede ser no verbal o puede incluir estímulos verbales de distinto tipo, y puede incluir aspectos sociales en grado y calidad variable.

Es necesario aclarar que el propósito es la coherencia del patrón de actividades, no algún aspecto particular del contexto que lo controla. Digamos, el propósito no sería el ideal o creencia al que adhiere una persona, sino el patrón de actividades funcionalmente coherentes que en torno al mismo se organiza. El propósito se refiere a las conductas, mientras que aquello que lo guía está en el contexto de esas conductas.

Veamos entonces de qué manera se puede generar propósito, qué tipos de contexto pueden facilitarlo. Esta exploración no es gratuita (bueno, no nos cuesta un peso, lo cual en estos tiempos ya es algo), sino que creo que tiene interés clínico. La evidencia señala que un sentido de propósito contribuye fuertemente con el bienestar psicológico y el funcionamiento cotidiano (García-Alandete, 2015; Hill et al., 2014; Li et al., 2021; McKnight & Kashdan, 2009; Russo-Netzer, 2019; Santos et al., 2012; Zika & Chamberlain, 1992), por lo cual explorar los pros y contras de las distintas formas de  generar propósito puede ser útil para abordar los aspectos clínicos relacionados.

De manera general, diría que el propósito puede estar guiado u organizado por 1) factores físicos del ambiente, 2) factores socioculturales (en particular bajo la forma de normas e ideales sociales) y 3) por valores y metas personales. Esos factores son distinguibles, pero suelen estar presentes de manera simultánea. Veamos de qué se trata cada uno de ellos.

El ambiente físico

En primer lugar, la coherencia funcional de los patrones de actividad puede estar organizada por contingencias ambientales no verbales que sean relativamente estables –es decir, el ambiente físico de un organismo, con su particular ritmo y exigencias. Por ello es que solemos identificar a la supervivencia y reproducción como el propósito en animales: observamos que la mayor parte de sus patrones de actividades son funcionalmente coherentes con esos fines. Lo que sucede es que el contexto de un animal en estado salvaje ejerce de manera estable una presión tal que sus actividades terminan siendo funcionalmente coherentes. El contexto (incluido el contexto histórico de la especie) ha castigado o extinguido los patrones de acción que no sean funcionalmente coherentes con la supervivencia y reproducción.

Entonces, una primera forma de crear propósito es organizar contingencias físicas tales que “poden” el repertorio de un organismo de manera de favorecer cierta coherencia funcional, haciendo por ejemplo que ciertas actividades sean más accesibles. Esto suele pasarse por alto en una buena parte de los abordajes clínicos, que prefieren abordar el propósito solamente en términos de creencias y sentimientos. Lo que podemos tener en cuenta a fines clínicos es que el ambiente físico puede diseñarse de manera tal que colabore a sostener un patrón de actividades funcionalmente coherentes (o que al menos no las entorpezca).

Contexto sociocultural

Otros aspectos contextuales que pueden organizar propósito son los factores sociales y culturales. Con esto me refiero a que distintos aspectos de la sociedad y la cultura de los seres humanos proporcionan estímulos que permiten organizar patrones de actividad funcionalmente coherentes, bajo la forma de ritos, tradiciones, y costumbres. La cultura proporciona vías para encontrar sentido en la vida.

Las religiones, por ejemplo, suelen recurrir a toda clase de ritos y reglas verbales que llevan a patrones funcionalmente coherentes y estables de actividad –por eso solemos hablar de la religión como asociada al sentido y propósito en la vida. Incluso las sociedades seculares proporcionan formalmente ritos y reglas de este tipo –un buen ejemplo de esto podría ser lo que el historiador Oscar Terán llamó la “liturgia patriótica”, el conjunto de hechos y anécdotas históricas, símbolos patrios, y ritos destinados a generar un sentimiento de nacionalidad en la población y fomentar un patrón de acción al servicio del país (¿ven? Ir a un acto escolar en una gélida mañana de invierno era en realidad una forma de cultivar propósito en sus vidas. Y ustedes que se quejaban de la hipotermia).

Además de estas prescripciones explícitas, las culturas y las sociedades prescriben implícitamente el seguimiento de ideales y normas. Por ejemplo, una buena parte de los ideales en torno a la amistad no suelen ser indicados formalmente por instituciones estatales o religiosas, sino que circulan de manera más bien informal en los intercambios sociales.

Estos aspectos socioculturales más tarde o más temprano incluyen estímulos verbales de algún tipo: ideales, normas, valores sociales, prescripciones, etc., cuyo seguimiento es prescripto y sancionado por la comunidad. Los contextos que incluyen alguna clase de estímulo verbal pueden resultar más efectivos guiando propósito, ya que la conducta verbalmente controlada es relativamente insensible a los cambios de contingencias (Hayes et al., 1986). Digamos, una persona es más perseverante en sus acciones cuando está guiada por una idea, y en el caso de los seres humanos, lo verbal es ineludible. Aquí estamos entonces lidiando con un vocabulario más familiar, ya que estamos hablando de ideales, valores, metas, etc., las designaciones coloquiales que les damos a los estímulos verbales que pueden organizar patrones de acción.

Llamemos de manera general “principios socioculturales” a estos estímulos verbales y a las interacciones sociales en torno a ellos. Más allá de que sean formales o informales, religiosos o seculares, estos principios pueden ser muy efectivos organizando el repertorio conductual de una persona, porque suelen contar con amplio apoyo social. Una persona que suscribe a ciertos ideales religiosos o seculares guiará sus acciones cotidianas por ellos, participará en actividades rituales (misas, actos patrios, y otros foros de sufrimiento infantil), y dedicará una parte variable de su tiempo y esfuerzo a ellos. En casos extremos incluso una persona puede morir o matar por esos ideales (el caso de los kamikazes japoneses, las guerras santas y de las otras en todas las épocas).

Aunque aquí el lenguaje cotidiano puede generar confusión: no se trata de que una persona adhiera a un ideal y por tanto actúe orientada por él, sino que esas acciones son la adherencia a un ideal. No es que primero creamos en un ideal, como operación cognitiva, y luego decidamos actuar al respecto, sino que el actuar al respecto ya es la creencia en ese ideal.

Contexto socioverbal: metas y valores

Además de los principios socioculturales existen estímulos verbales que no dependen tanto de contingencias sociales para organizar las acciones, sino que surgen de la historia de aprendizaje personal. Me refiero aquí en particular a metas y valores personales. Está claro que, en cierto grado, todo valor y meta tiene un origen social (no nacimos de un repollo, a pesar de los rumores), pero el control que ejercen tiene más que ver con cierta historia personal que con la acción actual y sostenida de la sociedad. De todos modos, no creo que haya una separación esencial entre principios socioculturales y metas y valores personales, sino que pueden pensarse como un continuo según el grado en que el entorno social se involucra en su cumplimiento.

Podríamos decir que las metas son estímulos verbales (reglas) que especifican resultados futuros o estados a alcanzar –cosas como plantar un libro, tener un árbol, escribir un hijo (o algo así). Las metas especifican un resultado que es separable de las acciones necesarias para conseguirlo: el medio es separable del fin. Los valores, por su parte, son estímulos verbales que especifican cualidades abstractas y generales para las acciones: cuidado, paz, honestidad, compasión, comunidad, etcétera. Dado que son cualidades para la acción suelen expresarse como adverbios, y son inseparables de la acción. Actuar de manera coherente con el valor no es un medio para un fin, sino que el fin es justamente actuar de esa manera. Si actuar de manera compasiva es un medio para un fin (por ejemplo, para caerle bien a alguien), hablamos de una meta, pero si actuar de manera compasiva es buscado como un fin en sí mismo, estamos hablando de un valor.

Por supuesto, los principios socioculturales también incluyen metas y valores, aquí hablo de metas y valores personales, aquellos cuyo cumplimiento no involucra un componente social marcado. No querría extenderme demasiado aquí sobre las características diferenciales de metas y valores, que han sido exhaustivamente descriptas en la literatura de Terapia de Aceptación y Compromiso, por lo cual pueden consultar cualquier texto del modelo para una descripción más exhaustiva. Lo que sí querría señalar es que las metas y valores personales son formas particularmente potentes de fomentar propósito en los seres humanos, aunque, como veremos, también tienen sus desventajas.

Ventajas y desventajas de los principios socioculturales, metas, y valores personales

Cada uno de los factores contextuales que hemos visto hasta aquí tiene sus fortalezas y debilidades a la hora de fomentar propósito en la vida de una persona.

Los principios socioculturales tienen la enorme ventaja de contar con un fuerte sostén social que refuerza su cumplimiento o castiga el desvío de lo que prescriben. Es la fuerza de la tradición y la sociedad. Pregúntenle a cualquier persona de, digamos, más de treinta años y sin hijos cuántas veces durante el último año ha escuchado el inciso “¿cuándo vas a tener hijos?”, sea dirigido hacia ella misma o hacia otras personas –personalmente creo que unos cuantos de nosotros hemos sido concebidos con el propósito principal de que la parentela deje de hacer esa pregunta. Esa normativa, de que una persona tiene que tener hijos antes de cierta edad, es socialmente transmitida y reforzada en todo tipo de interacciones. Pero su misma fuerza y estabilidad puede ser un problema. Esos principios no pueden atender a las circunstancias individuales ni modificarse rápidamente frente a cambios en las circunstancias ambientales o sociales. La prescripción de tener hijos antes de los 30 años, por ejemplo, podía ser razonable adoptada en el mundo de hace medio siglo, pero es de difícil cumplimiento en un mundo en donde el poder adquisitivo de las personas se ha reducido dramáticamente. Por ese motivo, seguir ciegamente prescripciones socioculturales puede tener efectos problemáticos –basta considerar la cantidad de problemas en torno a la imagen corporal que están principalmente alimentados por ideales transmitidos por las redes sociales y los medios masivos de comunicación.

Entonces, los principios socioculturales son potentes, pero de lenta adaptación a las circunstancias individuales. Probablemente sean más útiles en contextos estables y con lazos comunitarios fuertes y cercanos, pero en contextos cambiantes y disgregados, tomarlos como guía exclusiva de la conducta puede resultar problemático, de manera que tenemos que tomarlos con algunos recaudos.

Las metas personales, por su parte, también pueden servir para generar amplios patrones coherentes de actividad, y a diferencia de los principios socioculturales, pueden ajustarse mejor a las circunstancias personales. Pero las metas personales también tienen sus limitaciones a la hora de generar propósito vital. En primer lugar, dado que especifican resultados específicos, tienen fecha de caducidad: cuando se consigue el resultado, la meta deja de ser relevante y es necesario reemplazarla por otra, por lo cual difícilmente una meta sirva indefinidamente como guía. Una probable excepción estaría constituida por aquellas metas que especifican resultados tan amplios y distantes que difícilmente puedan cumplirse en el transcurso de una vida. Me refiero a metas como “terminar con desnutrición infantil” o “contrarrestar el cambio climático”; son efectivamente metas, ya que podrían en principio cumplirse, pero al ser tan amplias es improbable que se cumplan por una acción individual, por lo cual en la práctica este tipo de metas de largo alcance pueden funcionar como valores en cuanto a su caducidad.

Una segunda dificultad es que las metas, incluso las de largo alcance, suelen involucrar acciones acotadas a un ámbito vital –una meta como “graduarme de psicólogo”, por ejemplo, no sirve demasiado como guía en el ámbito de las relaciones íntimas. Pero si entendemos al propósito como coherencia funcional de patrones de acción, una meta que se limite a un ámbito de la vida de la persona puede resultar insuficiente para generar un propósito amplio. Un problema derivado de esto es que se pueden generar conflictos entre los diversos ámbitos vitales –es el caso harto conocido de las metas laborales que interfieren con las relaciones familiares.

En tercer lugar, como las metas giran en torno a resultados o estados a alcanzar es perfectamente posible (y de hecho frecuente) que eventos fuera del control de la persona interrumpan los patrones de actividad. Si tenían pensado irse de viaje a mediados del 2020 se habrán encontrado con el mundo no siempre coopera con nuestros deseos, por más pensamiento positivo y sahumerios que empleemos. En otras palabras, no siempre es posible alcanzar una meta, lo que las vuelve algo frágiles como guías de propósito.

Finalmente, como las metas orientan a ciertos resultados futuros los desacoplan de las acciones y circunstancias actuales, lo cual puede tener consecuencias problemáticas. Por ejemplo, una persona fuertemente orientada al objetivo de casarse (véanse el ejemplo anteriormente citado de los pilotos kamikaze) puede minimizar e ignorar las dinámicas problemáticas de una relación con tal de alcanzar la meta propuesta.

Los valores personales, en cambio, carecen de varias de las limitaciones y dificultades que imponen las metas. En primer lugar, como no especifican ningún resultado sino una cierta cualidad o dirección general para la acción, no tienen fecha de caducidad: mientras haya acciones en el ámbito relevante, el valor seguirá siendo efectivo. Un valor como “solidaridad” puede guiar la vida de una persona durante décadas sin perder efectividad.

En segundo lugar, dado que son cualidades y direcciones abstractas tienen un alcance más amplio que las metas, y potencialmente pueden aplicarse a todos los repertorios de una persona. Un valor como “autenticidad”, supongamos, puede aplicar no sólo a los diversos tipos de relaciones interpersonales (de amistad, íntimas, familiares, etcétera), sino también a las actividades laborales, artísticas, comunitarias, entre otras. Es más difícil que haya conflictos irreconciliables entre repertorios que están guiados por un mismo valor. Por este motivo es extremadamente infrecuente que se trate de valores cuando en la clínica nos encontramos con indecisión entre caminos alternativos. Las más de las veces, de lo que se trata es de un conflicto entre metas o en la distribución del tiempo.

En tercer lugar, como especifican cualidades, los patrones de acción controlados por valores son menos sensibles a interferencias externas. Se puede obstaculizar que alguien lleve a cabo la meta de casarse (si hemos de creerle a las películas románticas), pero es más difícil evitar que una persona actúe con autenticidad. El carácter abstracto de los valores hace que prácticamente cualquier acción en cualquier ámbito pueda ajustarse a ellos. Por ejemplo, casi cualquier actividad en casi cualquier ámbito puede ajustarse para que sea afectuosa, desde limpiar la casa hasta recibir un premio nobel. Por supuesto, no estoy postulando que “afectuosa” sea una cualidad objetiva de las acciones, lo que resulta afectuoso para una persona puede no serlo para otra, esa es la contracara del carácter abstracto de los valores: es imposible llegar a una definición “objetiva” de ellos.

Finalmente, como los valores conciernen siempre a la acción presente y sus circunstancias hay menos probabilidades de generar acciones problemáticas en pos de algún resultado futuro. En la acción guiada por valores es más difícil separar los medios de los fines. Adicionalmente, a causa de esto los valores requieren y fomentan el contacto con el momento presente, con la cualidad de la acción que está sucediendo aquí y ahora.

El problema principal con los valores como guía es que es difícil establecerlos como control contextual. Los ideales socioculturales tienen el respaldo de la tradición y la comunidad que los sostiene en ritos y prácticas verbales de todo tipo; actuar de acuerdo a ellos en ciertos contextos se asocia a pertenencia y reconocimiento social. Las metas personales son claras y concretas con respecto a sus resultados, por lo que es relativamente fácil seguirlas: “escalar el Everest” es un objetivo definido con una satisfacción muy concreta. En contraste, los valores son tenues abstracciones verbales cuyo seguimiento no genera consecuencias tangibles inmediatas, sino el desarrollo de un patrón vital de actividades funcionalmente coherentes. El reforzador principal (aunque no el único), para un valor es generar propósito. No es poca cosa, y a mediano y largo plazo es crucial, pero en el corto plazo un valor está en franca desventaja frente a las metas o ideales socioculturales. Es notablemente difícil trabajar con valores en la clínica; no sólo lleva mucho trabajo identificar y elegir valores, sino que además es necesaria una buena cantidad de práctica para que los valores se conviertan en guía estable para la acción. Una vez que alcanzan un cierto grado de estabilidad los valores son una guía potente y perdurable, que puede guiar a una persona durante toda su vida –pero llegar a eso lleva mucho trabajo.

Estas diferentes formas de generar propósito no son excluyentes entre sí, y de hecho puede ser una buena idea intentar que el patrón de actividades esté bajo control múltiple: un contexto en el cual el ambiente físico, el social, las metas y valores sean organizados para ejercer un control coherente sobre el patrón conductual. Por ejemplo, podemos ayudar a una persona a identificar y establecer valores de relevancia personal y generar a continuación diversas metas coherentes con esos valores. De esta manera podemos aprovechar tanto la amplia aplicabilidad de los valores como el atractivo carácter concreto de las metas para generar un patrón de actividad funcionalmente coherente que sea a la vez flexible en sus detalles y persistente en conjunto. Si además nos ocupamos de proveer apoyo social para esas actividades y de organizar el ambiente físico de manera que las facilite y sostenga, tendremos mayores probabilidades de generar propósito en la vida de una persona.

De paso, repasen el párrafo anterior: establecer valores, definir metas, buscar apoyo social, y organizar el ambiente para que sostenga el patrón de actividades. Son los componentes básicos de toda intervención de activación conductual –no es de extrañarse que las investigaciones crecientemente la señalen como una intervención crucial para el bienestar psicológico en todo tipo de problemas psicológicos y circunstancias vitales (Fernández-Rodríguez et al., 2022; Malik et al., 2021; Stein et al., 2021).

La eficiencia del propósito

Si hasta ahora no los he espantado irremediablemente con el texto… denme una oportunidad, quizá cambien de idea. Ya que hasta aquí hemos especulado gratuitamente (por no decir hablando al pedo), podemos seguir un poco más, por aquello de hacerle una raya más al tigre. Podríamos preguntarnos por qué buscamos directa o indirectamente tener un propósito, o a la inversa, por qué suele ser tan dolorosa su ausencia. ¿Qué hace que el propósito sea algo tan importante? Hay varias respuestas a arriesgar, especulativas y erróneas, pero que sirven para pasar el rato.

Lo primero que podríamos arriesgar sería que buscamos propósito porque se siente bien, pero creo que es un error. Hay dos objeciones para ello: en primer lugar, el patrón de actividades al servicio de un propósito con frecuencia entraña malestar, por lo que si el propósito fuese sostenido por sentimientos de bienestar no se entendería que emitiésemos conductas que fuesen valiosas pero dolorosas. Pero en segundo lugar, postular que un sentimiento es causa de una conducta no es una verdadera explicación, ya que entonces debemos explicar por qué surgen los sentimientos positivos. Una explicación más consistente sería que los sentimientos positivos que acompañan al patrón de coherencia funcional es uno de sus efectos colaterales, no una causa.

Un poco más interesante sería considerar que tener un propósito es algo que cuenta con un fuerte apoyo social, por lo cual lo reforzante del propósito habría que buscarlo en las contingencias sociales. Buscaríamos propósito porque se trata de algo reforzado socialmente.

Personalmente, me gusta más esta otra idea: el propósito es eficiente. Esto es, un patrón de actividad que es funcionalmente coherente es más eficiente que uno que no lo es, requiere menos energía. Cuando diversas actividades apuntan en una misma dirección determinada de antemano se reduce la vacilación o indecisión a la hora de actuar, las diversas actividades tienen a apoyarse mutuamente, y los repertorios involucrados se vuelven más fluidos a fuerza de práctica. Por ejemplo, una persona cuyos patrones de acción en sus relaciones personales estuvieron guiados durante varios años por algo como “ser afectuosa, cooperativa, y comprensiva” no sólo vacilará menos a la hora de afrontar nuevas situaciones en esos ámbitos, sino que progresivamente se volverá más hábil en actuar de esa manera y en resolver obstáculos frecuentes. Nuevas metas y actividades serán planteadas y llevadas a cabo de acuerdo con el patrón en curso, y es probable que el ambiente social y físico de la persona vaya de a poco organizándose también de acuerdo a ese propósito, brindando un apoyo extra. En cambio, si esa persona actuase en ese ámbito de manera impulsiva (es decir, siguiendo sentimientos o juicios pasajeros), sin desplegar un patrón de actividad funcionalmente coherente), un día puede actuar de manera afectuosa, al día siguiente retirarse, al siguiente actuar agresivamente, etc. En ese caso, no sólo no desarrollará un repertorio estable en ese ámbito, sino que es probable que las consecuencias sociales de las acciones de un día interfieran con la acción del día siguiente.

Al comienzo de este texto usé como ejemplo mis propias actividades de escribir, enseñar y supervisar, y en este punto puede ser ilustrativo, ya que incluso aunque se trata de propósito en un ámbito acotado, es fácil notar que la coherencia en ese patrón termina siendo más eficiente. Los resultados de una actividad colaboran con el proceso de las otras (lo que aprendo a escribir facilita el enseñar y supervisar, y viceversa), las habilidades intelectuales que involucran se van volviendo más fluidas, y si bien el tipo de actividades y contenidos puede ir variando, la dirección general que siguen hace que tenga menos titubeos a la hora de decidir qué hacer a continuación.

Entonces, aun cuando las acciones, consideradas individualmente, puedan resultar costosas o displacenteras a corto plazo, el patrón de actividades termina siendo más eficiente a mediano y largo plazo si éstas son funcionalmente coherentes. Dicho con una analogía, seguir una dirección clara puede implicar que atravesemos de terroríficas selvas y pantanos, pero carecer de una dirección puede tenernos dando vueltas en círculo indefinidamente.

Consideraciones laterales

Si lo expuesto hasta aquí tiene algún sentido (lo cual dudo mucho), se sigue que el propósito no es una creencia, ni una emoción, un sentimiento, sino en última instancia una dimensión de la acción –más precisamente, se trata de la coherencia funcional entre patrones de acción.

Como vimos en la sección anterior, esos patrones de acción pueden estar acompañados por algunas emociones o sentimientos, pero esas experiencias privadas no son causas –y ni siquiera son necesarias para la definición. Por eso podemos hablar de propósito cuando las acciones que involucre no sean particularmente placenteras, o incluso cuando involucren malestar. Tener propósito no es sentirse de determinada manera, sino actuar de cierta manera.

Tampoco importa demasiado hacia dónde se oriente el propósito. Paradójicamente, el contenido específico de los principios, metas y valores, parece menos importante que el hecho de que las acciones se orienten en alguna direcciones. Digamos, importa menos el destino que el viaje.

Albert Camus, en El Mito de Sísifo, lo señala con bastante claridad: “Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.” Pero Camus sostiene que Sísifo encuentra sentido y alegría en ese supuesto castigo: “Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. (…) En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando. (…) Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”.

En otras palabras, no importa demasiado que la tarea vital involucre esfuerzo o dolor, ni siquiera importa cuál sea el objetivo, para que haya propósito lo que importa es que haya acciones con una dirección consistente, incluso si la dirección en sí parece absurda.

Propósito y sociedad

De lo anterior se desprende que los patrones de acción involucrados al hablar de propósito no necesitan ser social, ética, ni moralmente deseables, sino solo ser funcionalmente coherentes.  En este sentido, nuestra definición de propósito parece ser consistente con el uso cotidiano. Por eso es que podemos reconocer un propósito en un Severino Di Giovanni o en un Theodore Kaczynski (el Unabomber), incluso aunque no estemos de acuerdo con su ideología o sus métodos –lo que estamos reconociendo es la coherencia funcional de sus acciones, que sus acciones tuvieron una dirección.

Si el análisis que hemos hecho es válido, hay dos aspectos a resaltar, a saber, que los seres humanos buscamos propósito, y que el contenido de aquello que organiza el propósito (valores, metas, ideales) es en última instancia relativamente indiferente, pero determinado con el contexto. Es la comunidad socioverbal la que proporciona el vocabulario y el empuje inicial para constituir propósito en la vida de las personas. Aun si sostengo que la compasión es un valor para mí, que guía mis acciones independientemente de sus consecuencias sociales, no puedo negar que las experiencias por las cuales vino a constituirse como un valor han sido experiencias en un determinado contexto social, con ciertas prácticas verbales y una tradición cultura.

Ahora bien, si la comunidad no promueve y facilita la adopción de propósitos orientados por principios o valores prosociales, si el contexto dificulta actuar en esas direcciones, es de esperar que las personas adopten otro tipo de guías para generar propósito. Los fenómenos de exclusión y fragmentación social pueden llevar a la organización de propósitos guiados por principios contrarios a la cooperación y democracia. En otras palabras, personas que se ven excluidas de la sociedad pueden seguir buscando propósito por otros medios.

Creo que parte del diseño de la sociedad que queremos tiene que ocuparse activamente de generar un contexto en el que la adopción de propósitos prosociales sea no sólo permitida, sino socialmente alentada y protegida. Un mundo en el cual podamos hablar de lo que nos importa, en el cual podamos discutir sobre cuestiones que vayan más allá del corto plazo, de la urgencia. Un mundo en el cual podamos acordar y adoptar algunos principios que funcionen como guía no sólo para que las actividades de una persona sean funcionalmente coherentes, sino también para que las actividades de la comunidad sean funcionalmente coherentes –en otras palabras, para que vayamos todos en una misma dirección. Contar con un vocabulario claro y operativo al hablar de propósito y sentido vital puede contribuir a ello.

Cerrando

Para terminar, hagamos un breve repaso de lo expuesto. Definimos al propósito como coherencia funcional de patrones de acción, y señalamos que en tanto dimensión de la conducta, está influenciada por factores contextuales, que pueden incluir el ambiente físico, las interacciones sociales y culturales, y estímulos verbales como principios socioculturales, metas y valores personales. Mencionamos también que esos factores no son excluyentes, sino que por el contrario, hacerlos funcionar de manera coordinada puede ser la mejor manera de desarrollar y sostener propósito en la vida de una persona. Señalamos que el propósito es el patrón de actividades, mientras que esos factores forman parte de su contexto.

Si lo pensamos desde Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT), es bastante evidente cuáles son los procesos involucrados. El proceso que en ACT se denomina Contacto con Valores se refiere a la identificación de valores, como factores contextuales que pueden funcionar como guía para la acción, mientras que el proceso de Acción Comprometida consiste en construir patrones de acción funcionalmente coherentes, que tomen como guía a esos valores. Si este análisis es válido, el contenido de los valores (en tanto sean valores y no metas ni principios socioculturales) es menos importante que su fuerza, que el patrón de actividades que genera.

Por eso en varios modelos los valores (en el sentido en el que aquí los describimos) suelen sustituirse con metas generales a largo plazo: aun cuando aplican las restricciones que señalamos en secciones anteriores, si las metas a largo plazo sirven para generar acciones funcionalmente coherentes de manera sostenida, pueden resultar clínicamente útiles, aunque siempre es una buena idea intentar esclarecer los valores que subyacen a esas metas.

Hablando de eso, espero que este texto les haya resultado útil o que al menos les de un empuje para pensar y explorar un poco más estos temas. Gracias por haberme acompañado hasta acá.

Nos leemos la próxima!

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