Sobre espejos y martillos

Me gusta jugar con conceptos y palabras, como habrán podido notar si han leído algunas de las cosas que he escrito. El uso de la palabra jugar no sólo se refiere a la falta de rigor general, sino al aspecto divertido y hasta placentero de desglosar conceptos y explorar sus consecuencias, aún si ello es llevado a cabo de manera más temeraria que académica, como es costumbre aquí. Pero creo que además puede resultar útil en términos prácticos.

Esta afición no es siempre compartida. En particular en los ámbitos psicoterapéuticos, tienden a ser más requeridas las observaciones prácticas (digamos, aquellas que se refieren a cómo llevar a cabo tal o cual labor clínica), que las elucubraciones conceptuales. Digamos: me invitan más a hablar de práctica clínica que de cuestiones conceptuales, que tienden a ser vistas como un escollo a sortear lo más rápidamente posible para llegar a lo realmente deseado, que son las cuestiones prácticas.

Es algo perfectamente comprensible, hasta cierto punto. La psicología y la psicoterapia son ámbitos en donde campean las teorizaciones estériles, elucubraciones desconectadas de la práctica, distinciones conceptuales que no arrojan ninguna diferencia en la experiencia. Un resto de civilidad me impide señalar casos específicos, pero si tienen alguna familiaridad con el campo psicológico, no les llevará mucho trabajo evocar varios ejemplos de áridas disquisiciones conceptuales que en la práctica no hacen ninguna diferencia. En esos casos, el rigor teórico suele cumplir más bien una función social, de adherencia a cierto colectivo intelectual.

Frente a este panorama es esperable albergar cierto recelo a lo que se percibe como puramente teórico, pero me parece una generalización indeseable. El problema no son las teorías, sino las malas teorías. Creo, como varias personas han señalado en la historia del pensamiento, que no hay nada más práctico que una buena teoría, y hoy querría ilustrar ese punto con un ejemplo, intentando una desmañana acrobacia que vaya de lo conceptual a lo aplicado sin solución de continuidad.

Síganme los buenos.

Espejos

Probablemente estén al tanto de que la ciencia conductual contextual, que incluye ACT, RFT y otras yerbas, se sustentan en una posición filosófica denominada contextualismo funcional, que toma como nivel de análisis la acción situada y que sostiene un criterio de verdad ligado a los efectos en la experiencia.

El contextualismo funcional puede pensarse como una rama aplicada del pragmatismo americano, doctrina heterogénea que, entre sus varios postulados, se caracteriza por proponer un conjunto de rupturas con la tradición filosófica cartesiana. El contextualismo funcional, entonces, incorpora algunos de esos temas y rupturas característicos del pragmatismo y los aplica al ámbito de la psicología. Uno de esos temas, que podemos encontrar tanto en el pragmatismo como en el contextualismo funcional en particular, es el rechazo a lo que podríamos denominar representacionalismo y referencialismo, y sobre este punto me querría detener hoy.

El representacionalismo, dicho de manera muy basta, es la posición filosófica que sostiene que conocemos el mundo a través de nuestros contenidos mentales, que de alguna manera lo representan. En otras palabras, que nuestros pensamientos representan, copian, reflejan o describen la realidad.

Esta posición es tan familiar que parece hasta absurdo señalarla: parece obvio que cuando pienso en mi gata Matilda, mis pensamientos son una copia o reflejo de la Matilda material (que, de paso, es un buen nombre para una artista pop).

Por su parte, el referencialismo es una teoría sobre el lenguaje, que sostiene que el sentido de una palabra está en aquella porción de la realidad a la cual señala, su referente. Digamos, el sentido de la palabra “gato” es la especie animal que designa.

Por supuesto, hay bastante más para decir sobre ambas posiciones, pero estoy tratando de no espantar los lectores que nos quedan. Por ahora, este panorama general tendrá que ser suficiente.

Las dos teorías no son idénticas: una trata sobre la percepción y el conocimiento mientras que la otra se ocupa del lenguaje y el sentido, pero ambas resultan similares en el sentido de postular que tanto los pensamientos como las palabras son intermediarios entre nuestra actividad y el mundo: un pensamiento representa la realidad, una palabra se refiere a la realidad. La similitud entre ambas se incrementa si son abordadas desde una perspectiva conductual ya que en ambos casos estaríamos hablando de conducta verbal. Por estos motivos me permitiré tratarlas como análogas en lo que sigue.

Entonces, desde esa perspectiva, los pensamientos y palabras representan o se refieren a la realidad: al abordar una frase tal como “el gato está sobre la mesa” la consideramos como una suerte de copia o representación de un determinado estado de cosas en el mundo. Además, ambas teorías tienden a funcionar con un criterio de verdad que se define por correspondencia, es decir, un pensamiento o palabra es verdadero en tanto se corresponde con la realidad. El enunciado “el gato está sobre la mesa” es verdadero sólo si el gato está sobre la mesa, si el enunciado se corresponde con la realidad.

Ambas teorías, junto con ese criterio de verdad por correspondencia, parecen naturales, inevitables y, como las ideas que un sábado a la noche bajo la influencia del alcohol se le ocurren a uno , suelen ser adoptadas con entusiasmo. Pero, como las ideas que un sábado a la noche bajo la influencia del alcohol se le ocurren a uno, al ser examinadas más detenidametne revelan múltiples contradicciones y dificultades.

Los problemas que ambas teorías presentan han sido repetidamente denunciados desde distintas posiciones durante el siglo XX. En particular, el representacionalismo ha sido el blanco de los pragmatistas contemporáneos, encabezados por Richard Rorty en La filosofía y el espejo de la naturaleza. En la psicología, también las posiciones representacionalistas y referencialistas han sido criticadas por diversas tradiciones, aunque ninguna con la ferocidad con que lo ha hecho el conductismo radical. El conocido texto de Skinner de 1945, El análisis operacional de los términos psicológicos, es un entusiasta y denso rechazo del referencialismo en psicología, rechazo que marcaría el rumbo del conductismo radical en lo sucesivo y que formará parte central del contextualismo funcional. Y por lo general, el rechazo del representacionalismo y referencialismo suele acompañarse del rechazo al criterio de verdad por correspondencia.

Examinar los pormenores de estas idas y venidas intelectuales excede tanto a las posibilidades de este artículo como a mi paciencia, así que los dejaremos para otra ocasión (esto vendría siendo el equivalente académico a “yo te llamo en estos días”). En lugar de esto, querría centrarme en los efectos que estas posiciones tienen sobre nuestras prácticas.

Distorsiones

Muchas teorías psicológicas y prácticas psicoterapéuticas adoptan una posición representacionalista/referencialista y con un criterio de correspondencia de la verdad (abreviemos a esta posición como CRR, por comodidad y porque es divertido de pronunciar). Algunas veces esta adopción es deliberada, pero en la mayoría de los casos esta adopción es implícita. Como señalé en la sección anterior, la CRR está tan extendida que tiende a hacerse invisible.

En cualquier caso, aquí llegamos al punto que quería señalar hoy, que es que estos supuestos afectan la forma en la cual llevamos adelante la práctica clínica.

Consideren, por ejemplo, la forma en la cual una buena parte de los abordajes psicoterapéuticos tiende a considerar a los eventos internos de relevancia clínica. Por lo general, si un pensamiento no se corresponde con la realidad es abordado como falso o distorsionado. Si una emoción no se ajusta a la realidad es tratada como injustificada o errónea. No importa mucho aquí de qué manera cada teoría lo conceptualiza, lo importante es que las experiencias privadas y conductas verbales en general son abordadas en función de qué tanto reflejan la realidad. El desajuste entre pensamientos/sentimientos/palabras, por un lado, y la realidad, por otro, es tratado como algo que se debe explicar, comprender, y corregir con un poco de suerte.

Esta posición, por supuesto, es ampliamente adoptada por los pacientes también. La práctica totalidad de las personas con las que trabajo en clínica tratan a sus pensamientos como si fueran representaciones, meras copias de la realidad (nada ilustra esto de mejor manera que el innecesario pero repetido énfasis de “no es que yo lo piense, es así”).

Ahora bien, si los pensamientos son reflejos, meras imágenes de la realidad, esto es completamente comprensible: de lo que se trata es de llegar a la correcta representación de lo que efectivamente sucede, lo cual requiere comprender, explicar y eventualmente resolver todo desajuste (o, demostrar a través de acrobacias interpretativas que el desajuste no es tal sino que se trata de una forma atípica de representar la realidad).

Creo que esto explica, en parte, la dificultad que suelen tener los terapeutas para trabajar clínicamente cuando las pacientes presentan pensamientos o creencias que son “reales” en este sentido: “tengo cáncer”, “soy una persona sin amigos”, “me puedo enfermar de covid”, y otros pensamientos en los cuales no hay una distorsión ni una falsedad evidente. Al no existir un desajuste claro entre pensamientos y realidad no es fácil identificar un blanco clínico para avanzar.

Herramientas

Ahora bien, supongamos que abandonamos la posición CRR, y permítanme sugerirles una alternativa. Supongamos que, en lugar de pensar a nuestros pensamientos como imágenes o espejos, los empezamos a pensar como herramientas.

Esto es, supongamos que un pensamiento no representa nada, sino que es un instrumento para lidiar con el mundo. Digamos, la palabra “gato” no representa un gato, sino que es una herramienta simbólica para lidiar con una cierta porción de la experiencia (la porción de cuatro patas que está maullando mientras escribo).

Desde esa posición, los pensamientos no son imágenes o representaciones más o menos correctas sino herramientas que sirven para distintos trabajos. Las herramientas, valga la obviedad, no funcionan por correspondencia ni por representación. Un martillo no se corresponde ni representa a un clavo.

Esta posición es bastante más inestable, para bien y para mal. El sentido de la palabra “gato”, desde una posición CRR, es inmutable: se refiere al gato y punto. Pero desde la posición que estamos explorando, la palabra “gato” es una herramienta arbitrariamente aplicable (aunque por lo habitual no se usa arbitrariamente), para lidiar con la experiencia: me permite organizar y lidiar con ciertos aspectos de la experiencia (por ejemplo, aquellos aspectos de la experiencia que me caminan por encima a las cinco de la mañana mientras estoy durmiendo y que voy a hacer escabeche si vuelven a despertarme hoy).

Una herramienta es un instrumento para lograr algún fin en una situación determinada: su eficacia es inseparable del contexto y del fin planteado: un destornillador puede ser estupendo para lidiar con algunos tornillos y completamente ineficaz con otro. Similarmente, una herramienta puede dejar de ser útil con el cambio de condiciones, aun cuando nada se altere en ella. Si súbitamente desaparecieran del mundo todos los tornillos Phillips (los que tienen una cruz), los destornilladores Phillips dejarían de ser útiles, aun cuando estuvieran en perfecto estado.

Entonces, los pensamientos no son espejos, sino más bien martillos para lidiar con la experiencia.

Llevemos esto al ámbito clínico. Esto es, asumamos, sólo por curiosidad, a los pensamientos y creencias como instrumentos para un fin. Consideremos los pensamientos con los cuales tenemos que trabajar todos los días: evaluaciones, anticipaciones, razones. Imaginemos que una creencia como “soy un fracaso” es abordada no como una representación de la realidad, sino como una herramienta.

De una herramienta importa que sirva para la función que le queremos dar, es decir, pensar en términos de herramientas es pensar en términos aplicados, en términos objetivos. Por eso cuando, desde esta posición abordamos a los contenidos clínicamente relevantes, lo que invitamos a nuestras pacientes a explorar es qué efectos tiene usar (o en el lenguaje coloquial de ACT, comprar) esa herramienta. Si el fin último a lograr es construir una vida valiosa, una vida con sentido y propósito, ¿qué tanto esa herramienta está ayudando a cumplir con ello?

Si la herramienta se muestra ineficaz para ese fin no implica que sea falsa o distorsionada. No hay herramientas falsas, sólo herramientas que son útiles o no. Ninguna herramienta es útil para todo, ninguna herramienta es inútil del todo. Y una herramienta que empezó siendo útil para una actividad puede ser inútil para otra.

Saliendo de la analogía: a veces aprendemos a pensar algunas cosas sobre nosotros, sobre el mundo, sobre el futuro, que pueden ayudarnos a lidiar con un momento vital específico, pero que luego se convierten en un obstáculo.

Richard Rorty, el filósofo pragmático que mencioné anteriormente, decía lo siguiente sobre la tarea de la filosofía: “un filósofo es como un mecánico: es alguien que moderniza unas viejas herramientas para adaptarlas a los nuevos usos” (El pragmatismo, una versión, p.177). Esto es, tomar viejas ideas y conceptos de la filosofía para adaptarlas a los desafíos contemporáneos, a nuestros problemas éticos, políticos, sociales. Me gusta pensar que en parte, la psicoterapia tiene una función análoga: de lo que se trata es de adaptar nuestras viejas herramientas simbólicas a los nuevos desafíos que la vida nos va presentando. Por eso el trabajo nunca puede darse por terminado de manera definitiva, porque siempre hay un nuevo día, algo nuevo que afrontar.

Cerrando

Espero que el texto no haya sido demasiado arduo. Si lo fue, no se preocupen, ya termina.

El punto que quería destacar es que familiarizarnos con las bases filosóficas de las herramientas que usamos para pensar, nuestras teorías y modelos, puede darnos un poco más de sutileza, una comprensión más acabada sobre la manera en la cual nuestros repertorios simbólicos funcionan. La teoría sin práctica es inservible, pero la práctica sin teoría es jugar a la ruleta rusa con una ametralladora.

Espero que algo de esto les haya servido.

Nos leemos la próxima.