Puertas, inmersión, y defusión

Hace unos días, en la desquiciante aleatoriedad que puede ser la web, me encontré con una extensa discusión acerca de las complejidades de programar puertas en los videojuegos. Parece un tema menor, pero es sorprendentemente interesante.

Al parecer, diseñar puertas con las cuales los jugadores puedan interactuar (abrir y cerrar) de manera realista en un videojuego resulta una tarea muy difícil: los controles de videojuegos no permiten tanta precisión para lo que en la vida real hacemos de manera automática, tal como poner el cuerpo a la distancia correcta de la puerta, mover el brazo y la mano que corresponda, tomar el picaporte, empujar la puerta, etc. En un videojuego esta acción es más difícil de lo que parece: la puerta no se podría accionar si el personaje estuviese demasiado lejos, demasiado cerca, o ligeramente a un costado de la puerta.

Por este motivo los videojuegos tienden a utilizar estratagemas para lidiar con este problema sin resolverlo del todo: muchos juegos prescinden por completo de puertas, o las dejan permanentemente abiertas, se utilizan puertas que se abren automáticamente cuando el jugador se acerca lo suficiente, o que se abren sin que haya una interacción visible, entre otras soluciones.

Un programador señaló que una opción posible que mantuviera el realismo de abrir una puerta sería la de utilizar una animación preprogramada, de manera que cuando el jugador presionase el botón correspondiente al estar a la distancia correcta de una puerta, se ejecutase una mini-animación automática de unos pocos segundos, de manera que cuando el personaje se acercase a la puerta y se pulsara el botón correspondiente, se suspendería brevemente el control del personaje, se dispararía una animación en la que el personaje realizaría los movimientos para abrir la puerta sin intervención del jugador, tras lo cual se recuperaría el control del personaje y el juego seguiría normalmente. Es decir, durante esa secuencia el jugador perdería el control del personaje para que el sistema pueda encargarse de la complejidad de la acción de cruzar la puerta. El problema con esta solución, señalaba el programador, es que los jugadores tienden a notar rápidamente cuando pierden el control de su personaje, y esto es fatal para la inmersión en el juego.

La inmersión se refiere a lo que el poeta Coleridge llamó “suspensión de la incredulidad” en las obras de ficción, esto es, la utilización de recursos estéticos que ofrezcan una verosimilitud suficiente como para que la audiencia suspenda su juicio crítico ante una historia y pueda disfrutarla. Si la suspensión de la incredulidad está bien lograda, podemos disfrutar una película sobre una invasión extraterrestre sin detenernos demasiado a considerar cómo es que los alienígenas hablan un perfecto inglés contemporáneo. Si la obra está bien lograda pasamos por alto esos detalles inverosímiles.

La suspensión de la incredulidad, esta suerte de pacto entre artista y audiencia, puede romperse por diversos factores, como por ejemplo si aparece algún elemento que no respeta la lógica interna de la obra (imaginen si en El Señor de los Anillos un orco usara zapatillas), cuando suceden eventos muy incongruentes con la física cotidiana (un personaje sobreviviendo a una caída de cinco pisos sin un rasguño), cuando hay errores de continuidad, etcétera. En algunas obras, esta suspensión de la incredulidad es violada intencionalmente con fines artísticos, como por ejemplo cuando un personaje habla directamente a la cámara, o cuando en una obra teatral se utilizan recursos para lograr el distanciamiento brechtiano, para recordarle al público que está viendo una obra de teatro.

Todo muy interesante por aquí, pero quizá se estén preguntando, y con justa razón, qué demonios tiene que ver todo esto con la psicología y la psicoterapia. Ya voy.

Lo que me pareció interesante de esto tiene que ver con el tema de los sesgos cognitivos y su uso en psicoterapia. Los sesgos cognitivos se refieren a las desviaciones sistemáticas del razonamiento, como por ejemplo la tendencia a sólo admitir información que confirme lo que ya creemos y descartar la que se opone, la tendencia a aceptar descripciones de personalidad formuladas en términos genéricos (el efecto Forer), la tendencia a percibir relaciones entre eventos no relacionados, sesgos de atribución, entre una larga, larga lista. Estos sesgos y distorsiones no son meros errores o equivocaciones particulares, sino una característica de nuestros juicios e inferencias. Son normales, estadísticamente hablando. Pensamos con sesgos, y por supuesto, aparecen constantemente en psicoterapia bajo la forma de atribuciones e interpretaciones diversas.

Lo que me interesa pensar aquí es qué demonios hacer con ellos. Hay distintas formas de lidiar con los sesgos en psicoterapia. Lo más usual es señalarlos para corregirlos, esto es, ayudar a los pacientes a identificarlos para luego propiciar la emisión de juicios e inferencias que no adolezcan de esas distorsiones. Se trata en ese caso de reemplazarlos por cogniciones más “correctas”, por decirlo de alguna manera, y esto es un camino perfectamente válido y provechoso en muchos casos.

Pero hay otra forma de usarlos. Los sesgos pueden ser señalados no ya para corregirlos, sino para exhibir las inconsistencias del mundo verbalmente construido. En este abordaje no se trata tanto de encontrarlos para corregirlos, sino para señalar las grietas del mundo, recordarnos que estamos lidiando con una construcción sobre las cosas, no con las cosas.

Si puedo notar que estoy filtrando información selectivamente a favor de una idea, puedo en ese momento intentar corregir ese sesgo para tener una perspectiva más racional, pero también puede brindarme la percepción inmediata de que estoy enfrascado en una racionalización, que estoy inmerso en mis pensamientos. Y esto me brinda una opción extra: puedo seguir pensando sesgadamente, puedo intentar corregir racionalmente el sesgo, o puedo salir de la inmersión mental y llevar mi atención y mi acción a otros aspectos del contexto que en ese momento resulten relevantes. Detectar el sesgo para dejarlo estar y dedicarnos a otra cosa.

En los videojuegos, el mal diseño de puertas rompe la inmersión, rompe la suspensión de la incredulidad porque recuerda al jugador que se trata de una simulación, lo cual va en menoscabo del dramatismo al juego. Por eso se intentan corregir o disimular esos detalles, para sostener la inmersión todo lo posible. Pero en psicoterapia los errores en las puertas pueden de hecho abrirnos a la constatación de que nuestra mente no es el mundo, que las categorías y juicios que impone no son intrínsecos al mundo sino algo que hacemos con él, que cuando decimos, digamos, bueno, feo, injusto, etc., no estamos hablando de características intrínsecas de las cosas, sino de juicios emitidos sobre ellas.

Esto no impide, por supuesto, intentar corregir esos sesgos cuando sea posible. Pero en esta perspectiva el objetivo último no es pensar rectamente, sino despertar cierta incredulidad hacia lo que nuestra mente nos dice. Señalar entonces los fallos, las insuficiencias, cumple la función de susurrarnos un “no te tomes demasiado literalmente tus pensamientos”.

Una puerta puede cruzarse para entrar, pero también para salir de una ilusión.

Nos leemos la próxima.