De tanto en tanto me encuentro con colegas trabajando defusión de una forma que, a mi juicio, sin ser necesariamente incorrecta omite del proceso algo fundamental. En términos generales, se trata de abordar a la defusión como si fuera meramente un conjunto de ejercicios y técnicas para lidiar con pensamientos indeseados (es decir, pensamientos que la terapeuta preferiría que la paciente no tuviera): aparece un pensamiento que molesta, se lleva a cabo un procedimiento o técnica (digamos, repetir cien veces una palabra clave del pensamiento), el pensamiento deja de molestar, fin de la historia.
Esta puede ser una forma un tanto rudimentaria de comprender la defusión –motivo por el cual tiende a ser más frecuentemente exhibida por quienes están dando sus primeros pasos en el modelo de flexibilidad psicológica, o por quienes sólo buscan alguna técnica rápida para salir de algún atasco clínico. El problema es que así abordada, como una especie de antídoto contra pensamientos particulares indeseados, la defusión se diferencia más bien poco de una intervención de reestructuración cognitiva.
Creo que el error clave radica en pasar por alto que, ante todo, la defusión involucra una mirada característica sobre los efectos y funcionamiento del lenguaje y sus productos. Defusión, más que cualquier intervención particular, es esa mirada. Las intervenciones son meramente recursos para transmitir, explorar, y actualizar esa perspectiva, que en rigor de verdad debe encarnarse transversalmente en todas las interacciones que suceden en sesión, no solo en el momento particular en que se propone un ejercicio o metáfora. Esa perspectiva se deriva directamente de la posición pragmática respecto al lenguaje y sus productos –en cierto sentido es la traducción clínica de esa filosofía. Sin la adopción cabal de esa perspectiva, las técnicas de defusión carecen de coherencia y pueden incluso resultar inconsistentes con el resto del modelo, perdiéndose así lo mejor que la defusión tiene para ofrecerle a la tarea clínica.
Querría señalar algunas características que, a mi juicio, conforman el núcleo de esa perspectiva. La numeración no pretende ser exhaustiva: son condiciones necesarias (aunque no suficientes), que nos permiten identificar si el trabajo clínico con defusión descansa sobre buenos cimientos.
Opacidad del lenguaje
En primer lugar, la perspectiva defusionada implica imbuir en la terapia una cierta conciencia sobre el lenguaje[1], su funcionamiento y sus efectos; una conciencia de la amplitud y profundidad con la cual el lenguaje afecta todo lo que experimentamos.
Esto es necesario porque la mayor parte del tiempo el lenguaje nos resulta completamente transparente: vemos el mundo a través de interpretaciones, comparaciones y evaluaciones, como si no estuvieran allí; tratamos a las interpretaciones como si fuera hechos; reificamos conceptos y los tratamos como eventos naturales, etcétera. El pez no ve el agua en que nada, y los seres humanos no vemos el lenguaje en que estamos inmersos, no nos percatamos de que nuestro contacto con el mundo no es directo sino verbalmente mediado, al menos en parte.
Un aspecto crucial para que la defusión funcione es entonces destacar la intervención del lenguaje en la experiencia humana, señalar que “ahora vemos como por un espejo, oscuramente”, como señala la tradición bíblica. La pregunta apropiada frente a una experiencia particular no es si está afectada por el lenguaje, sino de qué manera lo está.
No basta con que el terapeuta sepa que el lenguaje es omnipresente (creo que ni siquiera hace falta señalarlo, ya un lugar común en la psicología académica), sino que es necesario disponer los medios para que esta percepción pueda ser explorada por los pacientes –como sucede con un paisaje, es preferible apreciarlo de manera directa en lugar de conocerlo a través del relato de otra persona[2].
Para esto se emplean intervenciones y recursos clínicos cuyo efecto es volver al lenguaje más opaco, más visible: registrar ocurrencias de interpretaciones, evaluaciones y comparaciones, y notar sus efectos sobre el resto de la conducta; etiquetar pensamientos para amplificar la percepción de la actividad verbal (“estoy teniendo un pensamiento que dice…”); explorar y explicitar creencias y reglas; realizar prácticas de observación de pensamientos, entre otros recursos.
Desconfianza
Otro aspecto de la perspectiva de defusión, estrechamente ligado al anterior, consiste en una suerte de persistente desconfianza hacia el lenguaje, que atraviesa todo el trabajo clínico[3]. Parafraseando la expresión popular: respetar y sospechar el lenguaje. Se trata de una actitud afín a la posición budista de sospecha hacia la mente y pensamientos.
Esto requiere tratar al lenguaje con cierta ligereza, con un grano de sal, sin tomarlo del todo en serio. La perspectiva defusionada tiende a la contemplación más que a la multiplicación de los productos del lenguaje: notamos los pensamientos más que analizar su contenido. Sabemos que eliminar el lenguaje es imposible (y por otra parte, completamente indeseable), pero intentamos minimizar sus efectos, minimizar la hipertrofia verbal al tiempo que favorecemos el contacto con el resto de la experiencia: el cuerpo, las cualidades experienciales, el momento presente.
Como observación lateral, quizá sea este el punto de mayor divergencia con las miradas psicoanalíticas: claramente compartimos el interés por el impacto del lenguaje en los fenómenos clínicos, pero nuestra forma de proceder al respecto no es sumergirnos en él y explorar significados posibles, sino movernos con distancia y con cierta reticencia, como frente a una serpiente venenosa, cuidándonos de no perder contacto con el resto de la experiencia, con los fines últimos, con lo somático –por ello el dispositivo del diván, que más bien enfatiza la palabra hablada en desmedro de lo corporal y perceptual, sería un despropósito para nuestra perspectiva. Reducir el efecto del lenguaje interpretando nos resulta similar a intentar apagar un fuego soplando: útil para una vela, contraproducente para una hoguera.
Esta perspectiva también difiere de la mirada cognitiva, que busca más bien corregir los productos del lenguaje, eliminando o rectificando irracionalidades y distorsiones: confía en que el recto pensamiento llevará a la recta acción; la mirada contextual, en cambio, carece de tal fe[4].
Un terapeuta contextual puede señalar a un paciente algún sesgo o error de pensamiento cuya corrección sea accesible, pero el grueso de las intervenciones relacionadas estará dirigido a dejar a los pensamientos tal como están, racionales o no, para en cambio centrarse en la acción. Por ejemplo, en lugar de analizar si un tema de preocupación es racional o no (cosa que bien sabemos puede ser interminable), un terapeuta contextual explorará el efecto que involucrarse con ese tema está teniendo en un momento concreto (por ejemplo, llevando a que la persona pierda contacto con una actividad importante). Si esa involucración resultase problemática, en lugar de intentar racionalizar ese pensamiento las intervenciones se dirigirán a dejarlo tal como está, irracional o sesgado, dar un paso atrás y ocuparse de la acción valiosa que estuviese disponible. Una persona que sostiene a su hijo recién nacido en sus brazos y que tiene un pensamiento como “podría dejarlo caer sin querer” puede intentar convencerse de lo contrario, o bien puede notar que es un pensamiento y sin intentar cambiarlo llevar la atención nuevamente a su hijo.
La racionalidad no basta. Trabajar con sesgos puede ser útil, claro está: detectar que un pensamiento está fuertemente sesgado puede ayudar a dejarlo ir y conectarnos con lo que el mundo tiene para ofrecer, acceder a información correctiva puede ayudar a cambiar cursos de acción, pero empeñarse en resolver todo en el pensamiento puede llevar a mayor enredo verbal y pérdida de vitalidad.
Por ello nos ocupamos de auspiciar una especie de actitud de desconfianza hacia el lenguaje, adoptando convenciones de lenguaje que señalen la arbitrariedad de sus efectos (reemplazar los “pero” por “y”, por ejemplo), realizando actividades que pongan de manifiesto la insuficiencia del lenguaje para captar aspectos cruciales de la experiencia (como por ejemplo describir la acción de ponerse de pie), invitando a tomar con escepticismo a las evaluaciones y comparaciones, en lugar de explorarlas o corregirlas, etcétera.
El futuro
Un tercer aspecto de esta perspectiva está relacionado con los criterios para establecer el sentido de los pensamientos. Cotidianamente asumimos que un enunciado es verdadero si es coherente con otros enunciados o si se corresponde con un estado de cosas anterior a su emisión. En cierto sentido, su sentido está en la correspondencia con el pasado, sea con enunciados o eventos previos. Pero la mirada pragmática añade a esto la consideración por los efectos futuros de la acción guiada por el enunciado –la máxima pragmática postula que el sentido de una proposición está en los efectos producidos por las acciones guiadas por ella.
Como escribe Dewey: “Verdadera es la idea que funciona a la hora de conducirnos a lo que se intenta decir (…) cualquier idea que nos transporte felizmente desde cualquier parte de nuestra experiencia a cualquier otra, vinculando entre sí cosas satisfactoriamente, operando de modo seguro, simplificando, ahorrando trabajo, es verdadera justamente por eso, verdadera en esa medida”.
Digamos, incluso un enunciado simple como “el agua moja” puede verse como válido de dos maneras diferentes: como un enunciado sustentado en el pasado, en un estado de cosas anterior, o como una suerte de promesa –que si pongo un pañuelo en el agua se mojará. La mirada defusionada adopta esta segunda posición y se pregunta, para cualquier enunciado, no si se corresponde con otros pensamientos o estado de cosas previo, es decir, no si refleja el mundo, sino cuáles son los efectos de actuar siguiendo ese pensamiento. No basta con “tener razón”, en el sentido de describir adecuadamente el mundo pasado, sino que es necesario considerar si actuar de acuerdo a ese enunciado será la mejor manera de llegar al mundo futuro deseado.
Quizá sirva un ejemplo: la validez de una creencia como “soy un mal psicólogo” puede considerarse en función de experiencias pasadas (a cuántas personas se ha ayudado y en qué medida), o indagando sus relaciones con otras creencias previas (por qué se piensa eso, qué relación tiene con otras creencias y pensamientos, etc.). Desde esa perspectiva que ese pensamiento sea verdadero o no depende de lo que ha sucedido. La mirada pragmática no desdeña esa perspectiva (es, después de todo una mirada histórica y contextualizante), pero, considerando que toda creencia es un producto de lenguaje (y por tanto algo de lo cual desconfiar en principio), le añade una dimensión que podría aplicarse más o menos así “si fueras a actuar siguiendo ese pensamiento, ¿te llevaría a un mundo en el cual querrías vivir?”. Es decir, explora los efectos que podríamos esperar si la acción se guiase por ese pensamiento. Todo pensamiento, todo enunciado, se considera en relación con una acción (o un patrón de acción) y sus efectos en el mundo y los valores personales deseados, en lugar de sólo considerar si es válido en función de condiciones previas.
En otras palabras, la mirada pragmática juzga a los enunciados no por sus fuentes, sino por las consecuencias que tienen para las acciones guiadas por ellos. La pregunta no es “¿qué tan racional es ese pensamiento?”, sino más bien “si fueras a guiarte por ese pensamiento, ¿qué consecuencias traería a tu vida?”
Cerrando
Como mencioné al inicio, estos puntos abarcan solo algunos aspectos de la mirada defusionada en la clínica. Otros procesos de flexibilidad psicológica pueden trabajarse de manera discreta: una sesión puede omitir el trabajo con aceptación, con momento presente o con valores, pero la fusión y defusión son ineludibles. A cada paso del trabajo clínico empleamos el lenguaje, por lo cual puede resultar engañoso considerar a la defusión como algo que pueda implementarse con algunas técnicas o intervenciones aisladas. Si a lo largo de la terapia, durante horas y horas de trabajo, nuestra actitud general hacia el lenguaje y sus productos es fusionada e inconsistente con los aspectos de la perspectiva pragmática que acabamos de bosquejar, de poco servirá implementar un par de ejercicios para reducir el impacto de pensamientos. Tratar de contrarrestar decenas de horas de fusión con veinte minutos de un ejercicio de defusión es como atajar la lluvia con las manos.
Es preferible, en cambio, infundir en todo nuestro trabajo clínico y de manera transversal esta perspectiva, de manera que los ejercicios e intervenciones sean un énfasis de algo que se despliega en todo el tratamiento, en lugar de una intrusión acotada e inusual. Los ejercicios de defusión deberían de sentirse como una extensión natural del resto de las interacciones terapéuticas, parte integrada de una mirada coherente que atraviesa y estructura toda la tarea clínica.
Nos leemos la próxima.
Notas
[1] Más técnicamente: la conducta verbal y sus productos.
[2] En la película The Matrix, si bien todos los personajes principales saben que están lidiando con una simulación, el primer indicio de que el protagonista ha trascendido su condición humana es que se vuelve capaz de ver el código de que está hecha la Matrix y él mismo.
[3] Se trata de los ecos clínicos del nominalismo típico de ciertos pragmatismos, según el cual los conceptos son meramente etiquetas útiles.
[4] Siguiendo con la analogía con The Matrix, la mirada cognitiva sería el equivalente a intentar corregir la Matrix, mientras que la mirada defusionada consistiría en darse cuenta de que es una simulación. Una está dentro del sistema, la otra intenta despegarse del mismo en algún grado.