Hace unos días, leyendo Tiempo de Revuelta de Donatella Di Cesare (Siglo XXI España, 2021), me encontré con un análisis del concepto de resistencia. La resistencia denomina a la acción colectiva que se opone a un poder que es superior en recursos, pero sin llegar al enfrentamiento abierto de la guerra o la guerrilla ni la exhibición pública de la revolución (piensen en la resistencia francesa de la Segunda Guerra Mundial). Di Cesare lo describe así:
Quien resiste no se rinde, no se entrega. Al contrario, responde, se defiende. Por esta razón la resistencia es sucesiva, posterior, pero no por ello subordinada. Las relaciones de poder son asimétricas, las condiciones desfavorables. Los adversarios son irresistiblemente más fuertes; la historia parece estar de su lado. A la resistencia están llamados quienes, estando a punto de sucumbir, no permiten que la debilidad acabe reducida a impotencia, que la derrota temporal se traduzca en rendición, que el destino temporal se lea como profecía de un destino.
Se baja la mirada, pero la nuca no se hunde. De hecho, de hecho el resistente se vuelve más alerta, casi sospechoso. No desiste, no se resigna. Dice “¡Ya basta!”. No lo proclama triunfalmente, sino en voz baja. Sin embargo esa llamada es clara. La resistencia es un punto de partida inamovible.
La resistencia es un movimiento que no tiene la verticalidad del levantamiento, ni el semblante abierto de la rebelión, sino la latencia generalizada y anónima de la clandestinidad. El resistente es un prófugo que habita en el subsuelo, donde se socava el edificio dominante, donde se prepara toda subversión. Se sustenta en la paciencia tenaz, la energía subterránea, la tenaz vigilia de una esperanza que no se rinde.
La resistencia es una táctica oblicua, transversal, avanza por los laterales, trabaja en los flancos. El resistente no se enfrenta al enemigo para infligirle una derrota; más bien se defiende del oponente para empujarle a acabar soltando la presa. Le desarma con sus propias armas, trastoca sus reglas, le desplaza, le desorienta. Intenta así, una y otra vez, recuperar espacio y tiempo para reorganizarse. No quiere la victoria más que como liberación.
En ese trabajo de filigrana de la resistencia, queda claro que es posible otro mundo. En este sentido la resistencia trasciende la mera indignación, el simple rechazo; tiene un corazón desobediente, preludio de la revuelta.
Di Cesare se refiere a la resistencia en sus connotaciones políticas y sociales, pero creo que describe a la perfección lo que es una buena parte del trabajo de la psicoterapia.
En terapia, paciente y terapeuta trabajan siempre en situación de desventaja. El enemigo es formidable: decenas de miles de horas de aprendizaje, mandatos y expectativas sociales, las circunstancias actuales. Consideren, por ejemplo, alguien lidiando con algún tipo de desorden alimentario: participa allí una asfixiante presión social, instanciada en cientos de pequeñas interacciones con otras personas (“se te ve más delgado, qué bueno!”, “estás más gordo, no?”, “tendrías que ir al gimnasio”), en publicidades que proponen cuerpos imposibles, en mensajes velados o explícitos transmitidos en medios y redes. Participa allí una historia personal de años de estas interacciones, años de incluso la propia persona haciéndose eco de esos mandatos.
Frente a esto, la terapia es David frente a Goliat. Con sólo una o dos horas por semana, sin tener el acceso ni el poder para cambiar esas circunstancias, se enfrenta a ese formidable sistema, no para lograr una victoria: “No quiere la victoria más que como liberación”. Liberación de la persona subyugada por su historia, por las palabras heredadas, por las condiciones presentes que perpetúan ese dominio, que la reducen a un sufrimiento que parece inescapable.
La terapia asume el trabajo subterráneo de la resistencia, socavando lo que parece inconmovible. Cada palabra, cada silencio, cada pregunta, cada intervención, forman parte de una estrategia de zapa contra un enemigo que no puede ser enfrentado abiertamente. No se despliegan solamente técnicas, sino que se despliega una estrategia de resistencia que hace foco en múltiples puntos de conflicto, que los gasta, los desgasta, los cuestiona y debilita. Una estrategia que abre posibilidades pero no determina una dirección, que intenta permitir un mundo más libre para ser moldeado por la propia persona.
Cada movimiento clínico se dirige a hacer tambalear ese edificio, ofreciendo alternativas a cada uno de sus pilares: “el dolor no es el enemigo, a pesar de lo que te digan; no confíes en los pensamientos y mandatos que has recibido, aunque suenen con tu voz; ocupate de la vida que se te presenta inmediatamente enfrente; no es obligatorio vivir la vida como te han dicho que deberías, buscá en tu historia lo que te ha hecho florecer y guiate por ello, aunque duela, aunque tengas miedo. La lucha es tuya, pero voy a estar a tu lado a cada paso.”
La terapia eventualmente deviene en derrota, y esa es una verdad amarga. Cualquier victoria es ajena y muchas veces transitoria. De una u otra manera, el enemigo insiste por mil caminos, y lo que hemos ayudado a liberar puede ser ocupado por las mismas fuerzas desplazadas. Incluso cuando hacemos un buen trabajo, otras ofensivas pueden venir a reemplazar las derrotadas. La resistencia nunca obtiene victorias completas, pero es inconmovible. Terapia es todo aquello que se opone a lo que nos aprisiona, nos limita, nos asfixia, nos cerca, nos paraliza con formidable fuerza. Por eso la terapia no es algo que suceda sólo dentro de un consultorio, es la posición que adoptamos contra aquello del mundo que es hostil y asfixiante. La terapia es una de las formas de la resistencia.
En esos casos recordamos que no buscamos una victoria definitiva y permanente, buscamos más bien una liberación, rechazando que “la debilidad acabe reducida a impotencia, que la derrota temporal se traduzca en rendición, que el destino temporal se lea como profecía de un destino”. Hace unas semanas, un amigo me recordó la historia del niño y las estrellas de mar: un niño pequeño corría por la playa, tomando las estrellas de mar, que habían quedado varadas en la arena, condenadas a una muerte segura, y devolviéndolas al mar. Un hombre pasa por allí, lo ve, y le dice que su esfuerzo no tiene sentido, que hay miles de estrellas varadas en la arena en la playa y que no hay manera de salvarlas a todas. Ese esfuerzo no importa. El niño abre su mano para mostrarle una estrella de mar que acaba de recoger, la lanza al mar y responde “a ese estrella sí que le importa”.
No podemos ganarle al mar, pero podemos resistir, terca, subterránea y ferozmente.