La guerra interminable

Hace unos días llegó a mis manos El crepúsculo del mundo, la primera novela del cineasta Werner Herzog, publicada el año pasado. Tan pronto como llegó se fue inmediatamente al principio de mi lista de lectura. La novela me resultaba atractiva por partida doble: por un lado, soy un ferviente admirador del trabajo de Herzog como cineasta, y por otro, el libro se basa en una historia real que conocí por primera vez hace varios años y que desde entonces he encontrado fascinante.

Se trata de la historia de Hiroo Onoda, el último soldado japonés en rendirse tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Onoda, un oficial de inteligencia del ejército japonés, fue asignado en diciembre de 1944 a la pequeña isla de Lubang en Filipinas, un par de meses antes de que el ejército japonés la evacuara y que fuera tomada por el ejército filipino en febrero de 1945. Herzog conoció a Onoda en 1997, en una ocasión en que viajó a Japón para dirigir una ópera. Allí rechazó una invitación de reunirse con el emperador de Japón, y solicitó en cambio conocer a Onoda. Ambos hombres se reunieron en varias ocasiones, durante las cuales Herzog conoció las piezas de la increíble historia que llevaría luego a su novela.

Las órdenes que Onoda recibió antes de la evacuación de la isla, como las refiere Herzog, fueron las siguientes:

“Tan pronto como nuestras tropas se hayan retirado de Lubang, su misión será conservar la isla hasta que regrese el ejército imperial. Defenderá este territorio con tácticas de guerrilla, cueste lo que cueste. Tendrá que tomar todas las decisiones por sí solo. No recibirá órdenes de nadie, así que todo depende de usted. A partir de ahora no habrá más reglas que las suyas propias. (…) Solo habrá una regla: no se le permite morir por su propia mano.”

Onoda siguió las órdenes recibidas… durante 29 años. Junto a otros tres soldados japoneses resistió todo ese tiempo en la selva de Lubang, realizando ataques esporádicos a la población local con fines más intimidatorios que bélicos (aunque se cargaron a varios soldados filipinos y lugareños con el correr de los años). Uno de sus compañeros se rindió al ejército filipino en 1950 y los otros dos murieron en la isla, abatidos por la policía local que durante años intentó capturarlos. Durante todos esos años Onoda eludió la captura y sobrevivió en total a ciento once emboscadas.

En varias ocasiones se realizaron intentos de convencer a Onoda y sus compañeros de rendirse. Se arrojaron desde aviones miles de panfletos en los que se anunciaba el fin de la guerra y se daba la orden de rendirse a todos los soldados japoneses; se colocaron altavoces cerca de la selva que reproducían un mensaje grabado en el que se les aseguraba que la guerra había terminado y se les prometía un buen trato si se rendía; incluso se llevó a la selva al hermano de uno de los soldados que estaban con Onoda, que con un megáfono intentó convencer a los soldados ocultos de que se rindieran. En cada ocasión, Onoda sospechó que se trataba de un trampa, de un engaño concebido por el enemigo para que abandonara su misión.

En 1974, cuando se sospechaba que Onoda había muerto, Norio Susuki, un estudiante japonés fue a buscarlo por cuenta propia. Susuki estaba viajando por el mundo, buscando encontrar a Onoda, un panda, y el Yeti, en ese orden. Acampó en la selva de Lubang, en una carpa coronada por una bandera japonesa. Oculto en la selva Onoda vio la bandera y los rasgos de su compatriota, se acercó, y por primera vez en tres décadas mantuvo un diálogo con una persona del mundo exterior, que le informó que la guerra se había terminado y que podía rendirse honorablemente. Aún así, no fue suficiente para convencerlo. Onoda volvió a la selva y Susuki volvió a Japón. Recibidas las noticias, las autoridades localizaron y enviaron a Lubang al antiguo oficial superior de Onoda. Allí, en la misma selva en la cual había sobrevivido desde 1945, Onoda fue formalmente relevado de su misión el 9 de marzo de 1974.

***

Hay muchas formas de leer una historia, especialmente una tan extraordinaria. Personalmente, querría detenerme en un aspecto de ella que se relaciona con algo que aparece regularmente en la tarea clínica.

La orden de Onoda puede destilarse en lo siguiente: persistir evitando. Onoda no tenía realmente otras órdenes; no hubo acciones de sabotaje ni ataques militares organizados, más allá de algunas escaramuzas menores con soldados y policía local.

Esa orden fue su perdición. Esa orden que le indicaba esconderse, evitar, persistir, a como diere lugar, a la espera de una salvación que vendría algún día cuando el Japón finalmente retomara la isla. Esa orden de evitar impidió que Onoda se enterase de que las cosas habían cambiado. Los retazos del mundo exterior con los que tomó contacto (los panfletos y mensajes), le resultaron insuficientes y sospechosos –demasiado buenos para ser verdaderos.

El calvario de Onoda no se puede atribuir tampoco a estupidez. Onoda era un hombre muy inteligente e inventivo –como demuestra el hecho de que se las arregló para sobrevivir sin recursos tres décadas en la selva. Si no lo hubiese sido, quizá hubiese sido capturado y su guerra se hubiese terminado mucho antes. Pero no. Era una persona hábil y determinada, con una misión clara. Pero sus órdenes estipulaban evitar el contacto con aquellas experiencias que podrían hacerle saber que la guerra había terminado.

Salvando las distancias, a lo largo de mi trabajo clínico me he encontrado en numerosas ocasiones con pacientes en una situación similar a la de Onoda. Personas que han sido convencidas de que tienen que evitar algo, por lo cual pasan años y décadas de una lucha desesperada. “No debo dejar que otras personas vean esto de mí”, se convierte en la orden que determina un esfuerzo de décadas durante las cuales ciertos rasgos personales presumiblemente abominables son mantenidos bajo control, remediados, subsanados, u ocultos de alguna manera. Supuestos defectos, fallas, inadecuaciones, con los que se libra una guerra constante. Y, al igual que en la historia de Onoda, esa guerra se vuelve innecesaria, si es que no lo ha sido desde el principio.

Pero esa es la paradoja de la evitación: Onoda hubiese debido salir de la selva para enterarse de que ya no era necesario que permaneciera en ella. Eso es lo que hace que la evitación sea tan persistente: la persona debería ir más allá de su evitación para enterarse de que no es necesaria, que no vale la pena.

Una última observación. Onoda no salió de su selva hasta que fue a buscarlo alguien gentil y paciente que, sin presionarlo, sin intentar directamente convencerlo, le llevó las noticias del mundo que aún lo estaba esperando y lo invitó a salir. Ojalá podamos cumplir ese papel con quienes cotidianamente se encuentran innecesariamente en el seno de una guerra interminable.

Nos leemos la próxima.