Hablando de lo inaccesible, y algunas consideraciones sobre exposición y aceptación

Sobre la forma en la cual el conductismo radical (o el contextualismo funcional, si prefieren) aborda conceptualmente los sentimientos y emociones se pueden decir muchas cosas, pero no que sea fácil de captar y transmitir. Parece que nunca nos toca un tema fácil con el conductismo, pero en este caso no se trata de una complicación inútil, sino una que se deriva de la complejidad del tema en cuestión –digamos, en psicología no existe lo simple sino lo simplificado.

Ahora bien, creo que glosar esa conceptualización puede ayudarnos a entender qué involucran las respuestas emocionales, y en particular, nos puede ayudar a comprender mejor la diferencia entre los procedimientos clínicos de exposición y aceptación y algunas de sus particularidades. O al menos eso sospecho. Veamos qué tal nos sale.

Inside out y viceversa

A contrapelo de lo que suele vociferarse en claustros universitarios y fiestas electrónicas, el conductismo ha sostenido desde siempre la existencia y relevancia de experiencias internas, estímulos subjetivos que sólo la propia persona puede registrar. Skinner lo señaló en 1945:

“La respuesta ‘me duele la muela’ está parcialmente bajo control de una situación a la cual sólo el hablante es capaz de reaccionar, ya que nadie más puede establecer la conexión requerida con el diente en cuestión. No hay nada misterioso ni metafísico en esto; es simplemente un hecho que cada hablante posee un pequeño pero importante mundo privado de estímulos. Hasta donde sabemos, las respuestas a ese mundo son como las respuestas a eventos externos” (Skinner, 1945/1984, p. 548)

…en 1953:

“Cuando decimos que la conducta es función del ambiente, el término ‘ambiente’ se refiere a cualquier hecho del universo capaz de afectar al organismo. Pero el universo también se encuentra dentro del propio organismo. Por tanto, algunas variables independientes pueden estar relacionadas con la conducta de una manera exclusiva. […] Los hechos que acontecen en el curso de un estado de excitación emocional o en estados de privación son frecuentemente, y por esta misma razón, singulares; en este sentido, nuestros alegrías, penas, amores y odios son exclusivamente nuestros. En otras palabras, una pequeña parte del universo es privada para el individuo” (Skinner, 1953/2022)

…de nuevo en 1957:

“Una parte pequeña pero importante del universo está encerrada dentro de la piel de cada individuo y, hasta donde sabemos, es accesible únicamente para él. Esto no conlleva que este mundo privado esté hecho de algún material distinto que sea de cualquier manera diferente del mundo fuera de la piel o dentro de la piel de otro individuo” (Skinner, 1957, p. 130)

…en 1974:

“Una pequeña parte del universo está contenida dentro de la piel de cada uno de nosotros. No hay razón alguna por la cual debería tener un estatus físico especial por encontrarse dentro de esos límites, y eventualmente la anatomía y fisiología deberían brindarnos una explicación completa del mismo. […] Lo sentimos y en cierto sentido lo observamos, y parecería necio ignorar esta fuente de información meramente porque sólo una persona puede hacer contacto con un mundo interno.”(Skinner, 1974, p. 24)

Podría citar otros ejemplos, pero con éstos bastará por ahora. Se trata del mismo argumento (la redacción es casi idéntica, de hecho), reiterado en distintas publicaciones a lo largo de décadas. Reformulado en términos un poco más coloquiales: la subjetividad, en el sentido de la existencia de un mundo de experiencias privadas que afectan de una manera especial al individuo, ha sido siempre un tema de sumo interés para el conductismo.

Ahora bien, lo que el conductismo emperradamente se ha negado a hacer es otorgarles un estatus especial, diferente al resto del mundo en su impacto sobre la conducta. En particular, ha negado que estos estímulos tengan una potencia causal especial. Afirmar que un determinado sentimiento causa una o varias conductas, es como afirmar que el sonido de una notificación del teléfono es la causa de que yo lo encienda y la revise. Suponer eso pasa por alto que para que yo revise el teléfono al escuchar el sonido de la notificación es necesario que haya pasado por una cierta historia de aprendizaje y la presencia de un cierto ambiente actual. Esa es la razón por la cual si suena una notificación mientras estoy trabajando con una paciente, por ejemplo, no voy a revisar el celular. Si el sonido de la notificación fuera una causa (así como el relámpago causa el trueno), debería de revisar el teléfono cada vez que suena, cosa que no sucede. En lugar de eso, el efecto conductual de esa notificación está siempre contextualmente determinado: en algunas situaciones cuando suena una notificación reviso el celular, en otras lo ignoro, en otras lo apago, etc.

Entonces, la función de los estímulos de ese mundo privado depende, en última instancia, del contexto, lo cual incluye tanto el ambiente actual como la historia de aprendizaje particular con esos estímulos. Esta afirmación, por supuesto, es válida tanto para el mundo de los estímulos públicamente observables como para el mundo de los estímulos privados, de allí el énfasis de Skinner en señalar que aplican los mismos principios conductuales.

Citando a DeGrandpre y colaboradores(1992, p. 9): “El conductismo radical postula que los eventos interoceptivos (privados) pueden conceptualizarse de la misma manera que los eventos exteroceptivos (públicos). (…) Como respuestas, pueden ser reforzadas y castigadas; como estímulos discriminativos (Sd), pueden establecer la ocasión para respuestas que pueden ser públicas o privadas.”

Pero aquí es donde llegamos a un punto del cual casi ninguna otra tradición se ha ocupado: ¿cómo demonios es que un estímulo privado adquiere sus funciones? Especialmente: ¿cómo es que aprendemos a hablar y actuar sobre ese mundo privado?

Colores en la oscuridad

Lo que sigue es una cuestión extremadamente ardua de entender, así que pongan algo de voluntad porque si van a depender sólo de mi destreza explicativa estamos en el horno.

Intentemos el camino platónico y usemos una alegoría. Supongamos que descienden a una caverna. Allí se encuentran con un grupo de personas que han pasado toda su vida en una completa oscuridad. Supongamos que ustedes intentan contarles sobre los diferentes colores, experiencia que estas personas nunca han tenido, y se encuentran con la siguiente dificultad: ¿cómo explicarles qué es el rojo y cómo se diferencia, por ejemplo, del verde?

Para personas que han vivido siempre en completa oscuridad, los colores serían estímulos irrelevantes e imposibles de distinguir. Aun cuando ustedes les enseñaran los nombres de los colores, sería imposible que aprendieran a usarlos de manera útil (por ejemplo, para saber cuándo deben cruzar un semáforo o saber cuándo un tomate está maduro) sin vincularlos a estímulos públicamente accesibles, es decir, sin relacionar a las palabras con objetos de los correspondientes colores.

Esta es la cuestión: en esa alegoría, a fines prácticos, los colores para ustedes serían, a fines prácticos estímulos privados, estímulos que sólo ustedes han percibido. Es una inaccesibilidad relativa, ya que es posible disiparla sacando a las personas de la caverna, pero mientras eso no suceda, se comportan como estímulos privados de los cuales no pueden hablar significativamente con las personas en la caverna.

Ahora bien, en lo que a estímulos internos se refiere, todos estamos atrapados irremediablemente y para siempre en la caverna. Consideren por un instante el hecho de que nunca hemos visto los sentimientos de miedo, culpa, vergüenza, etcétera, de otras personas. No sabemos cómo suena el monólogo mental de los demás, ni qué experimentan cuando dicen tener miedo, hambre, desesperanza o frustración. Los estímulos internos son usualmente privados, sin que esto impliquen que sean mentales o intangibles de alguna manera –están hechos de lo mismo que el resto del universo.

Lo que está en juego aquí no es que los estímulos privados sean de una naturaleza distinta, sino que su inaccesibilidad (el hecho de que nadie más que la propia persona puede percibirlos) determina una cierta relación entre esos estímulos y la comunidad verbal. ¿Cómo aprender a nombrarlos y distinguirlos?

Recordemos que para el conductismo el lenguaje (o conducta verbal), es una actividad ineludiblemente social. Skinner la definió como conducta que es reforzada por mediación de otras personas y aunque más recientemente, desarrollos como RFT (Hayes et al., 2001), han propuesto diferentes procesos conductuales para su funcionamiento, persiste aún la intelección fundamental que el lenguaje es ante todo una práctica social. Es ante todo una forma de influenciarnos mutuamente, una suerte de herramienta privilegiada de cooperación (Hayes & Sanford, 2014). Dicho de otro modo: hay un vínculo estrecho entre la comunidad verbal (la sociedad de hablantes de un mismo idioma), la conducta verbal de una persona, y la función de los estímulos, sean estos públicos o privados. La sociedad y el lenguaje alteran la función de los estímulos del mundo, señalándolos y entrenando por diferentes vías las formas apropiadas de responder a ellos.

Hablando de lo inaccesible

El meollo del asunto es entonces cómo la sociedad puede entrenar respuestas (verbales y de otro tipo), frente a estímulos a los cuales no puede acceder, y cómo esto determina qué podemos saber y hacer con esos estímulos.

Con los estímulos públicamente accesibles, la forma en la cual la sociedad entrena conductas verbales es relativamente directa: se refuerzan las respuestas correctas y se extinguen o castigan las incorrectas, según las prácticas verbales vigentes. En otras palabras, otras personas responden positivamente cuando decimos “perro” en presencia de un perro, pero no así si digo “gato” en presencia de un perro. Por supuesto, no es necesario que el estímulo sea un objeto o animal, lo mismo aplica a las respuestas emitidas frente a estímulos verbales: decimos “polo” al escuchar “marco”, por ejemplo. Identificar a un estímulo determina formas diferenciales de responder a él. Digamos, si estamos dando un paseo por un bosque no será lo mismo si identificamos a un estímulo que está a cierta distancia como “perro” que como “lobo”. En el primer caso quizá nos acerquemos, en el segundo quizá huyamos.

La comunidad verbal entrena así un repertorio verbal cada vez más refinado y bajo control más sutil y preciso. Aprendemos así, por ejemplo, a distinguir el uso correcto de “turquesa” y “cobalto”, o de “reforzamiento” y “castigo”, u otros términos, porque la comunidad sanciona el uso apropiado frente a cada caso. Se trata de prácticas arbitrarias en última instancia, cada comunidad verbal desarrolla espontáneamente sus propias prácticas lingüísticas de acuerdo a sus necesidades, que pueden no coincidir con las de otras comunidades, por eso los diferentes idiomas no son mera sustitución de palabras, sino que destacan aspectos diferentes de los estímulos (por ejemplo, noten el diferente énfasis de “fósforos” y “cerillas”, a pesar de que se refieren al mismo estímulo).

Pero como señalé antes, esto no se puede hacer con los estímulos privados, porque la comunidad no puede verificar que estemos emitiendo la respuesta correcta. No cabe duda que esa información es importante, porque permite un cierto grado de predicción de la conducta (una persona con miedo tiende a actuar de maneras diferentes que una persona enojada). Skinner (1989, p. 18) explica por qué esto es importante:

Las contingencias verbales de reforzamiento explican por qué informamos lo que sentimos o lo que introspectivamente observamos: La cultura verbal que ordena tales contingencias no habría evolucionado si no hubiera sido útil. Las condiciones corporales no son causas del comportamiento, pero son efectos colaterales de las causas. Las respuestas de las personas a las preguntas sobre cómo se sienten o qué piensan a menudo nos dicen algo sobre lo que les ha sucedido o lo que han hecho. Podemos entenderlos mejor y es más probable que anticipemos lo que harán. Las palabras que usan son parte de un lenguaje vivo que los psicólogos cognitivos y los analistas del comportamiento pueden usar sin vergüenza en su vida diaria.

Para la comunidad es importante saber sobre el mundo privado de sus integrantes, pero la cuestión es cómo entrenar un repertorio verbal (digamos, un vocabulario) adecuado sin acceder a su mundo privado. Resulta similar a intentar enseñarle los nombres de los colores a una persona sin saber qué es lo que la persona está viendo en cada caso. Es el problema de la accesibilidad de los estímulos.

La forma en la cual la comunidad verbal soluciona esta dificultad es por vía indirecta. Se guía por indicios públicos para, más o menos, entrenar el repertorio verbal adecuado. Es decir, se observan los aspectos públicos que pueden acompañar a los estímulos privados para así aproximadamente discernir la respuesta a entrenar.

Skinner (1974), señala tres vías posibles para esto. En primer lugar, es posible guiarse por los estímulos públicos que acompañan a los privados. Por ejemplo, si veo a una persona recibir un pelotazo en la ingle, podemos decir “se está muriendo de dolor”, aunque no tengamos acceso a la sensación en sí. Este es particularmente el caso con estímulos que son al mismo tiempo públicos y privados, como con una herida abierta. Con el tiempo y varias instancias de entrenamiento, el estímulo privado puede ser suficiente para emitir la respuesta “siento dolor”, con todas las respuestas asociadas que eso puede implicar en ese entorno social (buscar analgésicos, consultar a un médico, consumir alcohol, etc.). El término “pánico” es un buen ejemplo de esto: originalmente designaba al terror generado por los gritos del dios Pan, y de allí pasó a designar las respuestas privadas ocasionadas por tales gritos.

Otra vía posible es guiarse por las respuestas colaterales públicas. Cuando en mi niñez, mi madre decía “estás muerto de hambre” al verme engullir ravioles como si no hubiera un mañana, no estaba observando mi estado interno, sino que lo estaba infiriendo a partir de mi conducta observable. Lo mismo sucede cuando inferimos que alguien que está llorando está bajo el efecto de algún sentimiento doloroso: no presenciamos la estimulación sino que la inferimos.

Una tercera vía es utilizar términos adquiridos en relación con estímulos públicos, pero aplicados metafóricamente a eventos privados. Este es el caso de términos como “depresión” y “bajón” (sentirse “para abajo”), o términos como “tensión” o “ansiedad” (que viene de “estrechar”). Con el tiempo, las raíces metafóricas de esos términos tienden a perderse y la comunidad reifica (es decir, convierte en una cosa) a lo que era solamente una metáfora: pasamos así de “siento una sensación de opresión o estrechamiento” a “siento ansiedad”. De hecho, seguimos utilizamos el mismo recurso: decimos, por ejemplo, “siento mariposas en la panza”, utilizando un evento público para señalar metafóricamente un evento privado. Skinner señala particularmente que “casi todos los términos descriptivos de emoción que no implican una referencia directa a las condiciones incitantes fueron originalmente metáforas” (1974, p.28).

Dicho de manera esquemática, los términos que se refieren a estímulos privados primero se aprenden mediante alguna conexión con estímulos públicos (por alguna o varias de las vías que acabamos de revisar). Con la acumulación de instancias similares, la emisión de los términos pasa a ser parcialmente controlada por los estímulos privados que los acompañan.

Sería aproximadamente algo así: a través de los aspectos públicos de una o varias situaciones la comunidad verbal me entrena a identificar como “miedo” a situaciones con ciertas características (por ejemplo, al verme huir de un perro o al despertar de una pesadilla). Aprendo así a qué situaciones públicamente observables corresponde llamar “miedo”, los efectos que ese término tiene en otras personas, y sus connotaciones socioculturales particulares (por ejemplo, si hay reglas y prácticas que establecen que se trata de algo malo, bueno, normal, indeseable, etc.).

Ahora bien, cada una de estas ocasiones suele estar acompañada de un espectro variable de estímulos privados (taquicardia, falta de aire, cambios en la presión arterial, etc.) que son generados por los estímulos públicos. Esos estímulos no son siempre los mismos, ni se presentan de la misma manera cada vez –la configuración de la estimulación interna varía en cada instancia (puede ser taquicardia intensa con falta de aire; falta de aire sin taquicardia; descenso de presión, etc.), pero de una manera u otra suele acompañar a las situaciones públicas a las que aprendí a llamar “miedo”.

Con el tiempo, esos estímulos pueden comenzar a controlar la respuesta “miedo”, de manera que frente a algún estímulo privado particular, digamos, taquicardia, puedo decir “tengo miedo”, aun cuando no haya ningún estímulo externo típicamente asociado al miedo. Es decir, aprendo a identificar como miedo también a cierta configuración variable de experiencias privadas.

Citando al siempre esclarecedor Moore (2001): “la conducta verbal puede originarse bajo el control de circunstancias públicas y luego el control puede transferirse a estímulos privados, de modo que, en instancias específicas, la conducta verbal en cuestión puede llegar a ser ocasionada por estímulos privados.” De esta manera, los estímulos internos pueden adquirir control del estímulo sobre las respuestas “aparentemente de la misma manera que los estímulos exteroceptivos” (DeGrandpre et al., 1992, p. 16).

La metáfora interior

Hay dos aspectos de esto que querría destacar. En primer lugar, debido a las características del proceso, la identificación de las experiencias internas es fatalmente imprecisa. Por eso señalé que la comunidad verbal se guía por aproximaciones, no por distinciones precisas.

El argumento que acabo de presentar señala que las condiciones a las cuales una persona llama “miedo” pueden variar notablemente cada vez, y lo mismo aplica a todos los términos que se refieren a experiencias internas. Decir “tengo miedo” puede estar controlado solo por aspectos públicamente observables, solo por estímulos privados, o por una combinación variable de ambos. Usando un ejemplo algo remanido, noten cuándo dicen tener hambre: puede ser al sentir punzadas en el estómago después de no comer durante muchas horas, o cuando se observan comiendo vorazmente, o al sentirse con poca energía, pero también al pasar frente a la vidriera de una pastelería, para lograr un aumento de sueldo, o para representar un personaje en teatro (véase Skinner, 1957b, p. 135).

Esto explicaría por qué ni la fisiología ni las neurociencias han podido encontrar huellas corporales o fisiológicas consistentes para ninguna emoción(Feldman Barrett, 2017): las emociones no consisten en ciertos estímulos privados consistentes, sino que son prácticas socioculturales múltiple y variablemente determinadas. Son cosas que hacemos, no eventos internos, y como toda conducta, su topografía y función pueden ser altamente variables.

Por este motivo Skinner, si bien incluyó a los estímulos privados dentro de nuestro campo de interés, señaló que son notablemente problemáticos para la ciencia porque los términos que los designan se usan de manera fatalmente inconsistente: lo que dos personas llaman “miedo” puede no coincidir en absoluto. Esto no significa que no podamos hacer nada al respecto: podemos interpretarlos extendiendo principios conductuales (Friman et al., 1998), indagar su desarrollo histórico (Skinner, 1989), señalar las contingencias socioculturales observables que determinan su funcionamiento (Mesquita, 2022), o abordarlos con diseños conductuales cuidadosos (DeGrandpre et al., 1992). Lo que no debemos hacer es tomarlos como si fueran “cosas” internas con una esencia estable.

Dicho más capazmente:

Es un hecho que los individuos adquieren respuestas verbales descriptivas de su “mundo interior”. Pero también es un hecho que tales respuestas son moldeadas y mantenidas por contingencias que se basan en eventos públicos. Como resultado, ninguna respuesta verbal está enteramente bajo el control de un estímulo privado. En otras palabras, los conceptos psicológicos nunca describen un mundo interior, sino siempre un mundo público, aunque la respuesta pueda estar parcialmente bajo el control de una estimulación privada. El acontecimiento fisiológico que interviene entonces en la relación verbal no es la única condición bajo cuyo control se emite la respuesta. Su función depende de una relación (correlación o relación de equivalencia) con estímulos públicos. (Tourinho, 2006a)

Lo segundo que querría destacar de lo expuesto –y esto es más relevante para el argumento que trato de presentar aquí– es que las experiencias internas efectivamente pueden adquirir funciones conductuales, pero de manera metafórica o indirecta. Las tres vías que señaló Skinner para que la comunidad entrene los términos psicológicos son aproximadas porque las contingencias involucradas son defectuosas, para usar el término de Skinner (1957, p. 134), e involucran algún rodeo analógico, metafórico, o alguna otra extensión de términos. Tengan esto en cuenta, porque lo vamos a necesitar para lo que viene.

Exposición, aceptación, manipulación

Veamos entonces si lo expuesto hasta ahora puede arrojar alguna luz sobre el vínculo entre exposición y aceptación.

Como probablemente sepan, los procedimientos de exposición se cuentan entre los más antiguos y más nobles recursos para la modificación de conducta. Se trata de un recurso notablemente plástico, y hay una larga historia de investigación sobre su impacto clínico. El interés clínico y conceptual sobre aceptación, en cambio, es bastante más reciente. Por supuesto, la aceptación no es un concepto nuevo (Williams & Lynn, 2010), pero los procedimientos de aceptación entraron al mundo clínico cognitivo-conductual de manera más protagónica en los últimos quince o veinte años, principalmente de la mano de ACT (Hayes et al., 1999).

Para explorar los lazos entre ambos conceptos, necesitamos tener en claro sus definiciones. Por suerte, más allá de variaciones, se trata de conceptos con definiciones bastante claras. La definición de exposición ha ido cambiando a lo largo de la historia de la disciplina, pero podemos definirla como el “proceso de ayudar a una paciente a acercarse e involucrarse con estímulos provocadores de ansiedad (..) sin utilizar habilidades de ‘afrontamiento’ para reducir la ansiedad” (Abramowitz et al., 2019, p. 4).

Por su parte la aceptación, tal como ACT la entiende, está estrechamente ligada al concepto de evitación experiencial: “el fenómeno que ocurre cuando una persona no está dispuesta a permanecer en contacto con experiencias privadas particulares (e.g., sensaciones corporales, emociones, pensamientos, recuerdos, predisposiciones conductuales), y lleva a cabo acciones para alterar la forma o frecuencia de esos eventos y los contextos que las ocasionan. (Hayes et al., 1996, p. 1154). Aceptación, por su parte, es “la adopción voluntaria de una posición intencionalmente abierta, receptiva, flexible y no evaluativa respecto a la experiencia momento a momento. La aceptación está apoyada por una disposición a tomar contacto con experiencias privadas perturbadoras o las situaciones, eventos, o interacciones que probablemente las disparen” (Hayes et al., 2012, p. 272). En otros lugares he señalado que aceptación, en tanto contracara de la evitación experiencial, podría más propiamente ser denominada como aceptación experiencial.

Suele argumentarse que aceptación es simplemente exposición con otro nombre, pero creo que hay más tela para cortar aquí. Quizá puedan notar que las dos definiciones tienen un énfasis ligeramente diferente. En el caso de exposición se habla de acercarse “a los estímulos provocadores de ansiedad”, mientras que aceptación enfatiza “tomar contacto con experiencias privadas”. Creo que ahí está el carozo de la aceituna.

La exposición se ha enfocado mayormente en el acercamiento a estímulos públicos, esto es, situaciones, objetos, personas, animales. Incluso cuando la exposición se hace en formato imaginario o simbólico (relatar o imaginar), en última instancia consiste en tomar contacto con situaciones: hablar sobre una situación traumática, o imaginarse cometiendo una acción que dispara respuestas compulsivas. Aceptación, en cambio, realiza un énfasis inverso: se enfoca en el contacto con estímulos privados. Incluso cuando involucra acercamiento a situaciones, lo hace solamente para disparar experiencias privadas (noten la última parte de la definición de aceptación de los párrafos anteriores).

Por supuesto, frente a esto podría objetarse que la exposición interoceptiva, siendo un procedimiento de exposición, se enfoca precisamente en estímulos privados, por lo cual sería una excepción. En caso de que no tengan familiaridad con el concepto, se trata de un procedimiento de exposición utilizado principalmente para trastorno de pánico en el cual se provocan algunas sensaciones físicas (por eso lo de interoceptiva) asociadas al pánico, por medio de ciertos procedimientos (por ejemplo, provocar taquicardia por medio de alguna actividad física), para así lograr una exposición a ellos y reducir la evitación que ocasionan.

La observación es válida, pero no creo que sea una objeción seria para el argumento que estoy desarrollando aquí. Exposición interoceptiva es un procedimiento relativamente novedoso que apareció en el panorama clínico hacia finales de los 80 (Boettcher et al., 2016), de la mano de David Barlow, quien fuera el mentor clínico de Steven Hayes, quien a su vez luego sería el principal propulsor del concepto de aceptación. Podríamos decir entonces que la exposición interoceptiva, histórica y conceptualmente, es precursora de los procedimientos de aceptación, que constituye una suerte de versión ampliada de la exposición interoceptiva, ya que no sólo se enfoca en sensaciones físicas asociadas al pánico, sino en todo tipo de estímulos privados. Desde mi perspectiva, la evolución del exposición refleja cómo se ha ido ampliando nuestra perspectiva sobre los fenómenos clínicos: pasamos de exposición (situaciones), agregamos exposición interoceptiva (sólo sensaciones físicas), y luego aceptación (experiencias internas de todo tipo).

Al margen de estas consideraciones, no parece demasiado descabellado sostener que históricamente la exposición se enfocó principalmente en las situaciones externas mientras que aceptación se enfocó principalmente en los estímulos privados. ¿Significa esto que aceptación es meramente una variante de exposición? Sí… y no.

Recuerden que el argumento skinneriano que esbocé en las secciones iniciales de este texto: los estímulos públicos y privados obedecen a las mismas leyes conductuales. Tanto un estímulo público como uno privado pueden adquirir funciones conductuales (por ejemplo elicitantes, discriminativas, o reforzantes, véase Tourinho, 2006b, p. 15), pero la diferencia de accesibilidad entre ellos determina diferentes vías por las cuales eso puede suceder. No sólo los estímulos privados dependen de los públicos, sino que, como mencioné, la comunidad verbal puede entrenar directamente respuestas verbales controladas por estímulos públicos, pero se ve impedida de hacerlo con los estímulos privados, por lo cual debe recurrir a un abordaje indirecto y metafórico, que determina una considerable imprecisión en su uso y determinación.

Digamos: entre exposición y aceptación no sólo hay diferencias conceptuales (ocuparse de estímulos públicos o privados), sino también notables diferencias prácticas. La manipulación con fines clínicos del contacto con estímulos evitados públicos es algo relativamente accesible. Por ejemplo, en el caso de las fobias a animales es bastante directo el procedimiento para realizar acercamientos graduales a los estímulos evitados. Los estímulos públicos son, al menos en principio, manipulables.

Pero este no es el caso con los estímulos privados. Una sensación física, un recuerdo, o una emoción no pueden manipularse con la misma facilidad con que se manipula un objeto o situación externa. Es difícil lograr una gradualidad en el acercamiento a los estímulos privados –incluso a menudo el meramente evocarlos en sesión requiere mucho trabajo. Por eso la aceptación requiere el despliegue clínico de toda una gama de ejercicios experienciales y metáforas.

Algo muy curioso es que los procedimientos de aceptación siguen caminos similares a las vías que Skinner postuló para el entrenamiento del vocabulario psicológico por parte de la comunidad verbal: la aceptación utiliza situaciones públicas (por ejemplo, evocar experiencias privadas por medio de acercarse a ciertos lugares), respuestas públicas colaterales (por ejemplo, llevar a cabo acciones que evoquen experiencias privadas), y metáforas (por ejemplo, “sostener al malestar como si fuera una delicada flor”).

No creo que haya una correspondencia punto a punto, pero creo que las similitudes son sugerentes de que estamos siguiendo los mismos procedimientos que la comunidad verbal utiliza para el lenguaje porque estamos lidiando con la misma dificultad.

En principio, no hay motivo para suponer que hay principios conductuales diferentes actuando en exposición que en aceptación. La primera se enfoca en estímulos públicos y la segunda en estímulos privados, pero en ambos casos se trata en última instancia de tomar contacto con un estímulo evitado. Sin embargo, la condición de público o privado del estímulo determina diferentes vías de trabajo, y consecuentemente, diferentes destrezas clínicas. La mayor parte del tiempo la exposición puede ser realizada de manera más o menos directa, pero la aceptación requiere casi inevitablemente la utilización de procedimientos indirectos, recursos analógicos o metafóricos para evocar los estímulos privados en cuestión y para moldear las respuestas deseadas, públicas y privadas, a esos estímulos.

Si quieren pensarlo con una analogía, es la diferencia entre tratar con un antibiótico la infección de una herida externa o la de una herida interna: el mecanismo de acción es básicamente el mismo, pero en cada caso deben ser administrados de formas distintas (tópica u oral, por ejemplo), cada una con sus propias particularidades.

Observaciones clínicas

Si el análisis precedente fuese válido, creo que el argumento tiene algunos corolarios clínicos.

Señalé antes que un evento psicológico particular (una emoción, por ejemplo), puede abarcar tanto estímulos públicos como privados. Las respuestas clínicamente problemáticas de evitación pueden ser públicas (vg. salir corriendo) o privadas (vg. distracción), y a su vez pueden estar ocasionadas tanto por los estímulos públicos como por los estímulos concomitantes privados de un evento psicológico particular. Mencioné también, siguiendo a Skinner, que los estímulos privados, si bien pueden adquirir funciones propias, están ligados más tarde o más temprano a estímulos públicos.

Por tanto, trabajar sólo exposición (esto es, acercamiento a situaciones públicas) es útil, ya que puede reducir tanto las funciones evitativas ocasionadas por los estímulos públicos, como también las que están ocasionadas por los estímulos privados que acompañan a esos estímulos públicos. Exponerme a las serpientes puede debilitar la función evitativa tanto de las serpientes en sí como también a los estímulos privados que suelen acompañarlas (por ejemplo, taquicardia)

Pero también mencionamos que los estímulos privados que acompañan a una situación no necesariamente serán siempre los mismos, sino que pueden variar. Por lo tanto la exposición a una situación dada podría en la práctica omitir algunos de los estímulos privados que ocasionan las conductas de evitación. Esto explicaría por qué exposición suele ser suficiente para lidiar con evitación y prevenir recaídas en la mayoría de los casos, pero no en todos.

Por ejemplo, supongamos que estamos trabajando con un caso de agorafobia. Las respuestas de evitación en cuestión estarán controladas por aspectos públicos (por ejemplo, plazas), y también posiblemente por estímulos privados asociados que varían en cada caso (digamos, taquicardia y falta de aire). Entonces, podría ser que realizáramos exposición a plazas y otros lugares abiertos, pero que por el motivo que fuese, durante esas exposiciones no apareciese la falta de aire (digamos, quizá porque la paciente, sabiendo que se trata de una exposición, experimenta menor activación fisiológica). En ese caso, tanto la plaza como la taquicardia podrían dejar de ocasionar conductas de evitación, pero como la falta de aire no estuvo presente durante las exposiciones, podría seguir ocasionando respuestas de evitación en instancias futuras y llevar a una recaída del cuadro.

Se trataría a fin de cuentas de una exposición incompleta, como cuando sólo exponemos a unos pocos ítems de una jerarquía de exposición. Una intervención completa en ese caso debería incluir tanto la exposición (en vivo o simbólica), a los aspectos públicos, como así también la aceptación de los estímulos privados para maximizar su eficacia y reducir el riesgo de recaídas.

Esto quizá también explicaría la utilidad de los procedimientos de aprendizaje inhibitorio que se centran en aumentar los niveles de miedo durante la exposición, tales como saltear la jerarquía e incluir resultados negativos ocasionales (Craske et al., 2008, 2014). Esos procedimientos disparan una gama más intensa y variada de experiencias internas, que corren así la misma suerte que el resto de los estímulos blanco de la exposición. Pero si este es el caso, podríamos obtener similares resultados (o potenciar la exposición) trabajando aceptación de esas experiencias por medios indirectos en sesión. Esto nos proporcionaría mayor flexibilidad a la hora de intervenir, proporcionándonos caminos alternativos para lidiar situaciones clínicas complejas con evitación intensa.

Cerrando

Por lo expuesto aquí, creo que exposición y aceptación son procesos íntimamente vinculados, pero que tienen sus propias especificidades.

Centrarnos sólo en la exposición puede llevarnos a pasar por alto el impacto conductual de ese universo privado, y pasar por alto estímulos que bien podrían predisponer a una recaída. Por su parte, trabajar sólo exposición sin contacto con contingencias públicas no nos permite saber si nuestras intervenciones están teniendo el efecto deseado y en qué medida. Tampoco creo que, ante la duda, haya que hacer todo (la psicología clínica es bastante afín al procedimiento de “tirarle con todo lo que tengo hasta que se cure”), sino que es necesario evaluar con cuidado los factores contextuales que en cada caso predominan, y diseñar nuestras intervenciones de acuerdo a ello.

A fin de cuentas, se trata de distintas maneras de poner en juego procesos similares, pero cada una requiere diferentes destrezas clínicas, cada una tiene sus propias dificultades y sus propias aplicaciones.

Espero que estas líneas les hayan sido de utilidad, o que al menos les hayan dado algunas ideas para pensar.

Nos leemos la próxima!

Referencias

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