Escribir sobre psicología

Se está llevando a cabo en estos días en Buenos Aires una nueva edición del congreso de terapia dialéctico conductual, al cual han invitado a eminentes colegas y además a mí, para que, sin desentonar con la ocasión, intente decir algunas cosas ingeniosas (y a favor, que es lo que realmente importa), respecto a escribir sobre terapias contextuales –la organización del congreso ha tenido el buen tino de que mi participación fuese online, sospecho que con el objetivo principal de impedir que les saquee los sanguches de miga, pero, en cualquier caso, querría compartir un par de argumentos que quizá les puedan interesar respecto a la escritura sobre psicología en nuestros contextos.

Para empezar con una toma de posición, digamos que creo que, en general, escribir sobre psicología me parece una actividad sumamente recomendable. Más precisamente, creo que es particularmente deseable la escritura local, regional, de las ideas psicológicas en circulación en nuestra disciplina. Hay dos poderosas razones para escribir sobre esos temas, y ambas razones son aspectos de un mismo concepto: la apropiación.

Se le suele atribuir a Picasso la expresión de que los malos artistas copian, mientras que los grandes artistas roban. Adecuadamente, la frase no es de Picasso, pero condensa una idea notable que no suele ser bien entendida. Copiar es meramente emular a un artista o un estilo; es un intento de replicar los aspectos más visibles y señalados de lo copiado. Robar, en cambio, muy literalmente consiste en tomar algo ajeno y hacerlo propio. Copiar una idea es intentar que la propia producción siga los lineamientos del original; robar una idea es adueñarse de ella e incorporar su originalidad al propio repertorio.

Es en este sentido en el cual creo que escribir es una forma de apropiación, por partida doble. En primer lugar, la escritura – trátese tanto de traducir o de escribir un texto original– es la mejor forma que conozco de apropiarse de un texto o una idea. Escribir requiere resolver el encadenamiento de los argumentos, comprender el sentido de los conceptos y de su funcionamiento. Cada párrafo, cada oración, cada palabra, es un ejercicio de resolución de problemas, de seleccionar a cada paso la opción más adecuada siguiendo múltiples criterios: estéticos, argumentales, conceptuales. Escribir sobre un tema es la mejor manera de poner de manifiesto las propias confusiones. La escritura atestigua brutalmente los puntos débiles de lo que intentamos exponer, ya sea que surjan de nuestro propio conocimiento o de problemas con los conceptos en sí.

Por ese motivo escribir y enseñar son las mejores formas que conozco para aprender sobre un tema. Pero mientras que enseñar permite con mayor facilidad “hacer trampa” sobre los puntos flojos del argumento (la fugacidad de las palabras habladas puede ayudar a disimular lagunas y contradicciones), las palabras escritas no perdonan en ese sentido. Pero justamente ese rigor es el que obliga a quien escribe a pensar, a investigar, a encontrar soluciones. Es justamente ese rigor el que ayuda a aprender aquello sobre lo cual estamos aprendiendo.

Estoy dispuesto a apostar que aquellos temas sobre los cuales se vieron obligados a escribir a lo largo de su formación académica (reseñas, trabajos prácticos, tesis, etc.), son los que hoy mejor recuerdan y manejan, en contraste con los temas que sólo han leído o escuchado. Por ese motivo suelo avisar en mis clases que no envío mis presentaciones: en términos de aprendizaje, tomar notas es un procedimiento mucho más eficaz que leer una presentación.

Por estos motivos no me parece demasiado relevante el ocasional plagio de alguno de mis artículos: se puede plagiar el producto final, pero no el proceso de escritura que le dio origen. Quien plagia no obtiene nada nuevo –no roba, en el sentido aquí expuesto– porque no ha tenido que resolver esos escollos conceptuales –es como ir al gimnasio y pagarle a otra persona para que levante las pesas. Digamos, escribiendo un texto sobre un tema se desarrollan y ejercitan las habilidades necesarias para escribir otros textos, mientras que quien meramente plagia se condena a la estrechez de la imitación continua.

Este es el primer sentido en el cual la escritura es una apropiación. Podríamos decir que se trata de la apropiación individual de un texto y un repertorio. Pero en un segundo sentido, la escritura involucra una apropiación colectiva. Permítanme explicar.

Una consecuencia de no formar parte de los países que deciden el destino del mundo (dicho más coloquialmente, una consecuencia de vivir en el culo del mundo), es que, en general, el flujo de producción de conocimientos es más bien asimétrico. En psicología, como en otros ámbitos, los conocimientos viajan desde algunos países de Europa o Estados Unidos hacia el resto del mundo, pero siguen el camino inverso con mucha menor frecuencia.

Para ciertos contenidos intelectuales, esto no es del todo un problema. Digamos, los conocimientos sobre las fases lunares o los pasos de la fotosíntesis no están excesivamente afectados por el lugar en que han sido formulados. Los temas psicológicos, en cambio, están inexorablemente ligados a los contextos sociales y culturales en los cuales han sido producidos. Consideremos, por ejemplo, lo que sucede con las emociones. No sólo hay emociones que son específicas de ciertas culturas (la saudade brasilera o el amae japonés, por ejemplo), sino que las emociones comunes a diferentes culturas suelen presentar caracteres diferenciales en una u otra. El enojo, por ejemplo, no presenta las mismas características en culturas individualistas (como las de aquellos países en los cuales suelen realizarse las investigaciones) que en culturas colectivistas (como las de la mayoría de los países de habla castellana). Esto no se limita a ninguna tradición psicológica particular, por supuesto (es un ejercicio divertido imaginar cómo luciría el psicoanálisis si Freud hubiese sido uruguayo), pero creo que afecta particularmente a aquellos conceptos y datos de naturaleza menos experimental, aquellos más sujetos a interpretaciones y connotaciones.

En particular en el caso de la psicoterapia, con frecuencia los conceptos, adaptaciones e intervenciones se formulan en el seno de ciertas sensibilidades y referencias culturales, que suelen sentirse forzadas cuando son trasladadas directamente a otros contextos socioculturales. Si han leído algunos de los textos de Terapia de Aceptación y Compromiso de autoría anglosajona probablemente hayan tenido una cierta experiencia de extrañeza frente a algunas de las metáforas y ejercicios que se proponen. La alegoría de las arenas movedizas, por ejemplo, apela a un tópico que fue muy frecuente en el cine norteamericano de mediados de siglo XX, lo cual lo convirtió en un lugar común en esa cultura, pero en estas latitudes sólo nos ha llegado un débil eco de ello, por lo cual con frecuencia para el trabajo clínico es necesario el engorroso e ineficaz procedimiento de explicar la analogía.

Como mencioné más arriba, escribir es un ejercicio de resolver problemas, pero cuando el ejercicio es deliberado (en lugar de limitarse meramente a imitar o copiar textos ajenos), esos problemas se resuelven con las herramientas que culturalmente tenemos disponibles. Es ese usar nuestras herramientas lo que los convierte en nuestros textos, tanto en sentido individual como en sentido colectivo. Escribir es una forma de apropiarnos colectivamente de las ideas y conceptos, de convertirlos a nuestras propias sensibilidades, de insertarlos en el corazón de un conjunto de referencias culturales únicas no sólo espacial, sino temporalmente –por eso la literatura cuenta una y otra vez las mismas historias (pienso en las versiones del Fausto, o las formas en que las historias homéricas han sido reinterpretadas a lo largo de los milenios), porque cada vez se reinsertan en un sistema particular de coordenadas culturales.

A no engañarse, escribir no es un placer. Es renegar y maldecir. Es un ejercicio arduo y frustrante, que desnuda nuestras falencias y limitaciones. La página en blanco es algo pavoroso, y la inseguridad no es un accesorio sino una característica distintiva. Por eso es más tentador editar y corregir antes que escribir, por el mismo motivo por el cual es más fácil criticar que crear). Pero, si los argumentos aquí expuestos son válidos, se trata a fin de cuentas de un ejercicio significativo, uno que vale la pena. Un ejercicio de explorar nuestra propia voz individual y colectiva.

Nos leemos la próxima.