¿Por qué el conocimiento debería comenzar con certezas? ¿Por qué no puede amanecer como el día desde las penumbras del conocimiento a medias y gradualmente crecer en claridad y luz?
La cita pertenece a Stephen Pepper (1942, p. 39). Ya han pasado unos cuantos años desde que la leyera por primera vez, pero algo de ella ha quedado resonando en mí. Creo que ofrece el germen de una idea que no sólo define una característica central del pragmatismo, sino que tiene profundas implicaciones para la vida toda. Explorar esa idea es el objeto de estas líneas.
Certezas
Afirmar que los seres humanos buscamos certezas pareciera una completa obviedad. Estoy empleando aquí el sentido más riguroso del término, como un conocimiento que no deja lugar a dudas, un conocimiento que excluye toda incertidumbre –la certeza es un absoluto. La búsqueda de certezas tiende a dominar el transcurso de nuestras vidas cotidianas: queremos saber más allá de toda duda que nuestra confianza en alguien está justificada o que la actividad que estamos por emprender llegará a buen puerto.
Alcanzar certezas también ha sido el objetivo central de una buena parte de la filosofía. A nadie le resulta desconocido el argumento “pienso, luego existo”, pero son menos quienes saben que se trata de la solución que Descartes acuñó en su búsqueda alguna certeza sobre la que apoyar su filosofía. Escribió Descartes (en Valéry, 1966, p. 103):
Había observado desde hace mucho tiempo que, tratándose de las costumbres, a veces es necesario seguir opiniones que sabemos que son muy inciertas lo mismo que si fueran indudables (…) pero como en esta ocasión deseaba ocuparme únicamente de la rebusca de la verdad, pensé que debía hacer todo lo contrario, y rechazar como absolutamente falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda, a fin de ver si no quedaba después en mi creencia algo que fuese enteramente indudable.”
Sabiendo que sus sentidos podían engañarlo, y que todo razonamiento puede estar errado, Descartes consideró que podía dudar de todo, salvo de que estaba dudando (es decir, que estaba pensando), y si estaba pensando, eso significaba que existía. El “pienso, luego existo” (el cogito) se le presentó como la primera certeza, la roca sólida sobre la cual construir un edificio filosófico inconmovible. Una vez establecidos esos cimientos, bastaría con razonar correctamente a partir de allí para llegar a la verdad sin desviarnos del camino. Por desgracia para Descartes, si bien su certeza fue ampliamente compartida, hubo quienes la encontraron altamente dudable (entre otras objeciones, sostuvieron que el pensamiento podría suceder por sí mismo, sin implicar un “yo” que piense, por lo cual derivar “yo existo” de “yo pienso” sería un error lógico).
Desencantados de la certeza cartesiana, otros propusieron a su vez otras fuentes de certeza: intuiciones, percepciones, principios matemáticos, datos científicos. En cada caso, sin embargo, otros a su vez dudaron también de esas propuestas certezas –después de todo, hasta el dato científico más firme puede resultar erróneo. El problema es que una certeza cuestionable no es certeza. Incluso hubo quienes afirmaron que la única certeza es que no hay nada cierto, pero otros se apresuraron a señalar que también esa creencia, del más radical escepticismo, se estaba postulando dogmáticamente como una certeza, y además una muy dudable (después de todo, alguna que otra cosa parecemos saber). Son tentaciones que también son cotidianas. Oscilamos entre aferrarnos dogmáticamente a certezas o creer, también dogmáticamente, que no hay que creer en nada.
Errores
Lo que la búsqueda de certeza intenta exonerar definitivamente es la confusión, el engaño –en otras palabras, el error.
El error aterra, si disculpan la aliteración. Descartes, intentando exonerar completamente la posibilidad de errar en sus creencias, procedió dudando de todo lo que no se le apareciera como claro y distinto, todo lo que no le ofreciese la seguridad de la certeza. Su actitud, salvando las distancias, no es muy distinta a la de quien, dudando del amor de la persona amada, no descansa hasta tener una certeza al respecto. La duda busca certezas en las que guarecerse de la posibilidad del error. Pero siglos de filosofía y ciencia no brindaron ninguna certeza perenne. Cada una que fue postulada como tal, más tarde o más temprano reveló su inconsistencia.
Aquí es donde vuelve a resonar la pregunta que inició estas líneas: ¿Por qué el conocimiento debería comenzar con certezas? Esta es la pregunta que condensa lo que un grupo de pensadores vino a plantear hacia finales del siglo XIX.
El pragmatismo, que es como vino a denominarse esta corriente de pensamiento, vino a proponer que lo que precisábamos no eran nuevas certezas, sino una nueva forma de pensar. A este fin Peirce, uno de sus principales exponentes, formuló la doctrina del falibilismo, que sostiene que “no es necesario que las creencias sean ciertas o que estén basadas en certezas. Podemos justificablemente contentarnos con creencias en circunstancias en las cuales nueva evidencia pueda surgir que nos fuerce a revisar nuestras opiniones. (…) Para Peirce, la investigación ‘no está parada sobre la roca del hecho. Está caminando por un pantano, y sólo puede decir, este suelo parece resistir por ahora. Aquí me quedaré hasta que empiece a ceder” (Blackburn, 2016, p. 173).
En otras palabras, el falibilismo consiste en afirmar que nuestras creencias son radicalmente falibles –pueden errar y no es posible eliminar esa posibilidad. Por lo tanto, la búsqueda cartesiana de certezas que exorcicen para siempre el error y la equivocación de nuestras creencias no es más que una quimera. Descartes intentó eliminar la posibilidad de error buscando creencias que no pudieran fallar, y tan difícil se le hizo, que inmediatamente después de haber formulado el cogito tuvo que demostrar la existencia de un Dios que le evitara engañarse. En cambio, el pragmatismo abrazó abiertamente el error como parte inextricable de toda actividad humana: “Es una verdad que bien vale considerar que todo el desarrollo intelectual del hombre descansa sobre la circunstancia de que toda nuestra acción está sujeta a error. Errare humanum est es el más familiar de todos los lugares comunes”, escribió Peirce.
Todas estas consideraciones pueden parecer abstractas y de poco interés para la vida común, pero creo que en el rechazo a la posibilidad de error la actitud filosófica se funde con actitudes cotidianas frecuentes. En efecto, muchas instancias de lo que en psicología genéricamente se llama intolerancia a la incertidumbre no son más que el rechazo lapidario a la posibilidad del error o equivocación. Está quien que no se anima a rendir un examen por miedo a hacerlo mal, quien no se anima a hablar en público por miedo a decir algo erróneo o tonto, quien posterga toma una decisión por miedo a equivocarse.
Por supuesto, no hay nada censurable en esto en una primera instancia, es razonable hacer todo lo posible para reducir la probabilidad de error. Pero en términos de los sistemas de creencias hay una diferencia abismal entre reducir el error y eliminarlo. Reducir la probabilidad de error en un examen puede lograrse estudiando un poco más, pero eliminar completamente la probabilidad de error sólo es posible si el examen no se rinde. En la vida cotidiana, reducir la probabilidad de error puede llevar a más esfuerzo y preparación, pero eliminarla completamente sólo puede llevar a la parálisis.
Aprendizajes
El falibilismo postula que todas nuestras creencias son falibles en algún grado, de alguna manera. No podemos expulsar completamente el error de ellas, no solamente por su lógica interna sino, entre otras cosas, porque el sentido de toda creencia depende del contexto, y el contexto está en constante cambio.
Que las creencias sean radicalmente falibles implica que siempre estarán sujetas a revisión. No hay verdades eternas (tampoco este enunciado), no hay certezas sobre las cuales podamos descansar indefinidamente, por lo que nuestras creencias deben estar siempre en conversación con el mundo. Deberemos siempre contrastar nuestras creencias con la experiencia concreta para ajustarlas según lo que suceda. En lugar de esperar a encontrar certezas absolutas deberíamos avanzar con nuestras creencias como conjeturas, siendo verdades a medias, llevarlas a la práctica, observar los efectos, ajustar las creencias, y repetir el proceso. Las creencias como conjeturas que, como hace el río con las piedras, son talladas y pulidas en la experiencia.
Este es el mismo tipo de lógica que podemos encontrar en otros ámbitos de la vida. No de otra manera procede la ciencia experimental: hipótesis, experiencia, revisión. Un verdadero experimento busca el error. En un sentido podríamos decir que es la lógica de la evolución: una especie es una conjetura de la naturaleza para un ambiente particular, que se va ajustando constantemente según los efectos que esa conjetura tiene en ese ambiente. Ensayo y error. De lo que se trata es de aprender de la experiencia, de ajustar nuestras creencias y acciones en general de acuerdo a lo que sucede en el contacto con el mundo. Una vez asumido que todas las creencias que sostenemos son radicalmente falibles, la tarea es entonces averiguar de qué manera son erróneas, y hacerlo con la mayor rapidez posible.
Aprender de la experiencia es aprender de nuestros errores, por lo que sin la posibilidad de error no hay aprendizaje. Cuando las ideas se sustraen de la experiencia, cuando se sustraen de los errores, pierden su capacidad de transformación. Por eso las teorías científicas mutan tanto y tan frecuentemente: es porque pueden equivocarse que pueden cambiar o incluso ser descartadas. En cambio, las teorías pseudocientíficas suelen formularse de manera tal que no pueden equivocarse (por ejemplo, haciendo afirmaciones ambiguas o incomprobables), y gracias a esto, permanecen similares a sí mismas durante cientos de años, tercas, inmóviles, muertas. Los fallos del horóscopo de hoy no aumentan la precisión del de mañana. Una teoría que no puede equivocarse no tiene gran valor, no porque sea correcta, sino porque en realidad lo que sucede es que ignora de qué manera está equivocada. Quien no deja espacio para el error se vuelve dogmático.
En clínica, un factor consistentemente asociado a los tipos más frecuentes de problemas psicológicos es la evitación en sus varias formas, es decir, aquellas acciones tendientes a prevenir la ocurrencia de alguna experiencia, pública o privada. Probablemente sea el proceso más universalmente reconocido como problemático por las teorías psicológicas más diversas. Pero quizá el problema fundamental con la evitación sea que previene el contacto con la experiencia, para prevenir el posible error, la posible equivocación, el posible desenlace indeseado. Quien evite situaciones sociales por ansiedad quizá no diga ni haga nada vergonzante, pero tampoco aprenderá cómo navegarlas ni qué esperar de ellas. Quien evite aproximarse románticamente a otras personas no sufrirá el dolor del rechazo, pero tampoco aprenderá a intimar ni a lidiar con las experiencias comunes a la decepción amorosa. Quien actúe para evitar sentirse inadecuada nunca aprenderá del peso más bien liviano que esos juicios tienen cuando se ven de cerca, ni las numerosas puertas que se abren cuando se baja la guardia. La evitación, desconectando a la acción de las experiencias clave, se perpetúa a sí misma.
El que no arriesga no pierde, y el que no puede perder tampoco puede ganar.
Por eso suele ser una precisión clínica importante el que la evitación sea sistemática o no. La evitación ocasional aún permite el contacto intermitente con la experiencia, pero cuando el rechazo es rotundo, la experiencia queda afuera, y la situación problemática queda congelada. No es casualidad que uno de los procedimientos psicoterapéuticos más efectivos sea la exposición en sus varias formas, que consiste básicamente en ayudar a la persona a entrar en contacto con la experiencia, para aprender de ella, para equivocarse en ella (y otro tanto hace la activación conductual).
Cité antes a Peirce haciendo mención a la conocida expresión errare humanum est, errar es humano. Pero menos gente sabe que esa es solo la mitad de la frase, que en su forma completa reza errare humanum est, sed perseverare diabolicum: errar es humano, pero perseverar en el error es diabólico. No aprender de nuestros errores nos lleva al infierno.
Pero aprender de la experiencia no es un hecho mecánico ni inevitable, sino algo que a su vez debe ser aprendido y cultivado. Hay formas más y menos efectivas de aprender de la experiencia en cada ámbito. Podemos aprender a equivocarnos con inteligencia. En términos de las teorías y las hipótesis hay métodos, formas generales de ir tras las cosas, que resultan más efectivos que otros para ciertas situaciones. En términos personales, podemos aprender a aprender:
“Podemos cultivar la capacidad de aprender de la experiencia hasta el punto en el cual, aunque no deje de ser arduo y a veces frustrante, la actividad de aprender de la experiencia sea sustentable y hasta gozosa. En pocas palabras, aprender de la experiencia no es necesariamente doloroso; puede ser agradable. Más allá de esto, una vida dedicada a tal aprendizaje sea, posiblemente, la forma más noble de existencia humana.” (Colapietro, 2019, p. 85).
Aprender de la experiencia requiere, en términos psicológicos, una cierta plasticidad o flexibilidad en el repertorio de hábitos y acciones de la persona, que le permita ajustarse a lo que suceda en ese encuentro. ¿Qué hábitos nos pueden ayudar a aprender mejor de la experiencia, entonces? Proporcionar una respuesta a esa pregunta es la gran tarea de la psicología aplicada, y una que aún está en proceso, pero podemos arriesgar algunas posibles respuestas.
Sostener las propias creencias con ligereza, como conjeturas antes que como axiomas, parece un hábito indispensable si hemos de revisarlas con la experiencia; aferrarse tozudamente a una creencia o pensamiento hará más difícil cualquier cambio. Otro aspecto que pareciera imprescindible es estar presente flexiblemente en la experiencia, dejándose influir por los aspectos más sutiles de ella, sin que ninguno capture rígidamente la interacción. Solo de esa manera, estando presente de manera completa en la experiencia, es como puede influir el repertorio de acciones; ni siquiera el paisaje más exuberante tendrá efecto alguno sobre quien, absorto en otros asuntos, no le dirija la mirada. Se requiere también una gran medida de coraje, de disposición para atravesar el miedo y la frustración que a menudo surgen al cometer errores; coraje que también es necesario para probar nuevas acciones, para dejar ir hábitos enraizados y desarrollar nuevos. Se necesita también apreciar el valor del aprendizaje, las formas en que puede facilitar el camino de la vida, y una intuición de la dirección general que ese camino puede seguir.
Todo esto requiere ante todo cultivar otra relación con el error. No exorcizarlo como un demonio al infierno, sino acogerlo como el compañero de un bote sin cuyo auxilio estamos condenados a remar en círculos, y con quien tendremos que coordinarnos si queremos llegar a buen puerto. En palabras de William James (2009, pp. 57–58):
Nuestras mentes están tan preparadas para producir falsedades como verdades, y aquél que dice “¡antes no creer en nada que creer en una mentira!” no hace más que mostrar su propio horror privado a caer en el engaño. Tal vez sea crítico con muchos de sus miedos y deseos, pero ante este miedo obedece como un esclavo (…). Por mi parte, también siento horror a dejarme engañar; pero creo que a un hombre le pueden ocurrir cosas peores en este mundo (…). Es como si un general informara a sus soldados de que es mejor evitar el combate indefinidamente antes que arriesgarse a sufrir una sola herida. No es así como se ganan las victorias, ya sean sobre los enemigos o sobre la naturaleza. Nuestros errores no son un asunto tan tremendamente solemne. En un mundo en el que podemos estar seguros de caer en ellos a pesar de todas las precauciones que tomemos, una cierta ligereza de corazón parece más sana que este exceso de ansiedad.
Por mi parte, deseo numerosas, rápidas, y felices equivocaciones.
Nos leemos la próxima.
Referencias
Blackburn, S. (2016). Oxford Dictionary of Philosophy (3°). Oxford University Press.
Colapietro, V. (2019). Pragmatist Portraits of Experimental Intelligence by Peirce, James, Dewey, and Others. In S. Fesmire (Ed.), The Oxford Handbook of Dewey (pp. 74–98). Oxford University Press. https://doi.org/10.1093/oxfordhb/9780190491192.013.36
James, W. (2009). La voluntad de creer y otros ensayos en filosofía popular. Marbot Ediciones.
Pepper, S. C. (1942). World Hypotheses.
Valéry, P. (1966). El pensamiento vivo de Descartes. Editorial Losada.