Hoy querría ocuparme de algunos aspectos de la formación en las terapias contextuales, y en particular señalar algunos problemas recurrentes y proponer algunas estrategias de prevención.
Comencemos diciendo que solemos identificar a las psicoterapias principalmente según sus teorías y prácticas clínicas –esto es, cómo definen y tratan el sufrimiento humano. Es el núcleo de toda intervención, lo que atañe al grueso de la investigación, publicaciones y discusiones académicas. Sin embargo, el perfil de una psicoterapia está trazado también por otros aspectos tales como su posición ética y política, su forma de interacciones sociales, sus afinidades estéticas, sus vínculos con otras áreas del conocimiento, etcétera. Uno de esos aspectos es la modalidad que cada psicoterapia adopta para su transmisión: cómo se entrena a las nuevas generaciones en ella.
Para que un modelo de psicoterapia perdure y se extienda es necesario que se ocupe de transmitir sus contenidos conceptuales específicos (teoría), y las destrezas o habilidades particulares que postula para aplicar esos contenidos en los ámbitos de intervención (práctica). Teoría y práctica se transmiten usualmente con una combinación de enseñanza expositiva y contacto directo con la experiencia, y la forma en que cada tradición psicoterapéutica resuelve el tema de la transmisión de estos dos aspectos (cuánto peso se le asigna a cada una y de qué manera se resuelve) es diferente en cada caso.
Las terapias contextuales, en general, han adoptado prominentemente recursos experienciales o vivenciales para su transmisión. Esto es, en las formaciones, además de la exposición de conceptos por parte de quien enseña, suelen incluirse actividades que los participantes deben llevar a cabo, cuyo objeto es usualmente ilustrar algún concepto o practicar alguna habilidad: role-plays, ejercicios de imaginería, prácticas de mindfulness, simulacros de interacciones clínicas, entre otros. Las actividades experienciales ofrecen varios beneficios para el aprendizaje: ilustran conceptos que pueden resultar excesivamente abstractos, permiten adquirir y practicar habilidades en entornos controlados (en lugar de directamente con pacientes) obteniendo un feedback correctivo sobre el propio desempeño, permiten aprender observando a otras personas, etc.
Las actividades experienciales son una forma estupenda para el entrenamiento, si se las utiliza con criterio. Pero no están exentas de complicaciones que merecen ser consideradas con detenimiento.
Entrenamiento y sufrimiento
Uno de los aspectos más prominentes de las actividades experienciales es el malestar que suelen involucrar para los participantes. Hay diferentes caminos por los cuales sucede esto: por un lado, suelen generar bastante ansiedad social, en especial cuando involucran desempeño –los temidos role-plays (especialmente en el rol de terapeuta), son un buen ejemplo de esto. Por otro lado, algunas actividades están específicamente diseñadas para generar malestar, como es el caso de los ejercicios de contacto visual y similares. Finalmente, algunas actividades experienciales requieren evocar deliberadamente contenidos personales dolorosos (recuerdos, creencias), para trabajar con ellos.
Sea por el motivo que fuere, los componentes experienciales de los entrenamientos pueden ser emocionalmente desafiantes. No es raro que en un entrenamiento experiencial terminemos llorando a moco tendido, o abrazándonos con gratitud con quienes nos han acompañado en la actividad. Son actividades intensas.
Por supuesto, que generen malestar no es un problema en sí. Es normal sentir ansiedad al practicar una habilidad clínica ante la mirada de colegas, pero recibir sugerencias y devoluciones compasivas sobre nuestro desempeño pueden ayudarnos a mejorar nuestras destrezas; por su parte, las actividades que evocan malestar permiten explorar formas de sentirlo sin defensa, libre de juicios, en un contexto social que ayuda a normalizar y validar lo que sentimos; finalmente, la evocación de contenidos personales dolorosos puede ayudarnos a experimentar de manera concreta y en primera persona las dificultades y recursos que utilizaremos junto a nuestros pacientes. El malestar es ineludible en la clínica, por lo que aprender a lidiar con él durante el proceso de aprendizaje equivale a prepararse para afrontarlo durante el proceso clínico. Puede ayudarnos a crecer.
Pero para que una actividad que implica malestar sea ocasión de crecimiento, debe ocurrir bajo ciertas condiciones. Concretamente: debe ser llevada a cabo de manera libre y voluntaria, para lo cual es deseable que su finalidad y relevancia sea explicitada y comprendida. Cuando esas condiciones están presentes ayudan a formar un contexto en el cual el malestar de la actividad es simplemente algo a sentir al servicio de algo importante o deseado, lo cual hace que su función sea relativamente benigna. Es el caso de quien se sube a una montaña rusa o mira una película de terror, actividades que implican básicamente pasarla mal por un rato: en ambos casos, el disfrute de esas actividades está posibilitado por la elección libre y deliberada al servicio de ciertas preferencias personales.
El malestar libremente elegido rara vez es problemático. Sarna con gusto no pica, como dice el refrán. El problemático es el malestar indeseado y absurdo, es decir, aquél que no queremos experimentar y que no cumple una función clara. El malestar, si no es libremente experimentado al servicio de algo, es mera tortura.
Es por eso que una parte importante del trabajo clínico en las psicoterapias contextuales es crear un contexto en el cual el malestar tenga sentido (i.e. valores), lo cual contribuye a generar las condiciones para que pueda ser no tolerado, sino voluntariamente experimentado (i.e. aceptación). Es decir, intentamos crear un contexto de aceptación y propósito para el malestar para así reducir el impacto pernicioso que tiene cuando es vivido como absurdo e indeseado.
Que una actividad que evoca malestar se realice en un contexto de esa naturaleza es lo que hace la diferencia, por ejemplo, entre exposición y sadismo: acercarle inopinadamente una tarántula a alguien con aracnofobia no es exposición sino crueldad –la actividad no es libremente elegida, sino inferida arbitrariamente por un tercero. En cambio, si previamente se le explica el sentido terapéutico de acercarse a una araña, se le pide su consentimiento para intentar la actividad y la persona la realiza de manera voluntaria[1], puede ser una experiencia profundamente transformadora.
La posición ética del terapeuta y los resultados prácticos de la intervención dependen completamente de que la actividad se realice en un contexto en el cual sea clara su finalidad y en el que se respete la autodeterminación personal.
Es la presencia de ese contexto, a la vez ético y terapéutico, lo que permite transformar la función del malestar.
Libertad y poder
Ese contexto de libertad y propósito para las actividades experienciales es más bien frágil. Hay diversos factores que pueden limitar la posibilidad de libre elección, como por ejemplo la presión social intensa o la presencia de consecuencias aversivas para la negativa a participar.
En particular, las situaciones interpersonales que determinan roles con una marcada asimetría de poder[2] (como por ejemplo, las relaciones jefe-empleado, maestra-alumnas, médico-paciente, etcétera), tienden a limitar la libertad de acción de quienes ocupan una posición de desventaja en ellas.
Es por este motivo que el consentimiento informado (entre otras medidas en el mismo sentido) es una práctica no sólo obligatoria sino deseable en el ámbito de la salud: el desconocimiento de las alternativas médicas y sus consecuencias, como así también el estado de vulnerabilidad inherente a los problemas de salud hacen que los pacientes tengan una capacidad limitada de tomar decisiones libres al respecto, lo cual puede llevar a que sean los médicos quienes elijan por ellos, a menudo ignorando los deseos de los pacientes. La obligación del consentimiento informado intenta nivelar en algún grado esta situación, asegurándose de que la persona comprenda suficientemente las alternativas disponibles para su condición y requiriendo su permiso explícito para proceder. No es una solución perfecta, pero sirve para proteger al menos un poco a quienes están más vulnerables en esa situación.
La cuestión es que los contextos de asimetría de poder, si no son controlados de alguna manera, pueden y suelen facilitar abusos de distinto tenor, que son usualmente cometidos por quienes están en la posición de mayor poder –el abuso se comete de arriba hacia abajo, no al revés–, por lo que una forma de prevenirlos es implementar medidas para proteger a quienes están abajo y para prevenir las acciones abusivas de quienes están arriba.
Poder y vulnerabilidad
Y aquí llego al punto que quería tocar en estas líneas: la formación en psicoterapia también es un contexto de asimetría de poder. Por autoridad intelectual o administrativa, por la configuración de la situación pedagógica, o por otros motivos, hay allí una disparidad de poder y una relación de dependencia entre quienes enseñan y quienes aprenden. No estoy diciendo que esa asimetría sea mala ni buena, merecida o inmerecida, ni siquiera estoy diciendo que amerite corrección. Sólo estoy señalando que existe.
Esta asimetría está presente en toda situación pedagógica, pero cuando le añadimos las características propias de las actividades experienciales –es decir: un grado de presión social a causa de la presencia de colegas, la propuesta de actividades que generan malestar y que a menudo involucran contenidos personales– lo que tenemos es un cóctel peligroso. Las actividades experienciales, por su propia naturaleza, vulnerabilizan a las personas, lo cual acentúa la asimetría de poder: no sólo quien enseña detenta algún grado de autoridad inherente a la situación, sino que las actividades experienciales pueden vulnerabilizar a los alumnos y deteriorar aún más su capacidad de responder de manera acorde a sus deseos y valores. Digamos: es más difícil poner límites a un abuso cuando estamos emocionalmente afectados, frente a una veintena de colegas, y bajo el peso de la autoridad de la docente –si alguna vez en la universidad se han puesto a discutir en clase con la docente (no es que hable yo por experiencia, ejem) habrán experimentado en carne propia la asimetría inherente a la situación.
Se trata una situación delicada, que si no es manejada con respeto puede volverse una pesadilla. De hecho, como atestiguan las numerosas anécdotas que suelen circular en los entretelones de la vida profesional, no son raras las situaciones delicadas en los entrenamientos experienciales. Si tienen un par de años de recorrido en la profesión conocen de primera mano más de una historia de este tenor: destratos en formaciones, personas que han sido presionadas para participar en actividades que les resultaban aversivas, actividades incómodas que se realizan sin una clara finalidad pedagógica, o actitudes por parte de docentes que circulan al filo de la ética o el respeto por los alumnos. Historias que rara vez salen a la luz, sino que más bien circulan por pasillos, conversaciones de café, o en las redes profesionales.
Para decirlo más claramente: los contextos de formación que incluyen actividades experienciales corren el riesgo de presionar a las personas a realizar actividades que conllevan malestar, sin su pleno consentimiento, y a menudo sin explicitar su propósito o relevancia[3]. Es por este motivo que escribo estas líneas, para llamar la atención sobre esto, examinarlo a la luz del día y de alguna manera desnormalizar la situación.
Experimentar con actividades que involucran malestar puede contribuir grandemente al aprendizaje, pero también puede hacer mierda a una persona, y en el ámbito de formación escasean las salvaguardas éticas para protección de quienes participan: no hay órganos de control sobre el desempeño ético de docentes (ni siquiera hay para controlar eficientemente el desempeño de terapeutas, así que imagínense lo lejos que está eso en la lista de prioridades institucionales), y no siempre es posible realizar una queja en la institución formadora en cuestión.
Señalé anteriormente que para que una actividad que involucra malestar no sea pura tortura debe ser percibida como libremente elegida y al servicio de un propósito. Ambos aspectos suelen ser ignorados. Con cierta frecuencia las formaciones experienciales obligan a realizar, so pena de expulsión, actividades que involucran malestar o la exhibición pública de contenidos personales, o que ejercen una fuerte presión social para que sean llevadas a cabo.
Por supuesto que esto es a veces completamente esperable y hasta necesario. Si van a realizar, digamos, un taller en asertividad, va de suyo que va a involucrar actividades que probablemente generen ansiedad social. Pero no siempre es posible anticipar el tipo de actividades que se indicarán durante la formación. No es muy viable presentar con anticipación un listado de todos los ejercicios que se realizarán durante un entrenamiento. Pero esto no es necesariamente un problema: basta con presentar a la actividad como una invitación. La característica que define a una invitación es que se puede rehusar o declinar –al contrario de una orden.
A mi juicio el problema con las actividades que involucran malestar surge cuando la participación es obligatoria, o cuando hay una fuerte presión a participar por parte del docente, usando el peso del asimétrico poder que la situación pedagógica le confiere. Lo problemático es la imposibilidad o severa limitación que se le impone a la capacidad de una persona de rehusarse a participar en un actividad experiencial, sea por el motivo que fuere.
Pongamos un ejemplo, para salir un poco de lo abstracto. Supongamos que como parte de un entrenamiento en ACT, con un público de medio centenar de personas, la docente indica como actividad escribir en un papel el evento más vergonzoso de sus vidas, y a continuación, indica que es necesario compartirlo con el resto de las personas. En principio, una actividad así podría servir para trabajar, por ejemplo, compasión, self como contexto, o aceptación. Pero eso sólo puede suceder si es realizada de manera libre y voluntaria. Supongamos que para uno de los asistentes el evento más vergonzoso ha sido sufrir abuso por parte de un familiar, y que eso es algo que preferiría no compartir con el resto de la clase. Si se ve presionado a hacerlo, sea porque la actividad se establece como requisito para aprobar el curso, o porque el docente utiliza todo el peso de su posición para compelerla, difícilmente eso resulte en una experiencia útil de aprendizaje, de la misma manera en que no es exposición el arrojarle una araña a una persona.
La cuestión, insisto, no es la actividad ni el malestar que conlleve, sino la ausencia de posibilidad de rehusarse a ella, de la misma manera en que la diferencia entre sexo y abuso reside en la posibilidad de consentir a la actividad, más que en sus características intrínsecas. Si una participante no puede declinar participar de un ejercicio experiencial sin pagar un costo alto, o si es presionada a participar contra su voluntad, entonces la actividad no sucede en un contexto de libertad (i.e. libre de control aversivo) sino en uno de elección forzada. Esto se agrava aún más si no está claro el propósito de la actividad en cuestión, es decir, de qué manera se vincula con los objetivos de la formación –y por extensión, con los valores personales asociados a ella.
Mi problema no es con el malestar de las actividades experienciales, sino con la falta de cuidado y responsabilidad hacia quienes participan de ellas.
De teorías y ética
La presión a participar de actividades experienciales suele ampararse en motivos teóricos. Es decir, se presiona a que los participantes realicen actividades que no desean, esgrimiendo el argumento de que es un requisito indispensable para el aprendizaje del modelo en cuestión. Creo que esto es reprochable, por varios motivos.
Ante todo podríamos decir que en términos de prioridades, en primer lugar vienen los derechos humanos, luego las libertades civiles, luego las consideraciones éticas generales sobre el respeto a la dignidad y autodeterminación de las personas, luego las consideraciones teóricas, y recién al final las consideraciones pedagógicas para su transmisión. Una teoría psicológica jamás es justificación para ir en contra de la dignidad y autodeterminación, los derechos humanos o civiles de las personas. El primum non nocere hipocrático aplica también aquí.
Otra objeción que podría hacérsele a ese argumento es: ¿dónde está la evidencia? Más precisamente: ¿Dónde está la evidencia de que ese ejercicio específico, realizado de esta manera en particular, resultará en mejores habilidades clínicas? No es un problema una actividad para la cual no hay evidencia directa mientras sea una invitación, algo a probar porque la experiencia del docente señala que puede ser útil. Pero para convertir en obligatoria una actividad que una persona no quiere llevar a cabo, que la vulnerabiliza, que despierta cuestiones personales aún por resolver, es necesario presentar una sólida evidencia a favor. Caso contrario, aplica aquello de Hitchens: “lo que es afirmado sin evidencia puede ser descartado sin evidencia”. La cuestión no es que se requiera investigación que valide cada actividad experiencial a realizar, sino que para convertir en obligatoria una actividad que vulnerabiliza a una persona debería de presentarse una justificación mejor que “porque yo lo digo”, especialmente considerando que casi toda actividad experiencial puede reemplazarse por otra de menor impacto pero de función similar.
La ética siempre tiene precedencia por sobre la teoría.
Sugerencias y recomendaciones
Llegados a este punto, quizá sería una buena idea considerar algunos puntos prácticos a tener en cuenta en estas situaciones. Nada exhaustivo, solo algunas admoniciones generales. Tengo dos grupos de sugerencias: uno para lo relativo a organización y dictado de clases, y otrao para lo relativo a la participación en clases y talleres.
Si dan clases y regularmente utilizan actividades experienciales consideren los siguientes puntos:
- Al diseñar la clase, consideren el efecto que las actividades experienciales pudieran tener sobre los participantes, e intenten contar con alternativas para las más difíciles. Especial cuidado requieren aquellas que involucran contenidos personales a compartir.
- Cuando sea posible, expliciten la función que la actividad cumple respecto a los objetivos del entrenamiento y a las destrezas clínicas de los participantes (“el objetivo del ejercicio que vamos a realizar a continuación es…”, “este ejercicio les puede servir para…”).
- Cuando incluyan actividades de alto impacto emocional como requisito obligatorio, es buena idea explicitarlo previamente de alguna manera en la información del curso o taller, de manera que los asistentes estén al tanto y puedan optar por no realizarla.
- Presenten las actividades experienciales de alto impacto emocional de manera que sean entendidas claramente como invitaciones, no como prescripciones (algo como “querría invitarles a llevar a cabo un ejercicio que puede involucrar bastante malestar, si por algún motivo no desean participar pueden irse a tomar un café o esperar en silencio”).
- Respeten la negativa a participar en una actividad sin hostigar a la persona –por ejemplo sometiéndola a un interrogatorio o análisis funcional público de su negativa. Si es necesaria una conversación al respecto, es preferible llevarla a cabo en privado.
- Eviten comentarios despectivos o humillantes hacia alumnos.
- Luego de una actividad de alto impacto, presten atención al estado de los asistentes. Si ven que una persona ha quedado visiblemente afectada, ocúpense de ella de la manera más rápida y discreta posible.
- Al realizar un role-play pueden servir las siguientes consideraciones:
- Dedicar previamente unos minutos para hablar en privado con quien va a participar. Durante ese tiempo descríbanle la actividad a realizar y lo que puede implicar, exploren si hay temas que preferiría no tocar, y asegúrense de que está en condiciones y dispuesta a participar.
- Asegúrense durante la actividad de no exponer innecesariamente a quien participa, y permanezcan atentos a señales de incomodidad. Hay que tener en cuenta que en un role-play público puede resultar difícil negarse a una actividad o tema de conversación.
- Luego de la actividad revisen el estado del participante y ocúpense si es necesario.
- Recuerden que en todo momento, quien dirige una clase tiene una responsabilidad ética sobre quienes participan.
Por otra parte, al participar de entrenamientos que incluyen actividades experienciales pueden tener en cuenta los siguientes puntos:
- Sean responsables con sus posibilidades y dificultades personales: si las actividades experienciales suelen resultarles difíciles, si saben que están particularmente vulnerables, infórmense previamente sobre los detalles de la formación que quieren realizar, y en caso de ser necesario hablen con quien dicta la clase para determinar si la misma es adecuada para ustedes o no.
- Ninguna actividad experiencial o de otro tipo puede ir en contra de la dignidad básica de una persona, no importa qué arguya el docente.
- Protéjanse mutuamente: si ven a otra persona visiblemente incómoda con una actividad o siendo hostigada por el docente no se queden de brazos cruzados. Alcen la voz. El apoyo del resto de la clase puede equilibrar los tantos.
- En resumen: infórmense, cuídense, y cuiden a quienes tienen al lado.
Cerrando
La forma de conducirnos en los entrenamientos constituye un modelado y una guía para aspectos cruciales de la práctica clínica. Por este motivo, es incoherente indicar consentimiento informado para la clínica pero deliberadamente ignorarlo en los entrenamientos. Es incoherente pedir respeto, tolerancia, y escucha compasiva con los pacientes pero ignorarlo con los alumnos.
Una práctica psicoterapéutica ética y responsable empieza por la formación y la enseñanza. Actuemos, y exijamos que se actúe, de manera acorde a ello.
***
[1] No quiero enredarme con las dificultades que el concepto de “voluntario” tiene en el análisis de la conducta. Estoy usando ese término en su acepción corriente y más relevante al tema actual: la involucrada en el consentimiento clínico.
[2] Describir conductualmente “asimetría de poder” excedería los objetivos de estas líneas, y mi paciencia. Baste decir aquí que creo que está relacionado con las diferentes consecuencias, aversivas y apetitivas, que involucra una situación para las conductas de sus participantes según los roles desempeñados, y a las relaciones de dependencia que entraña.
[3] Por supuesto, esto aplica también a contextos expositivos (clases teóricas), pero dado que no suelen requerir el mismo grado de participación que los experienciales, el riesgo es relativamente menor.