Llevemos a cabo hoy el inútil pero entretenido ejercicio de enlazar y contrastar ideas sin otro propósito que proponer algún sentido en lo que a primera vista pudiese parecer un dislate. Dicho en otras palabras, hagamos un Tik-Tok del pensamiento.
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Hacia la mitad de la película Infinity War, estrenada en 2018, hay una escena que unos años más tarde se volvería crucial para toda la narrativa que es el universo cinematográfico de Marvel. En esa escena, antes del primer enfrentamiento con el villano Thanos, vemos al Dr. Strange levitando, realizando una suerte de meditación ritual, mientras brilla en su pecho el Ojo de Agamotto (el collar que alberga la piedra del infinito que es la encarnación del tiempo). El resto del equipo se acerca, le preguntan que está pasando, y tiene lugar el siguiente diálogo:
DR. STRANGE.‒ Avancé en el tiempo… para ver futuros alternativos. Para ver todos los posibles resultados del conflicto que se avecina.
PETER QUILL.‒ ¿Cuántos viste?
DR. STRANGE.‒ Catorce millones seiscientos cinco.
TONY STARK.‒ ¿Cuántos ganamos?
DR. STRANGE.‒ Uno.
La escena es relevante porque introduce la idea del multiverso en el universo marveliano, la existencia de realidades paralelas que surgen a raíz de variaciones de los eventos. En una realidad, se enfrentan a Thanos de cierta manera y todos mueren; en otra, algunos mueren y otros escapan; en otra, encuentran el argumento de Thanos convincente y se pasan a su bando; etcétera. Las posibilidades son prácticamente infinitas.
Esa idea se repetirá en varias de las películas y series siguientes, ya que introduce varias interesantes posibilidades narrativas (aunque no pocos problemas): explorar variaciones a eventos establecidos (¿cómo se hubiesen desenvuelto los eventos si Thor no hubiese tenido a Loki como hermano adoptivo?), “resucitar” a personajes que han muerto por medio de traer a una de sus variantes desde alguna de esas realidades paralelas; crear conflictos entre diferentes versiones de un mismo personaje, por nombrar sólo algunos recursos posibles. Por supuesto, esto también introduce el enorme riesgo de volver trivial a la narrativa: si por cada personaje que muere tenemos innumerables variantes que son a fines prácticos idénticas, se vuelve muy difícil que algo en la narrativa se sienta riesgoso y definitivo. (de paso, este ha sido uno de los argumentos por los cuales la Iglesia Católica se opuso a la doctrina del eterno retorno, la idea que todo se repite cíclicamente: si ese fuera el caso, la crucifixión dejaría de ser un acto dramático para convertirse en una pantomima repetida infinitamente).
El recurso de las realidades paralelas no es desconocido para quienes hemos leído la serie Elige tu propia aventura, que al final de cada capítulo ofrecía una decisión a tomar que determinaba una diferente historia (“si eliges huir, ve a la página 65; si eliges enfrentar el peligro, ve a la página 92”). Un recurso similar utilizó Julio Cortázar para su novela Rayuela, aunque el resultado es más sutil.
Ahora bien, si bien se ha señalado que la introducción del concepto del multiverso puede datarse a la publicación de la tesis del matemático Hugh Everett en 1957, la primera presentación formal y detenida del multiverso, entendido como coexistencia de múltiples realidades narrativas paralelas, puede encontrarse en el cuento El jardín de senderos que se bifurcan, del escritor argentino Jorge Luis Borges, publicado en 1941, cuya lectura recomiendo calurosamente (por lo demás es un cuento muy breve, con una extensión de menos de diez páginas).
Se trata de una historia de espías que transcurre durante la segunda guerra mundial, cuya resolución gira en torno a un libro escrito varios siglos atrás por el ficcional gobernante chino Ts’ui Pên, del cual el protagonista es un lejano descendiente. Durante los últimos trece años de su vida Ts’ui Pên se retiró a escribir una novela, pero fue asesinado antes de concluirla. Sus herederos encontraron el manuscrito de esa novela, pero la misma parecía un caótico sinsentido: “en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo”.
En el clímax de la historia, el protagonista se encuentra con un académico que ha dedicado su vida al estudio de esos manuscritos, y que le ofrece una explicación. La clave está en una línea sobre el libro que Ts’ui Pên había dejado escrita en una carta: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. El académico ha comprendido el caos detrás de ese manuscrito y le explica al protagonista:
“Casi en el acto comprendí; el jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo.”
(…)
“El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.”
Esta historia breve (que le debe no poco a cierto recurso utilizado por Olaf Stapledon), prefigura el recurso del multiverso que fue utilizado y debatido hasta el hartazgo en la literatura y el cine de ciencia ficción, en la filosofía, en la física. Ahora bien, querría yo agregar y justificar, a modo de contribución, a la psicología dentro de la enumeración de disciplinas que han utilizado la idea de realidades paralelas simultáneas.
El multiverso es ante todo un recurso narrativo, que sigue la cadena de consecuencias que tendría la variación en un evento, por insignificante que pareciera el evento o su variación. El punto de variación puede ponerse en el pasado (¿Qué habría sucedido si me hubiese subido a ese taxi en lugar de tomar el colectivo?) o en el futuro (¿Qué pasaría si no atacamos a Thanos?), pero el resultado inmediato es siempre el vértigo de las posibilidades. Dr. Strange considera catorce millones seiscientos cinco futuros posibles en el transcurso de unos minutos. Borges dice que la novela de Ts’ui Pên es un laberinto, “una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos” que abarca “todas las posibilidades”.
Este vértigo de los posibles desenlaces, por supuesto, no se limita a la ciencia ficción, a la filosofía, ni a la física, sino que es espantosamente familiar para todo ser humano que se haya entregado al ejercicio cotidiano de la preocupación o de la rumiación. Permítanme explicar.
Ambas actividades, en efecto, consisten en explorar verbalmente (simbólicamente) las cadenas de consecuencias posibles a partir de la variación de un evento. La diferencia entre ambas es trivial: la rumiación pone el punto de variación en el pasado (“¿Y si hubiese pasado que…?”), mientras que la preocupación ramifica hacia el futuro (“¿qué pasaría si…?”), pero son similares en lo que sucede a continuación: explorar las posibles consecuencias de variaciones verbalmente introducidas.
Tanto la preocupación como la rumiación son, en el fondo, variedades de resolución verbal de problemas. Jay Moore, en From a Behavioral Point of View, describe así el tipo de actividad verbal que llamamos resolución de problemas: “Supongamos que enfrentamos una situación que requiere alguna acción de nuestra parte. Quizá no sepamos inicialmente qué hacer, así que pensamos. La función del pensar es clarificar la situación proporcionando nuevos estímulos discriminativos o suplementar estímulos discriminativos existentes, para poder actuar efectivamente” (p.65). Por ejemplo, si nos perdemos en un laberinto, es útil volver a trazar nuestros pasos para ver las decisiones que nos llevaron a nuestra situación actual, desandar nuestros pasos y a partir de allí considerar qué otro camino podríamos seguir. Pero esto es exactamente lo que involucran la preocupación y la rumiación: qué pasaría si me echaran del trabajo, si mis seres queridos muriesen, si enfermase, etcétera. Ambas son formas extremas de considerar las consecuencias que tendrían ciertos eventos verbalmente formulados, para encontrar formas adecuadas de actuar al respecto.
Si abordamos a la rumiación y la preocupación como actividades verbales de construcción de multiversos, algunas de sus características clínicas se vuelven un poco más claras.
Por ejemplo, esto aclara por qué ambos procesos suelen resultar algo desconcertantes de abordar para terapeutas: ambos intentan resolver realidades verbales posibles. Pero, por supuesto, posible no es lo mismo que probable, y de hecho no es infrecuente que en terapia se cuestione a la preocupación en términos de qué tan probable es el evento que se considera. El problema con ello es que no hay una distinción tajante entre posible y probable, ya que aún eventos improbables pueden suceder –por ejemplo, hasta hace un tiempo parecía improbable una pandemia, a pesar de que era completamente posible; de la misma manera, era posible que la primera bomba atómica incendiase toda la atmósfera del planeta, por lo cual alguien tuvo que hacer los cálculos correspondientes para asegurarse de que no fuera a ocurrir.
Quienes trabajamos en clínica nos hemos encontrado brutalmente con la fragilidad de esta distinción durante la pandemia: ¿cuál es la cantidad normal de preocupación a tener con respecto al COVID? ¿qué es probable y qué es meramente posible? Ese escenario ha hecho que la distinción entre preocupación normal y patológica se revele como mucho más arbitraria, si sólo nos guiamos por su contenido. Quienes han trabajado en clínica saben que involucrarse en un “qué pasaría si…”, sopesando posibilidades y probabilidades con una paciente, puede fácilmente llevarse horas de sesión en discusiones que se sienten estériles y monótonas. No hay una salida fácil al vértigo de las posibilidades.
También nos ayuda a entender el malestar adicional que la rumiación y la preocupación suelen generar. Al considerar realidades alternativas, los desenlaces felices y pacíficos no son muy relevantes: ¿qué pasaría si esta tarde no pasara nada fuera de lo corriente? Si ese fuera el caso, no sería necesario que me ocupara de ello. ¿Pero si esta tarde se prende fuego mi casa? ¿Si me enfermo? ¿Si –Odín no lo permita– se me quema el disco rígido de la computadora? Al preocuparnos o rumiar, los únicos desenlaces que vale la pena considerar seriamente son los negativos. Si la pandemia se terminase mañana, festejaremos y listo –pero el escenario del cual realmente debemos ocuparnos es la posibilidad de que empeore. “Pensar en positivo” y creer que todo va a salir bien ni siquiera es algo inútil, sino que es activamente peligroso.
El problema es que de acuerdo a teorías como RFT, todo estímulo verbal tiene funciones determinadas por su relación con otros estímulos. Un estímulo neutro, relacionado verbalmente con un estímulo aversivo, adquiere funciones aversivas, por ejemplo. Por eso leer un fragmento de texto puede resultar erótico, porque a pesar de tratarse meramente de cadenas de letras, las relaciones establecidas con ciertos eventos hacen que esas cadenas de letras adquieran ciertas funciones psicológicas. De igual manera, una cadena de pensamientos que se refiera a eventos aversivos (como que se me queme un disco rígido), puede adquirir propiedades aversivas ella misma. Cuando el Dr. Strange considera catorce millones seiscientos cinco desenlaces posibles y encuentra que sólo uno de ellos es favorable, eso implica que psicológicamente ha tenido que contactar catorce millones seiscientas cuatro veces con catástrofes universales, que catorce millones seiscientas cuatro veces ha visto extinguirse la vida de sus seres queridos y de billones de seres en millones de planetas. Simbólicamente ha experimentado catorce millones seiscientos cuatro eventos aversivos. Eso tiene que haber dolido.
Por eso en sus propios términos la rumiación y la preocupación resultan tan difíciles de abordar. Ambas son actividades verbales de resolución de problemas de eventos verbalmente posibles, y ambas generan un malestar adicional resultado de contactar con desenlaces aversivos posibles. Ninguna es intrínsecamente diferente a las actividades de resolución de problemas.
Por eso una forma de abordar a la rumiación y preocupación es no considerarlas en sus propios términos. Esto es, en lugar de considerar los contenidos de los que ellas se ocupan (me voy a enfermar, voy a perder el trabajo, etc.), señalar lo que está sucediendo a su alrededor: ¿a qué incertidumbre responden? ¿a qué temor o malestar? ¿Qué sucede con el resto de nuestra vida mientras estamos construyendo el multiverso de lo que podría haber sido?
Una vía posible de abordaje clínico adopta esa posición: ¿qué sucede si vemos a la rumiación y a la preocupación como actividades de resolución (evitación de malestar)? ¿Qué sucede si facilitamos aceptación y defusión respecto del malestar que está siendo evitado, en lugar de buscar soluciones? ¿Qué sucede si notamos no sólo el contenido que nos absorbe, sino también lo que está pasando a nuestro alrededor, lo que hay efectivamente (y no sólo verbalmente) en el mundo que nos rodea? ¿Qué sucede si notamos lo simbólicamente valioso y deseable que hay en este momento, y haciéndole lugar a la incertidumbre, al malestar, nos involucramos con la vida en sus propios términos (que no excluyen lo pavoroso ni lo devastador)?
Una mirada conductual sobre la preocupación y la rumiación puede considerarlas como una actividad verbal sucediendo en y con un contexto, y como alternativa, explorar qué sucede si la mirada se amplía, pero no hacia adentro, no hacia extender esa construcción de mundos con más y más alternativas, sino hacia afuera, hacia el mundo que está sucediendo: ¿qué está sucediendo ahora, mientras examino el universo de lo posible?
Espero que estas líneas les hayan resultado al menos entretenidas. Nos leemos la próxima.