Uno de los personajes más curiosos inventados por Alejandro Dolina en las Crónicas del Ángel Gris (2000), es Ángel D. Vattuone, el faquir doliente:
Todos hemos visto alguna vez a los fakires. Sus números son bastante previsibles: tragar un sable, acostarse sobre una cama de clavos, ensartarse una aguja en la lengua, quemarse los pies y cosas por el estilo. Gracias a vaya saber qué artificios, nada de esto les causa dolor. Vattuone se diferenciaba de todos ellos, precisamente, porque le dolía. Desconocía y se negaba a aprender las técnicas que evitan el sufrimiento. Sabía que la atracción de sus presentaciones era el dolor. A cien metros de distancia se oían los gritos de Vattuone cuando actuaba.
El número de Vattuone anteponía la ética al espectáculo. Había resuelto que “que aprender unas técnicas para vencer al dolor o para no sentirlo era una trampa”, y en lugar de exhibir ese engaño, presentaba la experiencia pura y no diluida del dolor. Un faquir corriente no exhibe el dolor, sino que lo que en realidad exhibe son sus engaños y técnicas.
El número del faquir doliente, en cambio, era completamente honesto respecto al dolor, y eso lo vuelve muy perturbador. Nos confronta con la verdad desnuda de que ensartarse una aguja en la lengua duele, y que todo el resto son argucias, triquiñuelas. El faquir doliente era valiente, en el sentido más noble del término. Aristóteles, en la Ética a Nicómaco (III, 7), apunta que no debe llamarse valiente a quien es completamente insensible al miedo hasta el punto de no temer nada, “ni los terremotos, ni las olas”. Según Aristóteles, quien de esa manera ignora o subestima el peligro no ejerce la valentía sino la locura o la precipitación; un valiente, en cambio, es quien efectivamente percibe el peligro de la situación y hace lo que debe hacer, aún sintiendo ese miedo.
Creo que los faquires corrientes nos impresionan porque parecieran haber encontrado algo que siempre buscamos. Buscamos formas de diluir nuestros pesares, de que no nos duela, que duela menos o que duela distinto. Nos volvemos hacia la medicación, la meditación, el control mental, el pensamiento positivo, entre otras, para intentar conjurar los dolores que surgen de vivir.
La verdad descarnada es que, más tarde o más temprano, va a doler. La verdad pertenece al faquir doliente.
Por eso las personas suelen desconcertarse cuando intentan practicar aceptación y se encuentran con que es una habilidad esencialmente negativa, ya que en última instancia consiste en sentir malestar y no hacer nada. No evitar, huir, racionalizar, distraerse, explicar, anestesiar, mitigar, ni desplegar cualquier otra forma de alterar lo que se siente. Lo que desconcierta de eso es que se suele esperar que haya alguna suerte de recurso o técnica mágica para aceptar con facilidad, y en lugar de ello, lo que se ofrece es la indicación de entregarse completamente al dolor. Se puede aprender a no empeorar el dolor, pero no empeorarlo no es lo mismo que reducirlo o controlarlo.
El faquir doliente presenta una verdad radical. Gritar de dolor al ensartarse una aguja en la lengua es real. Temblar de miedo al hacer algo que nos aterra es real. Ser aplastados por la tristeza al perder algo que amamos es real. No hay trucos, no hay argucias, no hay engaño. Por eso el duelo por la pérdida de algo querido no termina (en realidad ni siquiera comienza), hasta que el doliente deja de evitar y escapar de su dolor, y simplemente siente lo que hay allí para sentir.
El secreto más aterrador es que no hay secreto. Y está bien. Aceptar no es algo que hagamos para controlar el dolor, sino para conectarnos con la vida que persiste. No hace falta un truco: como al faquir doliente, está bien que nos duela.
Nos leemos la próxima.