El conductismo desalmado

Bienvenidos a otro artículo! Gracias a los ruegos… no, perdón, a pesar de los ruegos de nuestros lectores, seguimos escribiendo. Hoy queremos mencionar un tema que es sujeto de debate en todas las emisoras de tv, radio, diarios, entregas de premios nobel y otras situaciones de rehenes en todo el planeta. Hablaremos, por supuesto, y con toda la torpeza de siempre (consideren esto una amenaza), del abordaje que el conductismo realiza de las experiencias privadas.

Una de las críticas usuales al conductismo es que solamente se ocupa de la conducta observable y que ignora o rechaza el mundo interno de los seres humanos –las emociones, sentimientos, pensamientos, recuerdos, etc. La acusación dista de ser nueva, pero sigue siendo repetida en nuestros días por eminentes catedráticos en universidades, cámaras de diputados, locales nocturnos, y otros foros académicos de incluso peor reputación.

Por supuesto, la acusación es falaz. El conductismo radical se ha ocupado activamente del tema desde antes de que varias de las personas leyendo estas líneas fueran siquiera una pecaminosa idea en la mente de sus progenitores. Prácticamente en cada libro publicado por Skinner hay una o varias secciones dedicadas específicamente al mundo interno, que sigue siendo objeto de discusiones y conceptualizaciones en el campo del conductismo radical y el análisis de la conducta.

Este supuesto desdén del conductismo por el mundo interno es el error fundamental respecto al conductismo, el malentendido que peores ánimos le ha granjeado ante la opinión pública y la comunidad profesional, que continúan creyendo que el conductismo trata a las personas como robots sin deseos ni emociones. La pregunta que se impone entonces es: si la afirmación es errónea, ¿por qué subsiste la acusación de que el conductismo no se ocupa de estos temas?

Resulta tentador adjudicar el equívoco a la mera ignorancia, así que podríamos empezar por ahí[1]. No desdeñemos la fuerza de la ignorancia. Por ejemplo, un análisis que se realizó hace varias décadas sobre los libros de texto más usados en las carreras de Psicología en Estados Unidos señaló la presencia de errores y distorsiones de todo tipo al describir los postulados básicos del conductismo (Todd & Morris, 1983). Siendo que esos textos a menudo son uno de los pocos contactos que los docentes universitarios han tenido con el conductismo –y el único que muchos de sus alumnos tendrán– es de esperar que los equívocos y distorsiones que en ellos se presentan se perpetúen generación tras generación de profesionales. Incluso en los más refinados foros académicos es frecuente toparse con argumentos que padecen de groseras confusiones sobre aspectos básicos del abordaje.

Ahora bien, más allá de la mera desinformación o ignorancia, creo que hay otros factores que han contribuido a sostener ese error fundamental. En primer lugar, aunque el conductismo considera a los eventos privados como importantes, se ha ocupado menos de ellos que de la conducta observable, especialmente en las investigaciones experimentales. Esto se debe principalmente a una cuestión práctica: la investigación, en toda disciplina científica, se mueve desde lo simple a lo complejo, motivo por cual el grueso de la investigación en el análisis de la conducta se ha dedicado ante todo a establecer principios conductuales básicos derivados de la experimentación controlada, en lugar de ocuparse directamente de las conductas complejas. Entonces, si bien no ha ignorado el mundo interno de los seres humanos, en términos de cantidad hay más producción sobre las conductas observables, lo cual puede generar confusión sobre la importancia que se les asigna.

En segundo lugar –y creo que este factor tiene más peso en la perpetuación de aquel error fundamental – la forma que tiene el conductismo de abordar las experiencias internas es bastante atípica –incluso podríamos decir que es contraintuitiva respecto a cómo se consideran en nuestra cultura y la psicología mainstream. Involucra una diferente perspectiva filosófica sobre el mundo interno, que marcará el nacimiento del conductismo radical como un paradigma en sí mismo (Schneider & Morris, 1987).

La dificultad reside en que para comprender cómo el conductismo aborda el mundo interno es necesario examinar su singular perspectiva sobre el tema, que es muy diferente a lo que estamos acostumbrados en nuestra cultura. El conductismo no se limita a dar una respuesta diferente, sino que cambia los términos de la pregunta. Creo que esto es lo que ha contribuido en gran medida a la simplificación y distorsión de la posición conductual –es más sencillo decir que el conductismo ignora los pensamientos y emociones en lugar de abordar las complejidades y potencialidades de su perspectiva sobre el tema.

En lo que sigue intentaré proporcionar un panorama general sobre el tema, para aclarar la cuestión o (más probablemente) para oscurecerla definitivamente –cualquiera de los dos resultados puede ser útil para las discusiones académicas[2]. El argumento que voy a presentar no es original, y creo que ha sido mejor expuesto en otros lugares (por ejemplo en Moore, 2008), pero creo que al menos puede servir para apuntar en la dirección correcta.

Antes de ocuparnos en sí del conductismo radical tendremos que dar un rodeo por la historia de la disciplina, para contextualizar mínimamente lo que el conductismo radical propone, con qué está dialogando y qué intenta resolver. El camino es sinuoso, pero con un poco de suerte saldremos de aquí con una mínima idea de cómo el conductismo radical aborda los términos psicológicos comunes, como pensamientos y emociones.

Ármense de paciencia, que esto va para largo.

Cuerpo y alma

La psicología, como disciplina, en sus inicios operó mayormente dentro de una perspectiva filosófica bastante extendida en nuestra cultura a la que podemos llamar dualismo. El término se ha usado de distintas maneras, pero digamos que el dualismo que aquí nos interesa es la posición filosófica que divide al mundo en dos partes: una realidad física o material (el mundo que experimentamos con los cinco sentidos) y otra realidad mental, que carece de dimensiones físicas. Esa segunda realidad puede tener distintos nombres: alma, mente, cosa pensante, psiquismo, etcétera, y pueden asignársele diferentes características, pero en cualquier caso lo central es esa división que se plantea entre lo físico, y lo no físico.

Para referirme a esa realidad y sus elementos utilizaré a lo largo del texto el término mente y mental, sólo por comodidad y por convención, pero pueden reemplazarlo por cualquier otro que designe entidades que operan en una realidad diferente del mundo físico. Para distinguirla de otros usos del término dualismo, se suele llamar mentalismo a esta posición.

Hay dos supuestos que son centrales para el mentalismo del cual quiero hablar. En primer lugar, el mentalismo no es una cuestión de método y tecnología. No se trata de postular elementos de la realidad a los que no podemos abordar por carecer de los métodos y herramientas adecuados. El mentalismo postula la existencia de otra realidad que funciona de manera diferente a la realidad física, una realidad que carece de dimensiones. Es el resabio de la distinción cartesiana entre la res extensa y la res cogitans (materia y pensamiento, aproximadamente). Digamos, la diferencia entre investigar el centro de la tierra e investigar lo mental es que en el primer caso consideramos que pertenece a nuestra misma realidad y que obedece a las mismas leyes físicas que el resto de las cosas, mientras que no asumimos lo mismo en el segundo caso.

El segundo supuesto del mentalismo que quiero describir aquí es la adjudicación de potencia causal a ese mundo interno. Dicho de manera simplificada, una posición mentalista afirma que las acciones observables de los seres humanos son el resultado de lo que sucede en esa segunda realidad. Para este tipo de perspectiva los elementos de la mente (o alguno de sus sinónimos) se consideran la causa de los fenómenos conductuales observables, que serían meramente sus efectos.

Entonces, el mentalismo asume a) que el mundo interno es inaccesible directamente, e irreductible a la realidad física, y b) que es la causa de lo que hacen las personas. La mayoría de las primeras aproximaciones a la psicología como disciplina científica adoptaron alguna variante de esta perspectiva mentalista, separando el mundo entre lo físico y lo mental y definiendo a la psicología –tal como el mismo nombre de la disciplina señala– como la ciencia que se ocuparía de esa segunda realidad.

En una primera impresión, la posición mentalista puede sonar un tanto obvia: por supuesto que tenemos un cuerpo y una mente, es decir, hay un mundo físico y un mundo mental. Pero esa obviedad es hija del hábito. Esta división del mundo, que fue incorporada a nuestra disciplina como si fuera un hecho incuestionable, condujo a un número de problemas conceptuales que nuestra disciplina ha intentado resolver a lo largo del último siglo. Veamos algunos de los problemas que acarrea.

Las palabras menos las cosas

Para constituirse como tal toda disciplina científica necesita desarrollar un lenguaje, un aparato de conceptos que siga los criterios de amplitud y precisión –esto es, que nos permita abordar la mayor cantidad de fenómenos con la menor ambigüedad posible. En el caso de la psicología, en líneas generales lo que buscamos es un aparato de conceptos para comprender los fenómenos psicológicos. Es decir, un vocabulario cuyo uso nos ayude a, en cierto grado, anticipar los fenómenos y sus características, y que nos guíe para poder actuar al respecto.

Conceptos como “trastorno de ansiedad generalizada”, “narcisismo”, “reforzamiento”, o cualquier otro, tiene como objetivo comprender ciertos fenómenos: nos permiten anticipar en cierta medida qué puede pasar y señalan cómo podríamos afectar. Digamos, esperamos que pasen ciertas cosas y no otras cuando decimos que una persona es narcisista o cuando decimos que una conducta fue reforzada, y, al menos en principio, los conceptos nos señalan vías posibles de acción. Entonces, el vocabulario científico tiene como objetivo ayudarnos a comprender el objeto de estudio, lo cual se puede traducir como predecir sus características e influenciar su desarrollo.

El refinamiento progresivo de ese lenguaje es una actividad central del conocimiento. La vía regia para establecer y refinar ese aparato conceptual es por medio de la corroboración con la experiencia que el mundo nos ofrece: la investigación, en sentido amplio. Aunque podemos discrepar respecto a los métodos, la clase de evidencia admitida, y otras cuestiones metodológicas y filosóficas, en última instancia las ciencias necesitan tener algún tipo de contacto empírico sistemático con su objeto de estudio para refinar y pulir ese lenguaje.

Sin ese contacto, ese aparato conceptual tiende a volverse ambiguo, contradictorio, lo cual lo convierte en poco efectivo para lograr influencia y predicción sobre los fenómenos. Eso es de hecho lo que sucedió mientras la psicología fue una rama de la filosofía: proliferaron distintos sistemas y conceptualizaciones sobre los fenómenos psicológicos, desde la teoría de los humores hasta el flujo magnético del mesmerismo, teorías ambiguas, de poca precisión y no demasiado útiles.

Pero si de lo que se trata es de construir una ciencia, en el sentido de conocimientos precisos y efectivos, la mera especulación no nos puede llevar muy lejos. Nos lleva a discusiones bizantinas por los conceptos, que sólo son resueltas por tradición o por autoridad[3]. Por ejemplo, en la historia de la medicina abundan los ejemplos de especulaciones desatinadas pero duraderas sobre la fisiología humana que persistieron hasta tanto no se pudo acceder de manera fiable a las experiencias correspondientes (es decir, mientras carecimos de las herramientas y métodos adecuados para estudiar los pormenores del funcionamiento del cuerpo). Un ejemplo interesante es el descubrimiento de la circulación de la sangre: los pensadores antiguos, siguiendo a Galeno, habían especulado que la sangre se generaba constantemente en el hígado y que desde allí se difundía al resto del cuerpo en donde era consumida. Esta creencia se sostuvo hasta el siglo XVII, cuando William Harvey, investigando directamente el aparato circulatorio con métodos empíricos, descubrió que la sangre circulaba bombeada por el corazón, lo que a su vez llevó a todo tipo de desarrollos y avances médicos (las transfusiones, por ejemplo). Las especulaciones sobre el tema sólo pudieron ser zanjadas cuando hubo una forma de acceder a la experiencia.

Ahora bien, la inaccesibilidad del objeto de estudio en el caso de la medicina antigua, como en otros similares, era más bien metodológica –digamos, se debía a la insuficiencia de métodos e instrumentos disponible en ese momento. Se trata de una situación muy frecuente en las ciencias pero que suele resolverse a medida que se desarrollan mejores métodos e instrumentos[4]. En cambio, cuando la psicología empezó a desarrollarse como disciplina científica adoptó una posición mentalista, proponiendo objetos de estudio que no eran metodológicamente inaccesibles sino esencialmente inaccesibles. Lo mental no es meramente lo oculto, sino que se postula como algo completamente diferente de lo físico, una dimensión diferente de la realidad. El problema es entonces: ¿cómo demonios investigar adecuadamente algo a lo cual no podemos acceder?

Este ha sido, y en buena medida sigue siendo, el gran problema que está en los cimientos mismos de la psicología. Es como tratar de determinar cuánto pesa una esperanza: es difícil obtener una buena respuesta cuando se formula una mala pregunta. Si se la define como la ciencia de lo inaccesible, ¿cómo demonios definir y precisar sus conceptos y principios sin caer en especulaciones y discusiones bizantinas solo dirimibles por autoridad o por votación? Esta es la pregunta que por diversas vías nuestra disciplina intentó responder de distintas maneras, y dado que esta pregunta está estrechamente relacionada con el surgimiento del conductismo, veamos algunas de ellas.

Conozca el interior

Los primeros abordajes experimentales de la psicología que florecieron hacia finales del siglo XIX abordaron este problema empleando métodos introspectivos. La idea básica es que las características del funcionamiento de la mente o la conciencia son al menos parcialmente observables para la persona que las experimenta, por lo cual sería posible desarrollar un abordaje experimental entrenando a las personas para acceder a esos fenómenos de manera confiable y replicable por medio de una introspección controlada.

No hablamos aquí de la introspección poética casual –digamos, contemplar emociones recostado sobre un árbol. Los métodos introspectivos utilizados eran notablemente rigurosos: los sujetos que participaban en las investigaciones eran entrenados minuciosamente en introspección experimental, realizando miles de ensayos de práctica antes de embarcarse en la investigación propiamente dicha (Moore, 2008, p.18). Los primeros abordajes en psicología experimental (Wundt, Titchener, entre otros), intentaron generar conocimientos precisos y replicables de esta manera.

El problema es que incluso bajo esas rigurosas condiciones, los resultados eran poco confiables y a menudo contradictorios entre distintas investigaciones. Las observaciones de un laboratorio no coincidían con las de otro. Cada cual proponía diferentes formas de definir los conceptos que se referían a lo mental, y la posibilidad de una síntesis entre los conocimientos así producidos parecía cada vez más lejana. John Watson resumió la situación de la psicología a principios de siglo XX de la siguiente manera:

“Tanto nos hemos enredados en preguntas especulativas concernientes a los elementos de la mente, la naturaleza del contenido conciente (..) que yo, como estudiante experimental, siento que algo está mal con nuestras premisas y el tipo de problemas que surgen de ellas. Ya no hay ninguna garantía de que todos digamos la misma cosa cuando usamos los términos que son hoy corrientes en psicología. Tomemos el caso de la sensación. Una sensación es definida en términos de sus atributos. Un psicólogo afirmará inmediatamente que los atributos de una sensación visual son la cualidad, la extensión, la duración, y la intensidad. Otro agregará la claridad. Otro agregará el orden. Dudo que cualquier psicólogo pueda enunciar un conjunto de afirmaciones describiendo lo que entiende por sensación que sea compartido por otros tres psicólogos con otro entrenamiento.” (Watson, 1913, p. 163).

En otras palabras, cada persona que abordaba el tema encontraba cosas distintas. De hecho, se parece notablemente a la situación típica de las indagaciones especulativas: cada cual tiene su posición al respecto y no hay una forma clara de unificar criterios.

La vía adoptada por los abordajes introspectivos no resultó un camino científico efectivo. Los eventos internos, inaccesibles pero considerados causalmente eficaces, se resistían a brindar respuestas consistentes. Es en este contexto que John Watson formularía su propia propuesta, una que involucraría un profundo cambio en la forma de abordar la cuestión.

Conductual, mi querido Watson

La propuesta de Watson fue delineada en su artículo de 1913 “La psicología desde el punto de vista del conductista” (Watson, 1913). Este artículo es conocido como el Manifiesto Conductista, ya que se trata ante todo de una declaración de principios para una psicología científica.

Dicho de manera resumida, Watson propuso que la psicología debía ocuparse exclusivamente de la conducta públicamente observable, rechazando de plano cualquier entidad mental o hipotética que no fuese públicamente observable. En otras palabras, de la distinción mentalista entre lo físico y lo mental Watson propuso que la psicología descartase lo segundo en favor de lo primero:

“La psicología, tal como la ve el conductista, es una rama experimental y puramente objetiva de las ciencias naturales. Su objetivo teórico es la predicción y el control de la conducta. La introspección no forma parte esencial de sus métodos, ni el valor científico de sus datos depende de la prontitud con la que se prestan a su interpretación en términos de conciencia. El conductista, en sus esfuerzos por obtener un esquema unitario de la respuesta animal, no reconoce ninguna línea divisoria entre el hombre y el bruto. El comportamiento del hombre, con todo su refinamiento y complejidad, forma sólo una parte del programa total de investigación del conductista” (Watson, 1913, p.176).

Hoy en día, quizá por la costumbre, la propuesta de Watson no parece muy sorprendente, pero para la época resultó más que provocativa. Equivalía a poner a la disciplina de cabeza, modificando completamente la forma de abordar el objeto de estudio. Proporcionaba una manera de desarrollar una psicología científica dando un rodeo en torno al problema del mundo interno. Los postulados de Watson eran polémicos pero atractivos, y suscitaron un fuerte interés académico y numerosos desarrollos científicos durante las décadas subsiguientes. La posición de Watson suele ser denominada como conductismo clásico, y sus características centrales son resumidas por Moore de la siguiente manera:

“El conductismo clásico definió formal y explícitamente a la psicología como la ciencia del comportamiento. La introspección y la preocupación por la dimensión mental, así como la preocupación por la conciencia, no desempeñaban ningún papel en el nuevo punto de vista. El conductismo clásico abrazó enfáticamente un modelo reflejo E – R generalizado. Buscaba explicar los eventos conductuales en términos de algún estímulo antecedente (E) que provocaba la respuesta (R) en cuestión. El conductismo clásico despreocupadamente tomó prestados de la fisiología de los reflejos algunos de sus conceptos fundamentales. De hecho, las primeras nociones de los estímulos como formas de energía física que inciden en el sistema de respuesta, las respuestas como contracciones de un músculo o glándula, las nociones de excitación e inhibición, etcétera, todas tenían su origen en la fisiología de los reflejos. El conductismo clásico afirmó además que su objetivo era la predicción y el control del comportamiento públicamente observable. Dado un estímulo, la tarea del psicólogo era predecir la respuesta; y dada la respuesta, la tarea era determinar el estímulo que la había producido. Ninguna apelación a los fenómenos mentales era apropiada, ya que no era necesaria.” (Moore, 2008, p. 30)

La propuesta de Watson resolvió algunos de los problemas del mentalismo, proporcionando un programa para una psicología empírica y objetiva. Dado que tanto el ambiente externo como la conducta observable son directamente accesibles para la experimentación, es posible lograr un mayor grado de precisión en las observaciones y las conceptualizaciones y así dirimir debates y dificultades de manera empírica en lugar de especulativa[5]. El rechazo de la dimensión mental contribuyó a despejar un poco el ambiente y a proporcionar un programa para la psicología, el inicio de un paradigma que consideraría a la conducta observable no como un mero indicador de procesos mentales sino como un objeto de estudio en sí misma.

Al menos, esa era la intención.

En la práctica, sin embargo, la propuesta de Watson tuvo un alcance más bien limitado. Ganó en precisión, pero perdió en amplitud, dejando fuera un buen número de fenómenos conductuales relevantes. Si bien es posible, el hecho es que resulta difícil dar cuenta de varios fenómenos psicológicos complejos utilizando sólo los principios del conductismo clásico.

Moore (2008, p.31) enumera tres limitaciones cruciales del abordaje. En primer lugar, desde esa posición resulta notablemente difícil dar cuenta de la espontaneidad y variabilidad de la conducta. Es decir, si todas las conductas son respuestas que se extienden a nuevos estímulos (como el caso de un perro que pasa de salivar al presentársele comida a salivar al escuchar un sonido que señala la presentación de comida), es difícil explicar cómo pueden desarrollarse conductas nuevas.  En segundo lugar, el modelo no da cuenta satisfactoriamente de los términos que las personas utilizan para dar cuenta de sus varios estados corporales, los que se refieren a sentimientos, sensaciones, dolores, pensamientos, etc. El conductismo clásico más bien los pasa por alto, pero ello condena a que un amplio rango de fenómenos relacionados con la conducta humana quede excluido de la disciplina. Finalmente, otras ciencias estaban en ese mismo momento lidiando con fenómenos inobservables con métodos indirectos, lo cual parecía abrir el juego para que la psicología hiciera lo propio. Si la física proponía elementos imposibles de observar, tales como los fenómenos cuánticos, ¿por qué no hacer lo mismo en la psicología?

La propuesta de Watson, aun siendo revolucionaria para su época, no fue completamente satisfactoria. Quizá el mayor obstáculo fuese la enorme distancia que había entre las ambiciones bosquejadas en el Manifiesto y los recursos conceptuales y empíricos disponibles en su época. Skinner mismo escribió, refiriéndose a Watson:

“Su nueva ciencia, por decirlo de algún modo, había nacido prematuramente. Contar con pocos datos es siempre un problema en una ciencia nueva, pero para el agresivo programa de Watson, en un campo tan vasto como la conducta humana, fue especialmente dañino. Necesitaba un soporte fáctico mucho más amplio del que pudo encontrar, y no es sorprendente que mucho de lo que dijo pareciese sobresimplificado e ingenuo” (Skinner, 1974, p. 6)

Sería justo decir que Watson tuvo más impacto como ideólogo que como científico. Poner a la psicología de cabeza no fue un logro menor, pero el conductismo clásico, si bien resolvía problemas importantes de la disciplina, hacía agua por varios lugares.

Sería un error, sin embargo, considerar al conductismo clásico como algo menor y superado. El camino que abrió Watson fue de crucial importancia para toda la psicología científica por venir, e incluso sus insuficiencias resultaron fértiles, ya que dieron lugar al surgimiento de propuestas divergentes en el seno del conductismo, promovidas por una nueva camada de investigadores que intentaron resolver las inadecuaciones del conductismo clásico incorporando nuevas herramientas metodológicas y conceptuales.

Dualismo, with a twist

Hacia la década de 1930 comenzó una suerte de segunda fase en el conductismo, con la aparición de abordajes que intentaron resolver los problemas y limitaciones del conductismo clásico.

Dicho a lo bestia (es lo que mejor me sale, a fin de cuentas), estos abordajes retuvieron del conductismo clásico la idea de que la psicología debía ocuparse de lo públicamente observable, pero, para ampliar su alcance y resolver los problemas señalados en la sección anterior, postularon constructos hipotéticos dentro del organismo que mediarían entre los estímulos y respuestas observables: representaciones, impulsos, actitudes, etcétera.

Dicho de manera simplificada, estos abordajes afirman que el ambiente proporciona los estímulos, el organismo los “procesa”, por así decir, de acuerdo con ciertas variables internas ocultas, y emite así las respuestas observables. Digamos, cuando una respuesta no parece adecuarse al estímulo proporcionado, se invoca una variable hipotética que los conecta de manera satisfactoria. De esta forma se pueden resolver las limitaciones del conductismo clásico al lidiar con la espontaneidad y variabilidad de las respuestas. Se trataría, en última instancia, de un efecto de la acción de variables ocultas dentro del organismo.

De esta manera, el foco científico fue puesto sobre esas variables ocultas. La apuesta, por así decir, es que si pudiésemos determinar el funcionamiento de esos constructos no observables podríamos dar cuenta de los fenómenos para los cuales el conductismo clásico se había mostrado insuficiente. De esta manera, el modelo de Estímulo-Respuesta (E-R) del conductismo clásico, fue reemplazado por un modelo mediacional de Estímulo-Organismo-Respuesta(E-O-R), por lo cual Moore denomina a esos abordajes como neoconductismo mediacional (Moore, 2008).

En su búsqueda de desarrollar un abordaje objetivo, esta variedad del conductismo adoptó como filosofía de la ciencia los postulados del positivismo lógico imperante en la época, que requería que para ser objetivo todo concepto debía ser intersubjetivamente verificable, esto es, referirse a eventos que pudiesen ser observados simultáneamente por varias personas (a diferencia del introspeccionismo, en el cual solo una persona podía observar los eventos en cuestión).

El problema es que esas variables organísmicas, aun cuando sean consideradas como parte del cuerpo, seguían siendo construcciones hipotéticas, no eventos observados. Un “impulso” (drive), no es un directamente observable, sino que es una construcción invocada para explicar por qué sucede una determinada observación. Una persona lleva a cabo la acción X frente al estímulo Y, y el investigador lo explica recurriendo a una variable Z que supuestamente reside en el organismo pero que no fue observada directamente.

Entonces, aun cuando no sean constructos literalmente “mentales” (es decir, residentes en una realidad sin dimensiones), en la práctica funcionan como tales. Nos vuelve a llevar al mismo problema de los abordajes introspectivos: la dificultad de lidiar de manera precisa con lo inaccesible. En la práctica, el mentalismo que habíamos echado por la puerta se nos volvió a meter por la ventana.

Además de esto, como la introspección no cumple con el criterio de verificabilidad intersubjetiva, esta perspectiva ni siquiera pudo adoptarla como metodología. El neoconductismo mediacional postuló constructos no observables, pero el positivismo lógico por el que se guiaba requería que los conceptos fuesen definidos en términos de eventos observables. Este fue el principal problema que esta estrategia tuvo que resolver.

La forma de prevenir este problema consistió en adoptar una variedad de operacionalismo. Dicho de manera simplificada, el operacionalismo consiste en definir el significado de un término o concepto exclusivamente según el conjunto de operaciones públicamente observables usadas para medirlo y observarlo. Por ejemplo, para definir operacionalmente el concepto de “longitud” podemos solo describir las operaciones involucradas en establecer la longitud de un objeto (tomar una regla, usar un odómetro, operar un medidor láser, etcétera).

El operacionalismo es una forma bastante efectiva de definir conceptos abstractos o controversiales: en lugar de barajar diferentes definiciones personales, nos atenemos a las observaciones y métodos que involucra. Es una práctica ampliamente extendida en las ciencias: un concepto que no se puede operacionalizar suele no considerarse como científicamente válido.

Esta idea fue llevada a la psicología, en donde fue aplicada a los constructos hipotéticos del neoconductismo mediacional, que fueron entonces definidos según las observaciones y operaciones involucradas.

Ilustremos esto con un ejemplo. La inteligencia (el concepto no es conductual pero puede ser ilustrativo), no es un evento observable, sino una construcción hipotética que se utiliza para explicar ciertas características en las conductas observadas: las conductas “inteligentes” suceden a causa de una hipotética variable interna llamada inteligencia. Hasta aquí, sería un concepto especulativo sin lugar en una psicología científica.

Pero es posible darle un lustre de objetividad por medio de definirla operacionalmente, es decir, describiendo las diversas pruebas y evaluaciones utilizadas para medirla. Se produce así una suerte de alquimia por la cual ese concepto especulativo se convierte en un concepto objetivo, definido según ciertas observaciones pertinentes a tests, pruebas y cuestionarios. En última instancia, esto nos lleva a la curiosa situación de que la inteligencia es propiamente definida como aquello que miden las pruebas de inteligencia.

Más allá de su circularidad, la definición operacional proporciona así una forma de hacer observable lo que de otra manera sería inobservable. Con este recurso, los abordajes mediacionales pudieron otorgar un grado de objetividad a sus conceptos, ocupándose de lo inobservable bajo la forma de variables intervinientes o constructos hipotéticos operacionalizados (véase MacCorquodale & Meehl, 1948).

Citando una vez más a Moore, los abordajes mediacionales “apelan al principio del positivismo lógico de la verificación, o las definiciones operacionales, en un intento de garantizar el sentido empírico de sus empresas. Entonces, afirman que sus palabras, términos y conceptos son legítimos porque pueden desarrollar alguna medida públicamente observable (…) de lo que cuenta y no cuenta como instancia de un término”(Moore, 1989). Esta estrategia, marcada por el operacionalismo y el positivismo lógico, que abarca tanto el conductismo de Watson como los abordajes mediacionales, suele englobarse bajo el término conductismo metodológico (Moore, 2011), para distinguirlo de la estrategia del conductismo radical de Skinner, que veremos a continuación.

La estrategia del conductismo metodológico que se desarrolló en el primer cuarto del siglo XX se convertiría en el pilar fundacional de la psicología cognitiva, y en cierto sentido es hoy la estrategia predominante en la psicología científica en general. En efecto, la psicología mainstream sigue empleando esa aproximación, explicando los eventos observables por medio de postular constructos hipotéticos no observables (emociones, personalidad, resiliencia, esquemas, inteligencia, mentalización, motivación, etc.) a los que operacionaliza utilizando tests, cuestionarios, u otros procedimientos observables para asegurarles un mínimo de objetividad y consistencia en la definición.

De manera que, si alguna vez les dicen que el conductismo ha muerto, pueden replicar que, al menos en lo que a conductismo metodológico respecta, no sólo no está muerto, sino que es de hecho la principal estrategia metodológica en la disciplina, adoptada incluso por las orientaciones teóricas que rechazan el conductismo. La psicología empírica actual, en gran parte, se ha desarrollado siguiendo el camino trazado por el conductismo metodológico.

Metodolatría

A pesar de su popularidad, la estrategia adoptada por el conductismo metodológico dista de ser una solución perfecta al problema de los constructos hipotéticos. El principal problema del operacionalismo como solución es que en realidad no evita la proliferación de conceptos difusos y especulaciones, sino que más bien los legitima a posteriori. Es decir, permite proponer cualquier constructo hipotético o reificación de la psicología popular y legitimarlo por medio de una operacionalización. Si se me disculpa la analogía, es como lavar dinero: no limpia su dudoso origen, sino que más bien le da una pátina de legitimidad suficiente como para que circule.

Como ilustración de esto, permítanme compartirles dos denuncias de una misma situación, separadas por casi un siglo. Escribe Watson en el manifiesto conductual: “Creo firmemente que, dentro de doscientos años, a menos que se descarte el método introspectivo, la psicología aún estará dividida sobre la cuestión de si las sensaciones auditivas tienen la cualidad de ‘extensión’, si la intensidad es un atributo que se puede aplicar al color, si hay una diferencia en la “textura” entre la imagen y la sensación y sobre muchos cientos de otros de carácter similar” (p.164). Comparemos a continuación la afirmación de Watson con la situación actual del término “emoción”. A pesar de que es uno de los términos más extendidos en la psicología mainstream, aún no ha sido posible definirlo. Un relevamiento de la década del 80 encontró hasta 92 definiciones diferentes para el término (Kleinginna & Kleinginna, 1981), mientras que en una investigación reciente entrevistaron a 34 personas destacadas en el campo de la investigación en emoción sin encontrar una definición que fuese compartida por todas (Izard, 2010). A tal punto llega la confusión sobre el término que en esta última publicación se sugiere lisa y llanamente dejar de usarlo en las publicaciones, o bien que cada persona aclare a qué se refiere con el término. Claramente, la predicción de Watson viene siendo correcta (aunque dijo doscientos años, así que tendremos que ver cómo están las cosas en el 2113). Tenemos decenas de definiciones y conceptualizaciones diferentes, sin que queden muy en claro los procesos básicos involucrados en cada caso.

La apuesta del conductismo metodológico permitió abordar fenómenos de difícil explicación para el conductismo clásico, pero perdiendo, nuevamente, precisión y claridad en los conceptos. Es en este contexto en el que podemos mejor entender la originalidad del conductismo radical, que viene a insertarse en esta suerte de conversación entre diferentes estrategias metodológicas en psicología que podría delinearse más o menos así:

  1. Nuestra disciplina inicialmente adoptó una perspectiva dualista, asumiendo una división entre una dimensión física y una dimensión mental (en el sentido amplio del término), es decir, carente de dimensiones físicas y con su propio funcionamiento. La dimensión mental fue tomada como el foco de la disciplina, lo cual presentó el desafío de cómo definir los términos y conceptos de manera precisa para investigarlos.
  2. Los primeros abordajes experimentales, enfocándose en lo mental, adoptaron una metodología introspectiva rigurosa para intentar resolver la falta de precisión, entrenando sujetos para realizar observaciones de su mundo privado. Esta estrategia no brindó los resultados esperados, ya que no se alcanzaba consistencia entre las observaciones así realizadas, por lo cual fueron propuestas nuevas soluciones y modos de abordaje.
  3. Entre esas soluciones estuvo el conductismo de Watson, quien propuso que la psicología descartase redondamente el aspecto mental o privado del objeto de estudio, y en cambio se ocupase exclusivamente de lo público, de las conductas y estímulos observables. Esta estrategia, si bien permitió ganar precisión en los conceptos y generó nuevos y útiles desarrollos, eventualmente resultó insuficiente para abordar fenómenos psicológicos complejos.
  4. Para resolver las limitaciones del conductismo clásico, el neoconductismo mediacional adoptó la estrategia de postular variables ocultas en el organismo, que servirían para explicar la interacción entre estímulos y respuestas observables. En cierto modo, esto comportaba una vuelta al dualismo. Para evitar las dificultades conceptuales y experimentales inherentes al mismo adoptaron perspectivas del positivismo lógico, y en particular, recurrieron a la operacionalización como estrategia metodológica. Esta es la estrategia que aún prima en la psicología mainstream, pese a que exhibe las mismas dificultades que las otras soluciones dualistas (notablemente, la dificultad para definir y operacionalizar conceptos).

Este es el rodeo que necesitábamos dar, para tener un panorama más claro del contexto en el cual surge la propuesta del conductismo radical, con qué está conversando, a qué se opone yen qué consisten sus originalidades. Estírense un poco y recuperen fuerzas para seguir, que aún hay bastante tela para cortar.

La radicalización del conductismo

La tercera estrategia que examinaremos es la solución propuesta por Skinner. Para ello tenemos que remontarnos a 1945, año crucial para el conductismo. Ya todos estarán intuyendo a qué acontecimiento me refiero, no se discute ningún otro tema en internet ni en la televisión: es el año de la publicación del conocido artículo El análisis operacional de los términos psicológicos (Skinner, 1984)[6].

En el improbable caso de que no lo conozcan, ese artículo es la historia de origen del conductismo radical. Es el equivalente de la historia de los padres de Superman enviando su bebé a la tierra para salvarlo de la explosión del planeta Kriptón; la historia del asesinato que llevaría a Bruce Wayne a convertirse en Batman; la historia del creador del reggaetón golpeándose muy fuertemente la cabeza, etcétera.

El punto es que no es posible comprender la originalidad del conductismo radical sin examinar este artículo  –o al menos las ideas que están en él, ya que el artículo en sí es bastante denso e incluso algo ambiguo en algunos pasajes (véase por ej. Ribes-Iñesta, 2003; pero también Flanagan, 1980)[7]. Esas ideas constituirán el germen de una buena parte de su producción académica durante las siguientes décadas y marcarán en gran medida el rumbo que la psicología conductual adoptará de allí en más.

El artículo en cuestión es la transcripción de la participación de Skinner en un simposio en el cual se discutieron diversos aspectos de la operacionalización en psicología. Como señala el resumen del artículo, el objetivo del aporte skinneriano fue dar una respuesta a la pregunta ¿qué es una definición? El corazón del argumento skinneriano es que no podemos definir los términos y conceptos que se refieren al mundo interno sin ocuparnos antes de qué es una definición. Esto requiere, por una parte, esbozar una teoría sobre el lenguaje que nos permita entender qué es un término o definición y cómo funciona, y por otra parte, examinar las particularidades y desafíos que se presentan cuando lo que tratamos de definir es un término basado en un evento interno.

Skinner aborda varios temas en el texto: propone una redefinición conductual del concepto de operacionalización, señala qué involucraría esto para la ciencia, y establece el papel que de acuerdo a ello pueden ocupar los eventos privados en una ciencia de la conducta. En otras palabras, en ese artículo Skinner define algunas de las características distintivas del conductismo radical. Intentaré glosar.

Operacionalización y lenguaje

Skinner comienza su participación señalando que la operacionalización –definida como la práctica de abordar los conceptos exclusivamente sobre las observaciones que atañen y los procedimientos llevados a cabo para obtener esas observaciones– es una actitud saludable y necesaria para toda ciencia, que ayuda a despojar a los conceptos de connotaciones ambiguas. Ahora bien, para comprender las dificultades con las que nos hemos topado para operacionalizar los términos psicológicos comunes, sostiene Skinner, es necesario comprender cómo funcionan las definiciones y conceptos, es decir, cómo funciona el lenguaje. No podemos operacionalizar conceptos sin comprender qué es un término o concepto. Lo que se necesita es definir qué demonios es una definición.

El funcionamiento y definición de términos y conceptos, por supuesto, es un problema central que ha sido abordado por diversas tradiciones. Pero –y esto es crucial– siempre se trató de abordajes filosóficos o lingüísticos del tema, como fue el caso del conductismo metodológico, que tomó las ideas del positivismo lógico y el pragmatismo tardío con respecto a la términos y conceptos. Es decir, se trató siempre de abordajes más o menos especulativos de la cuestión.

La pieza faltante, sostiene, es “una formulación satisfactoria de la conducta verbal de los científicos” (p.547). En otras palabras, lo que propone es adoptar una perspectiva psicológica y objetiva sobre el lenguaje y los conceptos, abordarlos en términos conductuales.

Skinner señala un punto crucial: hacer ciencia involucra principalmente a los científicos hablando sobre observaciones y procedimientos, es decir, atañe a su conducta verbal. Los conceptos y términos son ante todo conductas emitidas para abordar su objeto de estudio –es decir, para lograr predicción e influencia sobre los fenómenos psicológicos. Por este motivo, analizar los principios detrás de la conducta verbal es un paso imprescindible para determinar en qué consiste la operacionalización de un concepto y cuáles son sus limitaciones.

Dicho de otra manera, para poder definir qué significa un término psicológico como conciencia, emoción, o predisposición, etc., es necesario primero entender qué es un término, en general, y esto a su vez involucra entender qué es el lenguaje. Skinner propone así un esbozo de la interpretación conductual del lenguaje que presentaría en forma completa doce años más tarde en Conducta Verbal. Veamos en qué consiste.

En primer lugar, Skinner descarta las teorías que señalan que las palabras y conceptos son vehículos por los cuales se transmiten “significados” o “ideas”, por tratarse de teorías especulativas, no susceptibles de comprobación empírica. Si lo piensan por un momento, también se trata a fin de cuentas de posiciones dualistas: así como el dualismo en psicología divide el mundo entre lo físico y lo no físico, estas posiciones adoptan la perspectiva de que hay algo físico (las palabras escritas o sonidos), y algo inmaterial (el “significado” o términos equivalentes) que es transmitido a través de lo primero. Suena intuitivamente obvio, pero esto se debe a que es la forma en la cual se suele pensar popularmente el lenguaje. Es lo que nos presentan los diccionarios: está la palabra y está su significado. Pero cuando examinamos esta posición de cerca surgen no pocas contradicciones y dificultades –entre otras, cómo definir objetivamente las características y funcionamiento de una entidad etérea como el “significado”.

En lugar de eso, Skinner propone que el lenguaje se puede abordar no como un sistema de significantes y significados, sino como se presenta en la experiencia: acciones de un ser humano. El lenguaje es algo que los seres humanos hacen, sea por medio del habla, la escritura, u otros tipos de recursos; acciones, con ciertas características, que se emiten en contextos complejos específicos y que tienen ciertos efectos en los oyentes que han recibido el entrenamiento verbal adecuado (es decir, si aprendieron a su vez el mismo idioma). Una palabra es una acción verbal –o, más correctamente, una conducta verbal. Es una conducta especial en su impacto, pero conducta a fin de cuentas, que puede ser abordada científicamente como cualquier otra.

Lo que Skinner sostiene es que las conductas verbales no son esencialmente distintas de otras conductas –son más complejas y están controladas por un contexto más sutil, por supuesto, pero no hay motivos para asumir a priori que siguen leyes completamente diferentes al resto de la actividad humana. Por lo tanto, si queremos comprender una instancia de conducta verbal (la emisión o seguimiento de términos y conceptos) necesitamos describir su contexto de emisión, sus antecedentes y consecuencias –incluso cuando se trata de los términos científicos. Dicho de manera aproximada: una palabra es una acción que aprendemos a emitir, y su sentido radica en el uso que de ella hacemos[8].

Pasamos así de hablar de lenguaje como sistema a hablar de acciones de seres humanos situados en un determinado contexto. Si realizamos ese cambio de perspectiva, se abre un panorama completamente diferente sobre qué es el lenguaje. Esto no involucra necesariamente un choque con las perspectivas lingüísticas sobre el lenguaje (las que se ocupan del lenguaje como sistema de signos), sino adoptar una perspectiva psicológica del lenguaje. Desde esta perspectiva, Skinner en el artículo del 45 ofrece su propia interpretación sobre qué consiste definir un término o concepto (se va a ocupar particularmente de los psicológicos, pero esto aplica a todos los términos):

Al lidiar con términos, conceptos, constructos y demás, se gana una ventaja considerable si se los aborda en la forma en que son observados –literalmente, como respuestas verbales. En ese caso no hay peligro en incluir en el concepto aquel aspecto o parte de la naturaleza que incluye. (…). El sentido, los contenidos y las referencias se encuentran entre los determinantes, y no entre las propiedades de la respuesta. La pregunta “¿qué es la longitud?” podría ser satisfactoriamente contestada por medio de listar las circunstancias bajo las cuales la respuesta “longitud” es emitida (o, mejor aún, proporcionando una descripción general de tales circunstancias). Si se revela la existencia de dos conjuntos separados de circunstancias entonces hay dos respuestas que tienen la forma “longitud”, dado que una clase verbal de respuestas no se define por su forma fonética sino por sus relaciones funcionales. Esto es verdadero aún si se halla que los dos conjuntos están íntimamente conectados. Las dos respuestas no están controladas por el mismo estímulo, no importa qué tan claramente se muestre que los diferentes estímulos surgen de la misma “cosa”. (Skinner, 1984, p. 548) [9]

Lo que Skinner propone aquí es que el sentido de un término radica en las circunstancias que controlan su emisión: frente a la pregunta por el significado de “longitud”, Skinner responderá que consiste en una respuesta verbal que se emite en situaciones que tienen ciertas características.

La posición es notable: Skinner externaliza el significado. Convierte al lenguaje en acciones situadas, no en vehículo de significados. Las palabras no se “refieren” a nada ni cuentan con una cosa etérea llamada significado entre sus propiedades –el significado no está “dentro” de la palabra, sino que está en su contexto de emisión. Podríamos decirlo así: cuando aprendo la palabra “perro” no estoy aprendiendo un hipotético “significado” intrínseco de la palabra, sino que estoy aprendiendo las circunstancias en las cuales emitir esa conducta particular es culturalmente adecuado (es decir, que otras personas van a responder reforzando o castigando esa emisión). Adquirir un lenguaje, entonces, consiste en adquirir un amplio repertorio de conductas bajo control de un contexto cada vez más fino y sutil.

El objetivo de Skinner al bosquejar su interpretación del lenguaje es emprender la operacionalización desde este punto de vista. Es decir, operacionalizar un término psicológico es indicar cuáles son sus circunstancias de emisión, no asignarle arbitrariamente un significado o un conjunto de operaciones:

Lo que queremos saber, en el caso de muchos términos psicológicos tradicionales, es, en primer lugar, las condiciones de estímulo específicas bajo las cuales son emitidas (esto corresponde a “encontrar los referentes”), y en segundo lugar (y esto es una pregunta sistemática mucho más importante), por qué cada respuesta está controlada por su condición correspondiente. Esta última no es del todo una pregunta genética. El individuo adquiere el lenguaje de la sociedad, pero la acción reforzante de la comunidad verbal sigue desempeñando un importante papel manteniendo las relaciones específicas entre respuestas y estímulos que son esenciales para el funcionamiento cabal de la conducta verbal. Cómo el lenguaje se adquiere es, por tanto, sólo parte de un problema mucho más amplio” (Skinner, 1984, p. 548)

La primera oración contiene el camino a seguir. Para definir un término es necesario especificar: 1) las circunstancias de su emisión, es decir, los estímulos antecedentes; y 2) cuál es la historia de aprendizaje por la cual la comunidad verbal entrenó el emitir ese término ante esos estímulos. “Para Skinner, el sentido de un término reside en la relación funcional entre su uso y los estímulos que son antecedentes y consecuentes a tal uso. En otras palabras, entender el sentido del enunciado “Estoy ansiosa” requiere el conocimiento del contexto, tanto actual como histórico, que ocasionó tal enunciado” (Friman et al., 1998)[10].

Es decir, desde esta perspectiva no encararíamos a la “inteligencia” como un término con un significado que debe ser lógica o filosóficamente construido, ni tampoco como el resultado de tests y cuestionarios. “Inteligencia” es algo que dicen las personas en ciertos contextos reales, y para operacionalizar el término es necesario describir esos contextos.

La propuesta de Skinner es des-reificante, por llamarla de alguna manera. Lo que quiero decir con esto es que el lenguaje cotidiano tiende a reificar abstracciones, a tomar palabras y convertirlas en “cosas”. Por ejemplo, la inteligencia fue primero una cualidad atribuida a  ciertas conductas, que con el paso del tiempo se reificó hasta convertirse en una suerte de objeto interno al cual se le atribuye un poder causal activo; similarmente, la angustia fue primero una metáfora para sensaciones corporales de ahogo y constricción (el término viene de “angosto”), y luego fue reificada y abordada como una entidad en sí misma.

Skinner proporciona un saludable antídoto a esa tendencia reificadora del lenguaje. Abordar a los términos y conceptos como conductas situadas disipa no pocas brumas, y es una estupenda profilaxis para abordar algo tan difícil como los conceptos psicológicos, con su bagaje cultural e histórico.

El problema con los términos psicológicos habituales

Skinner esboza entonces su aproximación al lenguaje, que es a grandes rasgos similar a lo que sostendrá en Conducta Verbal, y desde allí aborda el problema de la operacionalización.

Como acabamos de mencionar, para Skinner, un término está determinado por sus circunstancias de emisión. Ahora bien, circunstancias no quiere decir un solo estímulo, sino una suerte de constelación de estímulos con cierta configuración. En cierto sentido una palabra es una respuesta a un estímulo (o dicho de otro modo, una acción en un contexto), pero ese estímulo no es uno solo, sino una cierta configuración de estímulos.

Se trata de la idea de la causación múltiple que Skinner expondrá más detalladamente en el Capítulo 9 de Conducta Verbal: “la fuerza de una respuesta particular puede ser, y generalmente es, función de más de una variable”(Skinner, 1957, p. 227). Lo que está indicando es que la emisión de una palabra puede estar determinada no por uno, sino por múltiples estímulos simultáneos. Aproximadamente podríamos usar como ejemplo el cantar “bingo” al jugar ese juego: la emisión de esa palabra no está controlada por un solo estímulo, sino por una constelación de múltiples estímulos simultáneos (los números marcados en el cartón).

Ahora bien, esas circunstancias pueden incluir tanto estímulos que estén fuera de la piel como estímulos que estén dentro de la piel, estímulos a los cuales sólo el sujeto puede responder:

La respuesta “Me duele una muela” está en parte bajo el control de un estado de cosas al que sólo el hablante puede reaccionar, ya que nadie más puede establecer la conexión necesaria con la muela en cuestión. No hay nada misterioso o metafísico en esto; el simple hecho es que cada hablante posee un pequeño pero importante mundo privado de estímulos. Hasta donde sabemos, las respuestas a ese mundo son como respuestas a eventos externos. (Skinner, 1984, p. 548)

En textos posteriores Skinner dirá que los estímulos nos llegan por tres vías: exterocepción (los cinco sentidos), interocepción (estimulación proveniente de los estados físicos internos, como taquicardia o contracciones del estómago), y propiocepción (la percepción del movimiento muscular). Y el punto es, que un estímulo venga por una u otra vía no hace mayor diferencia. En otras palabras, la piel es una cuestión secundaria para Skinner. El adentro o afuera de los organismos no es tan relevante porque a fin de cuenta no estudiamos organismos sino conductas, respecto a las cuales preguntar por el afuera o el adentro tiene tanto sentido como preguntarse por el costado izquierdo de un vals (parafraseando a Alejandro Dolina).

Llegamos así entonces a una definición de “definición”: los términos psicológicos son conductas verbales que pueden (y de hecho suelen) estar bajo control de múltiples estímulos, algunos de los cuales pueden ser privados. Podríamos pensar entonces que el problema está resuelto: para definir con precisión los términos psicológicos corrientes bastaría con describir los estímulos externos e internos que están presentes cuando se emite el término en cuestión. ¿Verdad…?

No del todo.

Verán, dicho de manera muy simplificada, todo el lenguaje se adquiere a través de la influencia y entrenamiento de una comunidad verbal de hablantes de un mismo idioma a través de múltiples instancias de aprendizaje (esto incluye a la interacción directa, la conversación, la lectura, etc.). Esa comunidad moldea y refuerza la emisión de ciertas respuestas verbales frente a los estímulos adecuados y no frente a otros. Dicho de otra manera, a través de la socialización se establece el sentido de los conceptos (en qué circunstancias es adecuado emitirlos).

Por ejemplo, aprendemos los nombres para los colores que nuestra sociedad entrena. Sin ese entrenamiento social no responderíamos de manera distinta a diferentes colores –no podríamos identificarlos ni nombrarlos, tal como efectivamente sucede con los colores de los cuales nuestra cultura no se ocupa. Es conocido el caso de la tribu Himba, de Namibia, cuyos miembros pueden reconocer leves variaciones en tonos de verde que para nuestros ojos occidentales resultan idénticos (aunque, a su vez, tienen dificultades para distinguir entre el verde y el azul). “Ven” colores que nosotros no[11], porque su cultura proporciona no sólo una forma de nombrarlos, sino también el entrenamiento correspondiente para distinguirlos. El lenguaje de los colores se desarrolla y refina a medida que una comunidad verbal particular refuerza, castiga, o extingue ciertas palabras (y otras conductas) que se emiten frente a estímulos con diferentes colores.

Esta es la vía central para refinar y precisar un léxico: a través de la acción de la comunidad verbal aprendemos cual es la constelación estimular adecuada para emitir una palabra y no otra. Con las palabras determinadas por estímulos del mundo privado, sin embargo, nos encontramos con una dificultad: por definición no son accesibles para la comunidad verbal, por lo cual ésta no puede establecer un criterio consistente para su uso.

Digamos, para decir “papá”, “árbol”, “verde”, o “temperatura”, la comunidad nos entrena señalando estímulos o constelaciones de estímulos que son accesibles tanto para el hablante como a la comunidad. Puede tratarse de un estímulo concreto (por ejemplo, para la palabra “papá” o “árbol”) o incluso de una propiedad de los estímulos (como en el caso de “verde” o “cuadrado”), pero en cualquier caso se trata de estímulos compartidos, estímulos observables. Es por eso que cuando el hablante emite la palabra frente a una constelación de estímulos que para su comunidad es inapropiada (por ejemplo, diciendo “verde” al ver un semáforo en rojo), el resto de la comunidad actúa de manera tal que extingue o castiga esa emisión. Los estímulos públicos son el criterio compartido para lograr un uso consistente de los términos, funcionando como el metro patrón que sirve para anclar la definición de “metro”.

En cambio, por definición los estímulos privados están normalmente fuera del alcance de la comunidad. Esto debería ser inmediatamente un obstáculo para lograr un uso consistente del término. La cuestión es: si nadie más tiene acceso a lo que sucede en mi mundo interno, ¿cómo aprender a nombrar esos eventos? ¿Cómo puedo aprender a identificar y a denominar como “miedo” a una determinada sensación interna y a otra como “ansiedad”?

La comunidad verbal resuelve el problema de la privacidad utilizando atajos, guiándose por indicios indirectos públicos para entrenar un vocabulario que sea aproximadamente adecuado[12]. Por ejemplo, le decimos un niño que acaba de ser perseguido por un perro que la sensación que experimentó es “miedo”, aun cuando no tenemos forma de saber qué es lo que efectivamente está experimentando de manera privada. Nos guiamos por los estímulos públicos: la persecución que observamos, la respiración entrecortada, pero no tenemos idea de qué estímulos privados están presentes, qué es lo que efectivamente siente. Los estímulos privados podrían ser muy diferentes de lo que imaginamos o de lo que sentiríamos en una situación similar. Vemos sólo la mitad del cartón, pero le decimos que cante “bingo”. El problema es que la mitad del cartón que no vemos puede tener cosas muy distintas en cada caso. De esa manera, los términos anclados a experiencias privadas resultan inevitablemente ambiguos y su uso es inconsistente.

Consideremos la siguiente pregunta: ¿hay algún evento interno que esté consistentemente presente en toda instancia en la cual una persona dice “tengo miedo”? La respuesta breve es que no. Setenta años después del artículo de Skinner, la neurocientífica Louise Feldman Barret escribe estas líneas:

“En lo que respecta a emociones y el sistema nervioso autónomo, se han realizado cuatro meta-análisis significativos en las últimas dos décadas, el más grande de los cuales abarcó más de 220 estudios de fisiología y casi 22000 sujetos de investigación. Ninguno de estos cuatro meta-análisis encontró una huella consistente y específica de las emociones en el cuerpo (…) Esto no significa que las emociones sean una ilusión ni que las respuestas corporales sean aleatorias. Significa que, en diferentes ocasiones, en diferentes contextos, en diferentes estudios, dentro del mismo individuo y a lo largo de varios individuos la misma categoría emocional involucra diferentes respuestas corporales (…) A pesar de la tremenda inversión de tiempo y dinero, la investigación no ha revelado una huella corporal consistente ni siquiera para una emoción” (Feldman Barrett, 2017, p. 14).

Es exactamente lo que Skinner predijo en 1945. Lo que Skinner probablemente diría es que el problema no es que la neurociencia carezca de datos para definir qué es una emoción, es que está formulando la pregunta incorrecta, y nunca puede surgir una buena respuesta a una mala pregunta. El problema es que la palabra misma “emoción”, los nombres específicos de cada emoción, y todos los términos psicológicos que se refieren exclusivamente a eventos internos son fatalmente inconsistentes porque la comunidad carece del acceso necesario para entrenar respuestas consistentes: “Las contingencias que establecen la conducta verbal bajo el control de estímulos privados son defectuosas” (Skinner, 1957, p. 134, el énfasis es mío).

Si me permiten reformularlo en otros términos: para Skinner el lenguaje es ante todo una práctica social, y dado que la sociedad no puede acceder a los eventos que suceden en el mundo privado de las personas, no puede desarrollar un lenguaje consistente y preciso para hablar sobre ellos. Eso no significa que esos eventos no sean importantes ni relevantes, sino que son científicamente problemáticos: la sociedad toma algunos atajos para nombrarlos aproximadamente, utilizando metáforas extendidas y los eventos públicos como indicadores, pero a fin de cuenta todos los términos que se refieren a eventos internos están ambiguamente determinados. Por ejemplo, cuando una persona dice algo como “tengo ojos marrones”, podemos identificar con relativa facilidad cuáles son los estímulos de los cuales depende esa afirmación. Contrastemos eso con lo que sucede cuando decimos “tengo hambre”: ¿cuál es el estímulo que está controlando esa afirmación? La respuesta “tengo hambre” en un caso puede estar controlada por los bajos niveles de azúcar en la sangre (digamos, si no hemos comido en todo el día), mientras que en otro puede ser algo que decimos ante la vista de un plato especialmente apetitoso, y en un tercer caso puede tratarse de algo que decimos cuando estamos en una situación monótona (digamos, aburrimiento). La participación de la estimulación interna es completamente diferente en cada caso, y la función de la verbalización también será distinta en cada caso.

Podríamos, arbitrariamente, operacionalizar al hambre como niveles bajos de glucosa en la sangre a fines de investigación, pero eso no solucionaría el problema de la predicción e influencia, porque las personas en sus ambientes normales utilizan el término de manera imprecisa, determinada por su historia de aprendizaje social, y como si fuera poco, en muchos casos, ni siquiera el hablante está al tanto de qué estímulos privados están presentes en cada caso (Skinner, 1957, p. 135). Skinner describió así el problema con una estrategia de este tipo:

“El investigador no puede señalar con facilidad cuál es el estímulo al cual debe apelar para predecir y controlar la conducta. Posiblemente este problema eventualmente sea resuelto por medio de técnicas fisiológicas mejoradas que hagan público al evento que es privado. En el campo verbal, por ejemplo, si pudiéramos decir precisamente qué eventos dentro del organismo controlan la respuesta “estoy deprimido”, y especialmente si pudiésemos producir estos eventos a voluntad, podríamos alcanzar el grado de predicción y control característicos de las respuestas verbales a los estímulos externos. Pero, aunque esto sería un avance importante, y sin duda corroboraría la naturaleza física de los eventos privados, el problema de la privacidad no puede ser completamente resuelto por medio de la invasión instrumental del organismo. Sin importar qué tan claramente estos eventos internos sean expuestos en el laboratorio, aún subsiste el hecho de que en el episodio verbal normal son bastante privados.” (Skinner, 1957, p. 130)

El punto es que los términos referidos a eventos internos no pueden ser usados de manera consistente, y eso no se puede resolver metodológicamente: “el problema de la privacidad no puede ser completamente resuelto por medio de la invasión instrumental del organismo”.

Skinner señala así lo que a su juicio ha sido el error de la psicología: incorporar términos irremediablemente ambiguos (emoción, sensación, motivación, mente, etcétera) como si se refiriesen a eventos definidos, y forzar estrategias metodológicas para investigarlos –olvidarse de que se tratan ante todo de construcciones verbales y tratarlos como cosas.

El papel de los eventos internos en una ciencia de la conducta

¿Significa esto que los eventos internos están excluidos de una ciencia de la conducta? La respuesta de Skinner es un enfático “no”. Lo que necesitamos hacer es proceder de manera cuidadosa para no enredarnos en un laberinto sin salida.

El mundo interno comprende a grandes rasgos dos tipos de eventos: estímulos privados y respuestas encubiertas. Ambos son eventos físicos del organismo, no eventos mentales. Como señala Flanagan (1980, p. 9), Skinner está formulando “la osada conjetura de que tanto los eventos públicos como los privados están hechos de la misma cosa y obedecen las mismas leyes”, y la importancia de esa conjetura no debe subestimarse.

Los estímulos privados, como cualquier estímulo, pueden adquirir diversas funciones conductuales. Esas funciones son entrenadas por la comunidad a partir de los aspectos públicos: aprendemos a decir “tengo miedo”, por ejemplo, cuando la comunidad así nos entrena guiándose por los aspectos públicamente observables de la situación, pero nosotros experimentamos, paralelamente, estímulos privados que están presentes al emitir esa respuesta. Esos estímulos privados son notables para la propia persona, y con el tiempo pueden comenzar a participar en la emisión de la respuesta verbal: con el tiempo, una persona puede aprender, al notar ciertos cambios físicos en su cuerpo, a etiquetar a la situación como “tengo miedo”. El problema es que no podemos saber con precisión cómo la persona aprendió a decir “siento miedo” a lo largo de su historia, es decir, qué estímulos internos participaron ni de qué manera. Quizá una persona aprendió a etiquetar como miedo a las situaciones que incluyen taquicardia, mientras que otra lo hace frente a situaciones que incluyen falta de aire, y otra lo hace sin participación eminente de estímulos internos.

Entonces, un análisis experimental está fuera de cuestión porque es imposible conseguir un sujeto sin entrenamiento previo. Lo que sí podemos hacer, señala Skinner, es interpretar, emitir una conjetura, basada en los principios conductuales que han sido establecidos de manera conductual, que proponga el contexto probable de emisión de un término psicológico.

Esto no reemplaza al análisis experimental, pero sí nos permite lograr un cierto grado de predicción e influencia. A lo largo de su carrera, Skinner dedicó decenas de textos a estas interpretaciones conductuales de términos que incluyen eventos internos, como emoción, motivación, conciencia, personalidad, etc., en donde señala el contexto público que probablemente controle la emisión de las respuestas correspondientes.

Si nos volvemos ahora hacia las respuestas encubiertas, digamos que estas atañen principalmente a lo que solemos llamar pensamientos y creencias, que son a fin de cuentas conductas verbales encubiertas. Como mencioné anteriormente, una conducta no requiere diferentes leyes conductuales suceda meramente porque suceda fuera o dentro de la piel. Digamos, no hay razones a priori para considerar que una persona que empieza leyendo un párrafo en voz alta y gradualmente reduce el volumen de su voz hasta llegar a una lectura completamente silenciosa esté pasando de una realidad física a una realidad mental, ni que en algún lugar de esa progresión las leyes aplicables cambien. Se trata, a fin de cuentas, de conductas operantes como cualquier otra.

Se podría objetar que, a diferencia de otras conductas, los pensamientos parecen tener vida propia, en el sentido de que con frecuencia parecen “aparecer” en nuestra cabeza sin que los emitamos, pero es lo que pasa con todas las conductas operantes que tienen suficiente práctica: se emiten “solas”, por así decir. Pero sería un error. Después de todo, aprendieron a leer por medio de mucho esfuerzo y entrenamiento, no de manera espontánea, y sin embargo, cuando hoy ven la palabra “guacamole” no pueden evitar leerla como palabra en lugar de verla como un conjunto de trazos. Lo mismo sucede con nuestros pensamientos: se trata de conductas verbales emitidas de manera encubierta frente a un cierto contexto que puede incluir estímulos externos e internos, y que pueden parecer automáticas porque se emiten con mucha fluidez a causa de su extenso entrenamiento.

Ahora bien, esto no implica que debamos considerar a los pensamientos como causas de otras conductas. Con las conductas observables, esto está claro: una conducta nunca es causa de otra conducta (en el sentido de que la ocurrencia de una determine fatalmente la ocurrencia de la que sigue). La causa está siempre en el ambiente. Una conducta puede participar de la constelación de estímulos para una conducta siguiente, pero no causarla mecánicamente: al tocar una melodía en el piano, por ejemplo, podríamos decir que la pulsación de una nota FA está parcialmente determinada por la pulsación de la nota anterior SOL, pero no sería apropiado decir que la primera está causada por la segunda, sino que la segunda es parte del contexto de emisión de la primera, que incluye además la partitura, las instrucciones de la profesora de piano, etc.

Lo mismo aplica a las conductas encubiertas. Un pensamiento puede formar parte del contexto de una conducta inmediatamente posterior, pero nunca la determina completamente. Si ese fuera el caso, tendríamos que actuar cada vez según lo que dictan nuestros pensamientos, y cometeríamos un asesinato cada vez que pensáramos “lo voy a matar” cuando alguien se mete delante nuestro en la fila de la cafetería. Pero no sucede así, porque ese “lo voy a matar” forma parte de un contexto, de una constelación de estímulos de los cuales depende la conducta subsiguiente, por lo cual, en lugar de cometer un crimen, nos acercamos y le decimos a la persona: “la fila empieza por allí”. La función de ese “lo voy a matar” no está determinada mecánicamente sino contextualmente.

Si traducimos todo esto a un lenguaje más coloquial, significa que lo que usualmente llamamos sentimientos y pensamientos, como así también otros eventos que involucran alguna clase de estimulación interna, no tienen funciones psicológicas fijas, sino que las mismas son establecidas de manera relativamente arbitraria por la comunidad verbal a lo largo de la socialización. Por ejemplo, el enojo puede llevar a conductas de aproximación en ciertas culturas y a conductas de retirada en otras (Boiger et al., 2018). Un estímulo interno cualquiera (por ejemplo, la percepción de las pulsaciones del corazón), no tiene funciones intrínsecas fijas sino que también están determinadas por la historia y el contexto en que se experimenta: puede llevar a conductas de evitación en ciertos casos y a conductas de aproximación en otros (por ejemplo, un deportista que intenta mantener sus pulsaciones por encima de cierto ritmo).

Por todo esto, comprender el impacto de esos eventos requiere comprender las prácticas culturales y verbales específicas de la sociedad en la que está inserta la persona, ya que el papel psicológico que juegan las experiencias internas es inseparable de las mismas.

Lo mismo aplica a las conductas encubiertas como pensamientos y creencias: no tienen un papel mecánico según su topografía (por ejemplo, asumir que un pensamiento de contenido negativo o irracional puede automáticamente llevar a conductas problemáticas), sino que también su impacto psicológico está mediado por la historia de aprendizaje específica y el contexto en que ocurre. El mismo pensamiento (técnicamente, una respuesta verbal con similar topografía) puede tener distintos efectos psicológicos según el contexto en que sea emitido.

Es el contexto el que determina su impacto, no su contenido, y lo mismo aplica a todos los eventos internos. Por eso ningún pensamiento, sentimiento, sensación física, impulso de acción, tiene un efecto intrínseco, sino que el mismo depende del entramado contextual histórico y actual. Allí es donde debemos llevar la mirada, diría Skinner, si queremos mejor predecir e influenciar la conducta: a la historia, al contexto de las conductas.

De esta manera, puede trazarse una línea directa que va desde el artículo de 1945 hasta las terapias conductuales o contextuales contemporáneas. En efecto, dichas terapias, en lugar de intentar modificar el contenido de emociones o pensamientos clínicamente relevantes, intentan modificar su función por medio de generar en las interacciones e intervenciones clínicas una suerte de microcomunidad verbal en la cual esos eventos tengan un menor impacto sobre el repertorio de las personas: un diferente contexto socioverbal.

Así, por ejemplo, en lugar de cambiar la intensidad de las experiencias internas de miedo, un terapeuta contextual intentará generar un contexto en el cual sus funciones aversivas del miedo se vean reducidas (digamos, reducir la tendencia a la evitación sin cambiar la intensidad de la emoción). La terapia se convierte así en una pequeña cultura en la cual los eventos privados pueden adquirir nuevas funciones.

Observaciones finales

Por lo expuesto hasta aquí probablemente haya quedado en claro que para conductismo radical los eventos internos son válidos y relevantes. Los aborda como eventos físicos, estímulos y conductas que son privados o encubiertos, sin que esto signifique que sean mentales ni tampoco que se puedan reducir a fenómenos fisiológicos.

De esta manera, lo que Skinner propone es una posición ontológica completamente diferente para la psicología. En lugar del dualismo predominante en la psicología, propondrá un abordaje monista, sosteniendo que todos los eventos son de una misma naturaleza. La distinción entre público y privado no es equivalente a la distinción entre físico y mental, es una posición radicalmente diferente.

Lo notable es que Skinner logra esto sin adoptar una posición reduccionista. En general, cada vez que en psicología se adopta la posición monista de que todo es físico, se termina cayendo en un reduccionismo biologicista, posición contra la cual Skinner y el conductismo radical en general ha batallado furiosamente. Skinner no le atribuye eficacia causal a los procesos fisiológicos o neurológicos del organismo: son partes de la conducta, parte de la actividad de un organismo integrado en interacción con su ambiente, según una historia. Las causas deben buscarse siempre allí, no en la materialidad del organismo. El siguiente pasaje de Flanagan que creo que puede ser particularmente ilustrativo:

“Virtualmente cada monista materialista en psicología desde Hobbes al presente ha sido un reduccionista fisiológico; creen que las proposiciones que se refieren a fenómenos privados, encubiertos, mentales, son reducibles a, o traducibles en, proposiciones que empleen sólo términos fisiológicos; mayormente términos neurofisiológicos. La tradición del materialismo psicológico no ha involucrado, por supuesto, la ejecución de dicha reducción sino la confiada predicción de que sucederá y que involucrará el reemplazo del lenguaje molar psicológico con el lenguaje de la (neuro)fisiología molecular (…) Algo que ha obstruido la cabal interpretación filosófica del conductismo de Skinner es que Skinner ha conseguido ser un monista materialista sin ser un reduccionista. Este giro particular y novedoso quizá sea la ventaja más grande del conductismo, pero ciertamente ha contribuido en gran medida a la confusión que estoy tratando de disipar (…) Por ejemplo “pensar” no necesita ser un fenómeno puramente neural, ni siquiera un fenómeno puramente del sistema nervioso central, para ser un fenómeno material. Ese sería meramente un prejuicio de la tradición reduccionista. Y es un prejuicio que Skinner felizmente evita.” (Flanagan, 1980).

Insisto en esta oración: “Skinner ha conseguido ser un monista materialista sin ser un reduccionista”. Creo que esa oración condensa el corazón mismo de la novedad skinneriana.

Así, pensamientos y sentimientos pueden ser interpretados y abordados conceptualmente, aunque no como causas de la conducta sino como aspectos de la actividad global del organismo en y con su contexto. Y como un análisis conductual debe especificar siempre las condiciones contextuales actuales e históricas de la conducta, esto implica siempre especificar variables públicamente observables y que son manipulables al menos en principio (el contexto es en principio algo que podemos manipular) –lo cual satisface las metas de predicción e influencia del análisis de la conducta.

Para Skinner, hay una interacción dinámica e inseparable entre las experiencias internas, el lenguaje, el ambiente actual, y la comunidad verbal. Todo abordaje psicológico que se ocupe de solo uno de esos términos está condenado, como en la fábula de los ciegos y el elefante, a perderse de una significativa parte de lo que está intentado explicar.

Cerrando

La novedosa solución skinneriana le ha permitido al conductismo radical abordar todo tipo de fenómenos complejos, tales como emoción (Friman et al., 1998) memoria (Delaney & Austin, 1998), estética (Palmer, 2018), intimidad (Cordova & Scott, 2001), entre otros, evitando la formulación de entidades hipotéticas internas, siguiendo los pasos de la operacionalización skinneriana. En cada caso lo que se describe es el contexto de uso de esos términos, y se conjetura la combinación de procesos conductuales establecidos empíricamente que podría estar actuando en cada caso.

De esa manera, es posible abordar fenómenos complejos sin caer en los problemas definicionales involucrados con los eventos internos. El conductismo radical puede entonces abarcar una amplia gama de fenómenos psicológicos, sin perder precisión y sin requerir subterfugios metodológicos.

El problema es que lo contraintuitivo de la solución skinneriana la vuelve propensa a ser espléndidamente mal comprendida. Por un lado, las posiciones dualistas imperantes en la cultura y en la mayoría de la psicología ven en el monismo conductual y en la expulsión de la ambigüedad del conductismo una suerte de aplanadora conceptual que deja fuera todo lo relevante de la experiencia humana. Por otro lado, las posiciones monistas imperantes (por ejemplo en las neurociencias), tampoco se llevan muy bien con su negativa a reducir la conducta a la fisiología, con su causalidad compleja, ni con el peso que le otorga a la cultura, la historia, y el lenguaje[13].

Pero las acusaciones suelen errar el punto. Un conductismo que no se interesara por todos los fenómenos de la conducta humana sería un conductismo inútil, un conductismo desalmado. Pero el conductismo es un fenómeno vivo y fértil, que no deja de buscar respuestas, pero teniendo en claro que las preguntas no son inocentes, que los términos en los cuales las planteamos condicionan en última instancia lo que podemos encontrar. Este conductismo va a las raíces de la pregunta, y es desde allí que extiende sus ramas al mundo.

 

Referencias

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Cordova, J. V., & Scott, R. L. (2001). Intimacy: A behavioral interpretation. The Behavior Analyst, 24(1), 75. http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC2731357/

Delaney, P. F., & Austin, J. (1998). Memory as behavior: The importance of acquisition and remembering strategies. The Analysis of Verbal Behavior, 15, 75–91. https://doi.org/10.1016/j.sbspro.2013.09.168

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Palmer, D. C. (2018). A Behavioral Interpretation of Aesthetics. The Psychological Record, 68(3), 347–352. https://doi.org/10.1007/s40732-018-0306-z

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[1] Como decía Wilde, si hay algo que no puedo resistir es la tentación.

[2] Por aquello de “si no puedes vencerlos, confúndelos”.

[3] En Bizancio (que luego se llamó Constantinopla, y hoy Estambul), florecieron entre los siglos IV y XV las discusiones interminables entre las gentes del pueblo sobre cuestiones teológicas insolubles, como el sexo de los ángeles, si Jesús tiene una o dos naturalezas, y cuestiones similares. Al no haber manera efectiva de zanjar esas diferencias de opinión las controversias nunca terminaban, y esto llevó a la expresión “discusión bizantina” para referirse a discusiones que se prolongan sin vislumbre de solución. Históricamente, esas discusiones sólo se resolvieron por el recurso a la autoridad, bajo la forma de concilios y dictámenes imperiales. Debemos cuidar que la psicología no sufra el mismo destino.

[4] Es conocido el caso de Augusto Comte, que a principios del siglo XIX afirmó que nunca podríamos saber de qué están hechas las estrellas ya que no podemos viajar hasta ellas y tomar una muestra. La predicción fue de corto vuelo: unos pocos años después de su muerte la física fue capaz de establecer la composición de las estrellas analizando el espectro de luz que emiten.

[5] Como testimonio de la fertilidad de la propuesta de Watson, baste señalar que varios principios del condicionamiento clásico siguen siendo perfectamente válidos y útiles, mientras que no podemos decir lo mismo de la psicología introspectiva de la época.

[6] Hay varias versiones de ese texto que se han incluido en diferentes publicaciones y antologías con ligeras variaciones, lo que puede prestarse a confusión. El texto publicado en 1945 es la transcripción de la participación de Skinner en el simposio sobre operacionismo, a la cual se le agregaron algunos comentarios de Skinner posteriores al simposio. El texto también se incluye en la compilación de artículos Cumulative Record, ligeramente adaptado y con los comentarios de Skinner sobre el simposio añadidos al final. Partes de ese artículo con mínimas modificaciones aparecerían también en otros libros de Skinner, como Conducta Verbal, y Ciencia y Conducta Humana. En 1984 se publicó una versión revisada y ampliada, que incluye comentarios de una veintena de especialistas en el área, y las respectivas respuestas de Skinner. Esa versión es la que aquí glosaré.

[7] Una versión más accesible de esas mismas ideas está en Sobre el conductismo (Skinner, 1974b)

[8] Filosóficamente esta es una posición muy similar a la del Wittgenstein tardío, coincidencia que ha sido señalada varias veces: “en ambas perspectivas el lenguaje es visto como algo natural, con un énfasis en los efectos de la conducta verbal y en la situación en la cual sucede la conducta verbal” Day (1969) afirmó

[9] La traducción y los destacados son míos.

[10] Para un ejemplo muy ilustrativo, vean en ese artículo el análisis que se hace del término “ansiedad”.

[11] “Ver” aquí, significa responder diferencialmente. Por supuesto que nuestros ojos occidentales “ven” el mismo espectro cromático, pero sin las palabras y la comunidad verbal, carecemos del entrenamiento para responder diferencialmente a ciertas longitudes de onda.

[12] Hay 4 vías indirectas que Skinner señala como posibles para que la comunidad verbal lleve a cabo este entrenamiento. Por cuestiones de espacio no me ocuparé de ellas aquí, pero pueden consultarlas en el artículo del 45, o en el segundo capítulo de Sobre el conductismo (Skinner, 1974).

[13] Como ejemplo podemos citar nada menos que a Mario Bunge afirmando que el conductismo “deja de lado fenómenos no conductuales como la emoción, la imaginación, y la conciencia” (…) “se interesa exclusivamente de la conducta y se desentiende por completo de la mente” (Bunge & Ardila, 2002, p. 63).


Addenda: la gente de Psyciencia compartió el artículo en su web y lo convirtió en un pdf para que puedan imprimirlo y leerlo en bares y boliches. Son sólo 15 páginas, así que imprimirlo sólo representa la tala de un pequeño bosque. Este es el link al pdf

 

4 comentarios

  1. Quiero confesar que este blog (y la página en su totalidad) se han convertido en mi libro gordo de Petete. Quisiera que se me ocurran comentarios más conceptuales, pero por ahora sólo aparece esto: GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS.
    Tengamos paciencia y un poco de fe, quizás me vuelva más interesante con el tiempo.
    Cariños!

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