El camino hacia Ítaca

Si uno fuese Ulises (Odiseo), tendría dos vías para llegar a la isla de Ítaca, el hogar perdido.

La primera es trazar un plan que tenga a Ítaca como destino. Le sigue disponer los medios de transporte pertinentes, efectuar los procedimientos necesarios, y eventualmente arribar a Ítaca. Hecho eso, resta llegar a su palacio, ser reconocido por última vez por su perro Argos, y recuperar finalmente su reino (liquidando en el camino a los novios de Penélope, para su fastidio).

En este escenario, Ítaca es un objetivo a alcanzar. Una vez alcanzada pasará a segundo plano, siendo reemplazada por otros objetivos, quizá más domésticos.

La segunda vía consiste en olvidarse, al menos temporalmente, de Ítaca como destino geográfico, y guiarse en cambio por aquello que Ítaca representa. Su esencia: una isla, un hogar, una familia, un viejo perro que nos reconoce. El camino que trazan los pasos es entonces una línea sinuosa recorrida porfiadamente, aunque nos lleve por pampas, ríos, selvas, desiertos, mares, océanos, o incluso accidentalmente hasta la isla de Ítaca.

Se convierte así Ítaca no en el objetivo a alcanzar, sino en la suma del camino recorrido. Ítaca ya no es aquí una isla, sino el nombre de un determinado sendero (parafraseando el proverbio, diríamos no que todos los caminos conducen a Ítaca, sino que todos los caminos son Ítaca). De esta manera se arriba a Ítaca inevitablemente, no porque arribemos a ella, sino porque, de cierto modo, Ítaca está en cada uno de los pasos.

Por supuesto, esto es válido para todo anhelo. Podemos considerar cómo queremos llegar a él: ponerlo al final de un viaje de veinte años, o llevárnoslo, como Ulises a su Ítaca, bien cerca del pecho, allí donde fuéramos.

Nos leemos la próxima.