Cissus

A veces recuerdo mi cissus.

Me gustan las plantas. No soy un fanático ni mucho menos. Vengo del campo, las plantas son para mí lo que los camellos para los árabes: parte del paisaje, más que objetos de asombro. Pero cuando ese paisaje falta, mi cuerpo da cuenta de ello. Así que suelo tener plantas. Pero no me ocupo en exceso de ellas, las riego, las cuido, pero no me gusta podarlas, no me gusta domesticarlas.

Me gustan salvajes, plantas, desaforadas.

Tenía un cissus. Una de esas plantas enredaderas que lanza gajos y se compenetra con alambres, rejas o ramas. Lo había mudado de un sexto piso guarecido, en donde había crecido sin freno, hasta casi cubrir toda una ventana balcón. Lo saqué con cuidado, tratando de no cortarle ninguna rama, llevándolo en su majestuosa frondosidad al nuevo departamento. Pero su nuevo hogar era un sexto piso al frente. Abierto, con viento fuerte y un sol inmisericorde. Y mi cissus era extenso, pero fino. Y empezó a soltar hojas. Algunas de sus muchas ramitas comenzaron a secarse. Los brotes verdes, que antes abundaban, ahora eran una rareza.

Mi cissus, desatado en un ambiente amable, estaba luchando para mantenerse entero en un ambiente duro. A mí no me gusta podar mis plantas. Pero ese cissus necesitaba dejar ir algunas cosas, o morir entero. Y con dolor, casi pidiéndole permiso, casi como diciéndole al Malevo ‘hermano esta te la debo’, corté las ramas supernumerarias, aquellas que requerían más fuerza del que mi cissus terco podía entregar.

Y vivió mi cissus. Se hizo más pequeño, tomó otra forma, y eventualmente se fue a otras tierras. Necesitaba dejar ir parte de lo que era para poder crecer, para seguir vivo.

A veces recuerdo mi cissus.