Hace un tiempo me encontré con un viejo libro usado, llamado Behaviorism in Everyday Life (Conductismo en la vida cotidiana), escrito por nada más y nada menos que Howard Rachlin. En el caso de que no sepan de quién hablo, Rachlin (1935-2021) ha sido una eminencia en el mundo conductual, un notable investigador y pensador en el área de las conductas de elección, uno de los fundadores del campo de la economía conductual y propulsor de los abordajes molares de la conducta (Baum, 1995, 2003; Shimp, 2013, 2014).
Con respecto a esto último, y dicho de manera muy simplificada, dado que la conducta es una corriente continua de actividad, podemos adoptar dos perspectivas diferentes para abordarla: ocuparnos de cada una de las respuestas que emite un organismo, como eventos discretos (con principio y fin), u ocuparnos de los patrones extendidos de actividad que despliega un organismo. Es lo que coloquialmente distinguimos como acciones y hábitos: las primeras son acotadas, los segundos son las acciones repetidas en el tiempo. Si adoptamos la primera posición hablaremos de abordajes moleculares, mientras que en el segundo hablaremos de abordajes molares de la conducta. En ambos casos nos ocupamos de la conducta, pero con diferente amplitud de mirada, así como el zoom de una cámara fotográfica puede captar un detalle o dar una visión de conjunto. Ambas perspectivas son válidas, pero han dado lugar a diferentes tradiciones y metodologías de investigación. Por ejemplo, mientras que los abordajes moleculares suelen ser descriptivos y concretos, los molares suelen ser cuantitativos y abstractos, y tienden a expresar sus principios en términos matemáticos (la ley de igualación es un buen ejemplo de esto). Los abordajes molares surgieron con posterioridad a los moleculares, y lo que critican de éstos, a grandes rasgos, es que el árbol les tapa el bosque –es decir, que considerar sólo las respuestas individuales puede cegarnos a los patrones globales de conducta y contexto, como cuando al mirar un cuadro puntillista muy de cerca se ven los puntos pero no la imagen.
Pero me estoy yendo de tema. El texto de hoy no será sobre abordajes molares sino sobre un libro de Rachlin, llamado Conductismo en la vida cotidiana (1980) con el que me he topado hace un tiempo. Se trata de un libro breve y en general me temo que bastante olvidable –es demasiado técnico para el público general (a pesar de que el subtítulo es “Un marco simple para resolver problemas y entender a las personas”), pero a la vez demasiado simplificado para quienes se dedican al análisis de la conducta. Demasiado técnico para ser popular, demasiado popular para ser técnico –exactamente como todo lo que escribo.
De todos modos, hay varias observaciones útiles en el libro, y una de ellas concierne al cambio de hábitos, área en la cual Rachlin hizo notables aportes durante su carrera profesional, como podemos comprobar en La ciencia del autocontrol (Rachlin, 2000), que detrás de su engañoso título de libro de autoayuda esconde un árido, minucioso, e interesantísimo recorrido por los principios conductuales que gobiernan los patrones de elecciones a largo plazo, y que se vincula con la economía conductual.
Disculpen, me fui de tema otra vez.
Rachlin proporciona una serie de consideraciones relativas al autocontrol para cambiar hábitos. Se trata de principios que deben adaptarse a las características particulares del hábito a modificar; no es lo mismo aumentar la ingesta de agua que dejar de consumir cocaína, pero algunos procesos conductuales son similares en ambos casos. En más de una ocasión estos principios me han servido para abordar cambios de hábitos tanto en mi trabajo clínico como en mi vida cotidiana, de manera que querría ofrecerles a continuación algunas observaciones basadas en el texto de Rachlin.
Practicando autocontrol
Cambiar un hábito requiere ejercer autocontrol sobre nuestras acciones en pos de alguna consecuencia deseable a largo plazo. Hasta aquí nada muy novedoso. Lo interesante es que Rachlin sugiere que podemos considerar al autocontrol como una habilidad (p.112), es decir, que puede entrenarse y mejorarse con la práctica.
En términos concretos, esto nos sugiere que podemos practicar el autocontrol con hábitos sencillos, antes de pasar a otros más difíciles. Por ejemplo, antes de intentar dejar de fumar puede ser útil habituarse a hacer la cama todas las mañanas. La idea parece obvia una vez enunciada, pero la verdad es que no suele ser la forma en que se aborda el cambio de hábitos.
En cualquier caso creo que se trata de una intuición brillante: la modificación de un hábito sencillo probablemente entrañe procesos conductuales similares, aunque menos desafiantes, que la modificación de uno más desafiante y arraigado. Aprender a manejar el ambiente, a lidiar con las tentaciones, a recuperar el camino luego de omisiones o recaídas, a afrontar sentimientos de desgano o de frustración, entre otros, son factores comunes para establecer o modificar cualquier hábito, por lo cual entrenarlos con un hábito accesible nos puede dejar en mejor situación de afrontar el más difícil, como sucede con cualquier otra habilidad o destreza: no se aprende a escalar en el Everest.
La evidencia disponible parece apoyar esta sugerencia. Por ejemplo, las personas que dejaron de consumir alcohol tuvieron mayor proporción de éxito cuando luego intentaron dejar de fumar (Zimmerman et al., 1990). Se podría objetar a esta investigación que el consumo de alcohol y tabaco suelen estar asociados, por lo cual es de esperar que reducir uno facilite el reducir el otro, pero Muraven y colaboradores (1999) llevaron a cabo una investigación en la cual compararon autocontrol con tareas dispares (controlar la postura, regular estado de ánimo, y controlar la alimentación), con similares resultados. La discusión de la investigación lo dice muy claramente: “El principal hallazgo de esta investigación fue que la ejercitación repetida del autocontrol llevó a una mejora a lo largo del tiempo en la capacidad de autocontrol en tareas que aparentemente no guardaban relación con los ejercicios” (p. 453). Otras investigaciones han replicado estos resultados (Muraven, 2010; Oaten & Cheng, 2006). De manera que comenzar por un hábito más accesible puede ser una excelente vía para practicar el autocontrol necesario para cambiar hábitos más enraizados.
Un párrafo aparte merecen los procedimientos de compromiso, término con el cual Rachlin denomina a las acciones dirigidas a restringir alguna elección futura, como por ejemplo, el congelar la tarjeta de crédito, pero no de manera metafórica sino físicamente en un bloque de hielo, de manera que sea necesario esperar a que se descongele para usarla y así prevenir compras compulsivas, o darle nuestro teléfono celular a un amigo durante una salida para prevenir las ebrias y lamentables llamadas a las cuatro de la mañana a los amores del pasado. Otras formas de compromiso son dejar de seguir a un ex en las redes sociales, o evitar tener en la heladera comida cuyo consumo queremos restringir. En cualquier caso se trata de evitarnos o hacernos más costosa una elección problemática, poniendo la mayor cantidad posible de obstáculos para llegar a ella.
El compromiso, en este sentido, debe usarse con criterio. Es una herramienta potente a corto plazo, y particularmente útil para prevenir acciones problemáticas de personas con un autocontrol débil, ya sea porque las habilidades de afrontamiento aún no están bien instaladas en el repertorio o porque están interferidas por alguna situación particular (como la ebriedad antes citada), o porque los impulsos resulten particularmente intensos (por ejemplo, inmediatamente después de una separación o en su aniversario).
Para algunos hábitos puede ser deseable mantener el compromiso en este sentido durante toda la vida. Es preferible, por ejemplo, que una persona que ha tenido algún tipo de consumo problemático no tenga sustancias de ese tipo en su casa. Pero el compromiso no puede ser la única forma de autocontrol, es deseable complementarlo con otras habilidades que le permitan a la persona lidiar con la tentación cuando se presentare. A continuación veremos algunos de los recursos posibles para fomentar y sostener el cambio de hábitos.
Visibilizar
Algo indispensable para cambiar un hábito es hacerlo visible. No se puede cambiar aquello que no se percibe, y esto es particularmente así para los hábitos, cuyo impacto sobre nuestra vida descansa no tanto en sus instancias particulares sino en la repetición. Escribe Rachlin: “yo sé cuándo estoy bebiendo un vaso de vino. Pero es difícil para mí decir si estoy bebiendo vasos de vino con tanta frecuencia como para que sea dañino para mí” (p.99). Intenten recordar algo tan sencillo como cuántas veces tomaron agua ayer y notarán inmediatamente la dificultad de contactar patrones de actividad.
Por su propia naturaleza los hábitos suelen pasar inadvertidos. De hecho, algunas conceptualizaciones actuales sobre la génesis de los hábitos los proponen como acciones orientadas a metas (simplificando: acciones intencionales) que, por haber sido llevadas a cabo repetidamente en contextos estables y con consecuencias estables, empiezan a emitirse inadvertidamente al presentarse esos contextos, sin prestar ya atención ni a la respuesta en sí ni a sus consecuencias. La costumbre habitualiza las acciones intencionales, invisibilizándolas. Esto, incidentalmente, permite explicar la automaticidad aparente de los hábitos: no es que sean automáticos o incontrolables al modo de un reflejo, sino que se emiten sin prestarles atención (Bouton, 2021; Thrailkill & Bouton, 2015; Trask et al., 2020).
Rachlin sugiere entonces que el cambio de hábitos requiere aumentar el feedback de la conducta, lo cual quiere decir “tomar la conducta que es ambigua y no discreta y hacerla más vívida” (p.98). En otras palabras: registrar la conducta que se desea modificar. Esto puede lograrse por varios caminos, como por ejemplo empleando una planilla de registro que permita establecer una línea de base de la conducta y detectar más fácilmente sus variaciones. Un registro puede incluir tanto las ocurrencias de la respuesta blanco como sus características relevantes, como duración e intensidad, si fuese necesario. Cualquier medio técnico puede ser útil –hay numerosas aplicaciones digitales para registrar hábitos, pero aún no he encontrado nada que supere al humilde papel y lápiz. También con algunos pacientes hemos empleado recursos tales como depositar una moneda o ficha en un jarro como forma de registro de alguna conducta.
Conviene que el registro sea realizado por la propia persona, no por terceros ni por mecanismos automatizados (aunque puede ser de ayuda guiarse por uno), ya que en rigor el registro no cumple una sino dos funciones. En primer lugar, sirve para recabar información relevante sobre la actividad. En segundo lugar –y esto es quizá más interesante– uno de los efectos que tiene el registrar conductas es el de reactividad; esto es, las conductas que se registran tienden espontáneamente a cambiar en la dirección deseada (Bauteile & Kirschenbaum, 1998; Gass et al., 2021; Hayes & Nelson, 1983; Kopp, 1988; Nelson & Hayes, 1981), lo cual nos viene de maravillas para cambiar un hábito. Si el registro fuese realizado por otra persona o por algún dispositivo de manera automática, esta segunda función del registro se estaría perdiendo. En otro lugar he escrito más extensamente sobre registro y reactividad, por lo cual no me extenderé más sobre este punto aquí.
En resumen, desarrollar la habilidad de controlar la propia conducta requiere observar su frecuencia y variaciones, tarea para la cual un registro puede resultar extraordinariamente útil.
Romper la cadena
La siguiente sugerencia de Rachlin quizá les resulte más extraña. Consiste en practicar la interrupción de la cadena de conductas que integran el hábito.
Esto es, cada hábito está a su integrado por una secuencia de respuestas. Para tomar un vino, por ejemplo, es necesario primero buscar la botella, abrirla, buscar un vaso, servirlo, etc. Una vez que un hábito se establece esta cadena de respuestas tiene una cierta inercia, por lo que una vez que la secuencia llega a un cierto punto es muy probable que se complete; una vez que se ha servido el vaso de vino muy probablemente termine bebiendo. Por eso puede ser útil practicar deliberadamente interrupciones de esta secuencia, por ejemplo vaciando un vaso de vino inmediatamente después de servirlo.
Escriben Ferster y colaboradores (1996): “romper la cadena hace que [la acción] se convierta en una serie de acciones separadas que resultan más fáciles de interrumpir que una acción continua” (p.403) –vendría a ser una suerte de inversión de los procedimientos de encadenamiento de conductas. De esta manera, en lugar de que la respuesta A que integra el hábito sea seguida con un 100% de probabilidad por la respuesta B, se entrena deliberadamente una secuencia en la cual es seguida por la conducta Z, de manera que cuando en la vida cotidiana suceda A la probabilidad de B sea menor, y la probabilidad de Z mayor, por ejemplo, que cuando la persona busque la botella la vuelva a guardar.
Esto requiere identificar la cadena de respuestas que integran cada instancia del hábito, identificar el punto sin regreso que tiende a llevar el hábito hasta su conclusión, y ensayar interrupciones de esa cadena en ese y en otros momentos. Supongamos que queremos reducir el mirar televisión; romper la cadena podría involucrar apagar el televisor inmediatamente luego de encenderlo, apagarlo en medio de un programa, o sentarnos frente al televisor e inmediatamente levantarnos. Esto requiere una buena dosis de creatividad y una observación cercana de las particularidades del hábito en cuestión.
Control por estímulos
La siguiente indicación de Rachlin involucra realizar cambios en el ambiente en el cual el hábito se realiza: “un hábito es más fácil de realizar en una atmósfera en la cual uno ha aprendido a realizarlo” (p.120).
Nuestros hábitos suceden bajo circunstancias relativamente estables: en ciertos lugares, en ciertos momento, con ciertas personas. Por este motivo, una forma de aprender a controlarlos es realizarlos en un contexto diferente.
Esta es una sugerencia que la investigación ha venido a respaldar. Por ejemplo, Wood y colaboradores (2005) investigaron la retención de hábitos en estudiantes que fueron transferidos a otra universidad y encontraron dos hallazgos notables: en primer lugar, que el cambio de circunstancias llevó a la reducción de los hábitos relevantes; pero en segundo lugar, el cambio de circunstancias ayudó a poner a la conducta bajo control intencional: “pareciera que los cambios en el contexto estuvieron asociados a cambios en las intenciones” (p. 929). Es decir, el cambio de circunstancias deshabitualizó los hábitos, convirtiéndolos nuevamente en acciones intencionales más susceptibles de control (Bouton, 2021).
La lección sería que alterar las circunstancias facilita el control intencional de la conducta. Esta sugerencia puede aplicarse identificando y alterando las circunstancias clave en las que se realiza el hábito. Por ejemplo, llevarlo a cabo en lugares no habituales, en momentos atípicos, o de maneras no acostumbradas –por ejemplo, si la persona acostumbra beber mientras mira televisión en el comedor, indicar beber en la cocina sin hacer ninguna otra cosa al mismo tiempo, o beber mucho más lentamente de lo habitual, o beber con atención plena al estilo de los ejercicios informales de mindfulness, entre otros caminos posibles.
Actividades alternativas
La siguiente sugerencia de Rachlin es facilitar el acceso a actividades alternativas a la que se desea reducir, incompatibles con el hábito y que estén reforzadas positivamente. Esto puede consistir en explorar e incorporar nuevas actividades al repertorio de la persona o bien favorecer y facilitar aquellas que ya están presentes.
Por ejemplo, si quisiéramos pasar menos tiempo en las redes sociales, podríamos favorecer el tiempo de lectura por medio de procurarnos libros y revistas de nuestro interés y disponerlos en lugares estratégicos de la casa.
Aumentar la disponibilidad y accesibilidad para las conductas alternativas se suma a los otros factores para inclinar la balanza en la dirección deseada. Tener frutas frescas en la casa puede no parecer gran cosa, pero su disponibilidad puede actuar como alternativa a zamparme medio kilo de helado luego de la cena, especialmente si hay que salir a buscarlo o esperar un envío –no subestimen nunca el poder de la pereza.
Establecer metas
Una vez que se cuenta con una línea de base razonablemente extensa de la conducta es deseable plantear alguna meta clara que ayude a dirigir el hábito en la dirección deseada (véase al respecto Asmus et al., 2015; Locke, 1996; Wood & Neal, 2007).
En primer lugar, la meta a plantear debe ser específica respecto a la acción a realizar, incluyendo sus detalles y circunstancias: leer dos páginas cada día luego de almorzar es preferible a leer más a menudo. También puede ser deseable explorar la conexión entre la meta y los valores personales. Una meta planteada sólo por expectativas sociales puede ser a la larga menos efectiva que una que esté planteada al servicio de valores personales.
Es crucial que la meta planteada sea adecuada a las posibilidades de la persona y al nivel de actividad actual, en caso contrario puede ser inútil o hasta contraproducente. Si una persona que estudia veinte minutos a la semana se propone pasar a estudiar cinco horas por día, hay altas chances de que termine fracasando y abandonando el proceso. El desafío es encontrar un nivel de dificultad que represente un logro pero –y esto es crucial– que pueda sostenerse en el tiempo. Los hábitos son esfuerzos continuos, no conquistas extraordinarias, por lo cual es preferible que las metas apunten a la continuidad del hábito más que a los resultados netos de la actividad.
Señales
Las recompensas de un cambio de hábitos no suelen ser inmediatamente apreciables, en particular cuando surgen del patrón más que de alguna de sus instancias particulares. El estado físico y la salud de una persona mejorará si se ejercita regularmente, pero esos resultados no son apreciables luego de una sesión de ejercicio en particular.
Las consecuencias que son abstractas y distantes de las actividades particulares que las producen pueden resultar relativamente débiles como motivación. Puesta a competir una actividad que proporciona una recompensa concreta e inmediata contra una que proporciona una recompensa más abstracta y distante, las más de las veces ganará la primera. Una forma de equilibrar la balanza es emplear algún tipo de eventos que ayude a volver más vívidas las consecuencias que son abstractas y distantes. Esto es lo que Rachlin denomina señales (p.101). Así como el registro es una forma de feedback que amplifica la conducta de manera de hacerla más visible, las señales amplifican las consecuencias distantes de las conductas, acercándolas y volviéndolas así más efectivas.
Cualquier evento que haga más vívida la ganancia obtenida por el cambio de hábito puede operar como señal. Aprobar un examen, por ejemplo, puede servir para señalar la consecuencia de obtener el título profesional, así como ahorrar el dinero que de otra manera se gastaría en cigarrillos puede funcionar como señal para la cesación tabáquica. De hecho, lo que habitual –y erróneamente– se denomina autorreforzamiento constituye en realidad una forma bastante eficaz de señalar las consecuencias distantes de una conducta. Cuando nos premiamos con una hora de juego por haber estudiado para un examen, el juego no está reforzando la conducta de estudiar –si así fuera podríamos remover la consecuencia de aprobar el examen y el estudio se sostendría–sino señalando la consecuencia, recordándonos que estamos un poco más cerca de aprobar y de terminar la carrera.
En general, un registro puede ser una manera eficaz y sencilla de señalar: llevar la cuenta de los días o meses sin consumir sustancias (como las fichas de sobriedad que a veces se emplean en Alcohólicos Anónimos), las horas acumuladas de actividad física semanal, o simplemente registrar la ocurrencia de la conducta blanco puede ser suficiente para hacer más vívida la consecuencia deseada.
Reducción de feedback
Una vez que el hábito está bajo control debe retirarse el feedback externo (el registro de la conducta), para corroborar si el hábito se sostiene por sí mismo. Quitamos el soporte y comprobamos si la estructura se mantiene en pie.El registro detallado del hábito es reemplazado así por una intuición general. Esto puede ayudar a remover el excesivo control verbal de la conducta que puede establecerse si se depende exclusivamente de los registros.
Diseñar recaídas
La siguiente sugerencia de Rachlin parece contraintuitiva: “Cuando se aprende a navegar en veleros pequeños es una práctica común que el instructor en algún momento vuelque el bote. Esto tiene dos propósitos. En primer lugar, el estudiante practica enderezar un velero caído, y en segundo lugar, el estudiante le pierde el miedo a navegar un bote aferrado al viento. Los veleros a veces tienen que inclinarse notablemente para alcanzar su máxima velocidad y un marinero que nunca ha volcado probablemente deje de inclinarlo antes de que sea necesario” (p.123). En concreto, se trata de que una vez que el hábito esté medianamente establecido se diseñe una recaída deliberada y controlada.
Esto puede parecer una mala idea, pero tiene su lógica. Las recaídas son ineludibles en cualquier proceso de cambio de hábitos, nadie que quiere dejar de fumar o empezar a ejercitarse lo logra a la primera y lo mantiene para siempre[6]. Si las recaídas son ignoradas o demonizadas, la persona puede verse desanimada y desorientada respecto a cómo afrontar una. Diseñar una recaída bajo condiciones controladas puede ayudar a practicar las herramientas para volver al hábito e incorporarlas como parte del proceso en lugar de considerarlas un fracaso. La recaída también puede servir para aprender a discriminar mejor los patrones conductuales antiguos de los nuevos, y los efectos de cada uno.
Por supuesto, esto no siempre es aconsejable, especialmente cuando se trata de hábitos físicamente dañinos. La evidencia sobre esta sugerencia escasea –las investigaciones se interesan más en cómo prevenir recaídas que en los efectos de inducirlas– por lo que es aconsejable tomar esta sugerencia con cautela.
En cualquier caso, siempre es una buena idea preparar a las personas para las recaídas, tratándolas como una parte más del proceso de cambio de hábito, no como un fracaso. Hay evidencia que sugiere que preparar a las personas para las recaídas resulta efectivo para mantener la adherencia a hábitos de ejercicio (King & Frederiksen, 1984). Las recaídas son parte del aprendizaje; el verdadero problema es abandonar el plan (DiClemente & Crisafulli, 2022).
Luego de una recaída, toca retomar el proceso: volver al registro de conductas y al patrón de actividades deseados, empleando los recursos conductuales adquiridos hasta el momento y realizando los ajustes que fuesen necesarios.
Estableciendo un programa a largo plazo
Una vez consolidado el hábito es necesario establecer un plan de mantenimiento a largo plazo. Esto puede incluir registros periódicos y planes de contingencia. Por ejemplo, una persona que se ha propuesto reducir su consumo de azúcares puede retomar el registro de su ingesta un mes por año, y retomar el procedimiento en caso de que supere cierto límite.
En activación conductual, por ejemplo, se suele establecer un plan de prevención de recaídas, que involucra identificar los eventos que potencialmente pueden disparar el patrón conductual depresivo (por ejemplo, duelos o problemas económicos), las conductas que para esa persona típicamente predicen el desarrollo de ese patrón (por ejemplo, aumento del tiempo en redes sociales o del consumo de alcohol), y se establece un plan de respuesta personalizado para evitar una recaída completa.
Como mencionamos, es necesario incorporar a las recaídas como parte del plan a largo plazo. Con frecuencia lo crucial del mantenimiento de un hábito es aprender a volver a él lo antes posible cada vez que sucede una recaída. La cuestión no es tanto evitar caer, sino aprender a levantarse lo antes posible.
Cerrando
Probablemente una buena parte de los principios que hemos descripto aquí les hayan resultado parcialmente familiares –se trata, después de todo, de principios de modificación de la conducta. Pero el abordaje molar de Rachlin, más centrado en patrones extendidos de conducta que en instancias particulares, les brinda un aspecto particular que suele estar ausente en la mayoría de los programas de modificación de conducta de perspectiva molecular. Siempre me ha parecido que los abordajes molares son los que más naturalmente se prestan al trabajo clínico –después de todo, en clínica trabajamos mayormente identificando y modificando patrones extendidos de conducta.
Por mi parte, me he quedado con esta idea: el autocontrol, más que el resultado de una hipotética fuerza de voluntad, es una habilidad que se puede aprender, practicar y mejorar.
Referencias
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