En su ensayo Bajar el volumen Fabio Morábito escribe que a menudo al estar en un café juega a presenciar conversaciones de otras mesas, de las que, sea por la distancia o por el ruido del ambiente, no llega a oír las palabras que se dicen. Ver sin oír a los interlocutores le permite apreciar “la expresión de sus rostros, sus miradas, la forma que tienen de asentir a lo que dice el otro o de negarlo, sus arrebatos y sus distensiones”. Llega incluso a agradecer no escuchar las palabras, ya que sospecha que entonces descubriría que esas conversaciones, tan ricas en gestos y expresiones, están pobladas “de frases trilladas, de razonamientos previsibles y de preguntas consabidas”.
Morábito confiesa realizar un ejercicio parecido al mirar televisión: “quito el volumen en cualquier serie o telenovela de pacotilla y quedo embelesado por la mímica facial y la intensidad de los ademanes de los actores; fluye entre ellos una comunicación plena y trato de adivinar qué dicen, pero subo el volumen y el soplo inspirador cesa con las primeras frases que oigo, imbuidas de un raciocinio cerril y estrecho”. Y agrega algo que me parece vale la pena destacar:
¡Cuánto desperdicio de lenguaje y de vida! ¿No será ésta la función primordial de la poesía: bajar el volumen de las palabras, ponerlas en sordina o en entredicho para recobrar la efusividad del arrebato comunicativo, que es anterior a la transmisión de cualquier significado; para recobrar esa hermosa antesala del sentido que sin embargo es pletórica de sentido y que uno busca en las miradas y los gestos de la que no conoce?
Me parece interesante la sugerencia de que la poesía le baja el volumen al sentido convencional de las palabras, que habitualmente eclipsa a sus otros aspectos, como su timbre, su ritmo, su melodía. La poesía trae a primer plano la materialidad de las palabras en sí mismas; aunque usualmente no prescinde del sentido –aquello que dicen– lo atenúa y enfatiza así la música de las palabras.
Pienso que también la tarea clínica contextual involucra bajar el volumen de las palabras, ponerlas en sordina o en entredicho. No otra cosa hace la defusión. Nos recuerda que, antes de cualquier sentido convencional, toda palabra es una acción –la exploración de cuyo contexto nos brinda la posibilidad de encontrar otro tipo de sentido, más amplio, más experiencial, más particular. Nos invita a distanciarnos, descentrarnos, extrañarnos, al menos por unos momentos, de las ilusiones del lenguaje para que pase a primer plano todo lo que excede a lo puramente verbal: el gesto, el sentimiento, lo somático, la cualidad estética en cada momento.
Siempre he creído que el trabajo con defusión se reconoce cuando lo atraviesa una veta humorística: una buena intervención de defusión suele provocar alguna sonrisa. Creo que un cierto aire poético es otro de sus rasgos distintivos: una buena intervención de defusión juega a bajar el volumen, a ponerle una sordina al raciocinio cerril y estrecho de las palabras.
Creo también que la defusión es, siquiera de un modo lejano, un ejercicio poético –o al menos, una inducción a la poesía.