Querría hoy hablar un poco sobre los conceptos de experiencia, arte, y valores personales. Más específicamente quiero explorar la perspectiva de John Dewey sobre la obra de arte y la experiencia estética, y emplearla como clave de lectura (si tenemos mucha suerte) para abordar las ideas de valores y propósito, y explorar algunas ideas respecto a cómo una vida significativa, una vida valiosa, puede pensarse de manera afín a un hecho artístico.
Así que prepárense, porque se viene densa y extensa la cosa. Es un tema al cual le tengo cariño, pero estoy perfectamente al tanto que puede despertar en las muchedumbres la misma pasión que el manual de instrucciones de una licuadora. Pero como permito que nimiedades como la lógica, el sentido común, o la pérdida de tiempo vengan a entorpecer mi habilidad de hablar al pedo, aquí estamos con este texto de todos modos. Trataré de malograrlo lo menos posible. El texto es largo, pueden bajarse una versión para imprimir haciendo click en el icono correspondiente bajo el título.
Exordio
Antes de comenzar propiamente este recorrido hay dos puntos que quisiera despachar: en primer lugar, les debo unas profusas disculpas preliminares por lo que se viene; en segundo lugar, querría hacer un pequeño prolegómeno que es más bien una declaración de principios. Lo diría así: creo que no es enteramente desacertado sostener que el conductismo radical (y por extensión, el contextualismo funcional) puede ser considerado como una suerte de extensión y operacionalización del pragmatismo clásico en el campo de la psicología. Es decir, el pragmatismo como perspectiva filosófica ofrece una forma de acercamiento a todos los eventos y conceptos del mundo. Es una filosofía, no una ciencia, aunque sea una filosofía que especifica condiciones y criterios para un cierto tipo de abordaje científico.
Cuando esa forma particular de abordaje filosófico ha sido llevada a la psicología el resultado ha sido siempre algún tipo de psicología conductual, de la cual quizá el ejemplo más paradigmático sea el conductismo radical (especialmente en la versión posterior al giro pragmático de Skinner de 1945). Más allá de sus diferencias, entre pragmatismo y conductismo hay una continuidad de categorías, supuestos, y conceptos; hay una mirada compartida.
Es por eso que creo que vale la pena explorar los puentes conceptuales y líneas de fuerza compartidas entre esas dos tradiciones. Creo que el pragmatismo clásico ha perfilado formas muy originales de abordar temas que aún hoy siguen resultando de profundo interés para nuestra disciplina y para la vida en general, por lo cual explorar nuestras raíces teóricas puede servirnos para mejor abordar algunas cuestiones clínicas y vitales. En tanto perspectiva filosófica el pragmatismo ha desarrollado una mirada más amplia que la del conductismo radical, ha explorado el papel de la democracia, la religión, el arte, los valores, en su relación con la acción humana, por lo cual apelar a esa mirada puede brindarnos nuevas comprensiones sobre asuntos de interés.
En particular (anunciando el tema de hoy) creo que examinar la forma en que el pragmatismo clásico ha abordado el arte puede ayudarnos a comprender el vínculo que hay entre la sensibilidad estética y la construcción de una vida con sentido y propósito. Para esto utilizaremos como referencia principal algunas ideas de John Dewey que han sido expuestas mayormente en El arte como Experiencia (1934/2005), y otros textos que serán auxiliares para la tarea.
En caso de que no lo conozcan, y para ahorrarles una visita a Wikipedia, Dewey (1859–1952), fue un psicólogo y filósofo estadounidense extraordinariamente influyente que, junto con Charles Peirce y William James, entre otros, es considerado uno de los fundadores del pragmatismo (véase Menand, 2003). A lo largo de sus sesenta y cinco años de labor Dewey escribió sobre… en realidad, es más corta la lista de aquello sobre lo que no escribió. Su obra compilada abarca treinta y siete volúmenes sobre filosofía, epistemología, metafísica, estética, ética, lógica, teoría social, democracia, y educación. En lo prolífico coincide también con Peirce y James: las publicaciones del primero abarcan ocho volúmenes compilados y más de mil seiscientos escritos póstumos, mientras que la mera enumeración de los escritos de James requirió nada menos que treinta y siete páginas a su compilador (McDermott, 2013). Esta gente, en el mismo tiempo que a mí me lleva escribir una página, se escribía un libro, un artículo, una docena de cartas, y diez manuscritos (quién pudiera…).
Cumplidas las debidas introducciones y prolegómenos, veamos de qué manera podemos arruinar esto.
El arte en el museo
En El Arte como Experiencia [que citaré como AE de ahora en más] Dewey ofrece una mirada crítica de las formas que podríamos llamar más tradicionales de pensar la obra de arte. Comúnmente se identifica a la obra de arte de manera exclusiva con un objeto o producto artístico en cuestión, esto es, cuando pensamos en arte pensamos en una pintura, escultura, poema, canción, fotografía, etcétera, y usualmente confinamos nuestros análisis artísticos a las características formales del producto, su topografía, podríamos decir. Todo lo que sucede en torno a él (sus contextos, por así decir) tiende a quedar excluido del análisis o a verse relegado a un lugar más anecdótico que comprensivo, incluyendo tanto a las condiciones de la actividad artística que le dio origen a ese producto particular como a los efectos y funciones que el producto ejerce en los seres humanos que lo contemplan.
Esta concepción del “arte como pieza de museo” (AE, p.4), suele poner al producto artístico en un pedestal, considerándolo como manifestación espiritual o como un lujo decorativo sin funciones serias, pero en cualquier caso perteneciente a una esfera separada de la vida cotidiana ordinaria. De esta manera, el producto artístico se separa de toda actividad humana de creación o contemplación; el arte resulta literalmente descontextualizado, separado del flujo de la vida de los seres humanos. En esta mirada el arte se vuelve algo sin conexión directa con la existencia de los seres humanos y por tanto, en última instancia, algo ocioso o prescindible –posición que de hecho fue explícitamente adoptada por diversas formas de gobierno a lo largo de la historia:
Cuando los objetos artísticos se separan tanto de las condiciones que los originan, como de su operación en la experiencia, se levanta un muro a su alrededor que vuelve opaca su significación general (…) EI arte se remite a un reino separado, que aparece por completo desvinculado de los materiales y aspiraciones de todas las otras formas del esfuerzo humano, de sus padecimientos y logros. (AE, p.3)
Para una mirada pragmática un abordaje así es intolerable. Para el pragmatismo ningún análisis es válido si se realiza de manera puramente abstracta, sino que exige que la mirada siempre esté firmemente ubicada en la esfera de la acción humana, de sus condiciones y consecuencias. Incluso tratándose de temas abstractos lo central desde un punto de vista pragmático es su relación con la acción de seres humanos ubicados en un contexto particular. Un análisis pragmático de la verdad, por ejemplo, no la define en abstracto sino según las consecuencias de la acción guiada por un enunciado que se postula verdadero (por ejemplo, véase Maero, 2023, p.65, o sígase este link). Por lo tanto, para esta perspectiva excluir las relaciones entre el objeto del análisis y las diversas formas de la actividad humana equivale fatalmente a realizar no sólo un análisis teórico incompleto (lo cual no sería demasiado grave, ya que todo análisis lo es en última instancia), sino también a oscurecer la comprensión de sus implicaciones y consecuencias prácticas para los seres humanos (lo cual lo condena a la irrelevancia).
Dewey propone entonces una mirada alternativa que vinculará al arte con varias formas de la actividad humana. Desde su perspectiva la obra de arte no es meramente un producto, sino ante todo un tipo de experiencia humana: “la obra de arte es de hecho lo que el producto hace en y con la experiencia” (AE, p.3). Esto es, “las obras de arte no son simplemente objetos físicos; son complejas experiencias que surgen a través del involucramiento mutuamente interactivo con la obra por parte de una criatura (estética) viva, contextualmente situada” (Hagberg, 2013, p. 277).
Pasamos aquí de una mirada centrada en el producto a una mirada centrada en las experiencias en las cuales participa ese producto. Una obra de arte no es una cosa: es una actividad, o más bien, un conjunto de actividades que involucran distintas esferas de lo humano (la creación, la contemplación, la crítica, la sociedad, etc.). Digamos, el cuadro colgado en el museo es sólo un aspecto de la experiencia global a la que llamamos una obra de arte, que sólo viene a suceder cabalmente cuando alguien tiene un determinado tipo de interacción con él, una determinada forma de experiencia, a la cual llamaremos estética, que tiene sus propias características y efectos. No toda experiencia que involucre a ese cuadro merecerá el calificativo de estética: cuando alguien lo está colgando de la pared o le está cambiando el marco está teniendo un tipo distinto de experiencia con él, una en la cual ese producto funciona como un objeto cualquiera, no como una obra de arte. La obra de arte es en contexto.
Esta experiencia que es la obra de arte es continua con el resto de la experiencia humana y tiene un lugar propio y central. Se podría decir que para Dewey el arte (y no la ciencia) es la cima de la experiencia humana, de manera que el arte ni es inútil, ni es prescindible, ni es meramente instrumental, sino que sirve a varios fines y se vincula de múltiples maneras con la actividad humana.
He mencionado varias veces el término experiencia, y volveremos sobre él muchas veces a lo largo del texto, por lo cual creo que será útil detenernos un poco más en él, ya que se trata de un concepto central en la obra de Dewey con una acepción bastante particular. Así que si se estaban haciendo ilusiones sobre la accesibilidad y facilidad de este texto, me encargaré a continuación de corregirles ese error.
(Una) experiencia y el acto en contexto
Generalmente cuando hablamos de experiencia en ámbitos psicológicos estamos designando a una vivencia subjetiva, un evento interno en la línea de “lo que yo siento en tal situación”. Pero hay otro sentido del término, aquél que está en juego cuando decimos que alguien “tiene experiencia” en algún asunto: un plomero con experiencia, una química con experiencia. No nos referimos en ese caso a una vivencia subjetiva, no hablamos de sus sentimientos o pensamientos, sino que atestiguamos que la persona ha tenido repetidos encuentros con alguna esfera de la actividad humana que gradualmente han transformado su modo de actuar en ese ámbito: “Para los griegos, la experiencia era el resultado de la acumulación de actos prácticos, sufrimientos y percepciones gradualmente convertidas en la habilidad del carpintero, zapatero, piloto, granjero, general y político. No había nada meramente personal o subjetivo en ello; era una consolidación, efectuada por la naturaleza, de sucesos naturales particulares”(Dewey, 1929, p. 230).
Es este sentido del término el que nos interesa. La vida de todo organismo consiste en intercambios dinámicos con su ambiente, interacción en la cual ambos se ven modificados:
“La vida se produce en un ambiente: no solamente en este, sino a causa de éste, a través de una interacción con él. Ninguna criatura vive meramente bajo su piel; sus órganos subcutáneos son medios de conexión con lo que está más allá de su constitución corpórea y con lo que debe ajustarse, a fin de vivir, por acomodación y defensa y también por conquista. En cada momento la criatura viviente está expuesta a peligros de su entorno y, en cada momento, debe recurrir a algo de su entorno para satisfacer sus necesidades. La carrera y el destino de la criatura viviente están ligados a sus intercambios con su ambiente, no exteriormente, sino del modo más íntimo” (AE, p.12).
La criatura viviente, con la totalidad de su historia y estructura propia, interactúa con el contexto en todas las formas en que se presenta, y ambos se ven modificados en esa interacción:
“La experiencia es cuestión de la interacción del organismo con su ambiente, un ambiente que es humano tanto como físico, que incluye los materiales de la tradición y las instituciones, así como el entorno local. El organismo trae consigo en virtud de su estructura propia, nativa y adquirida, fuerzas que juegan un papel en la interacción. EI self actúa y también vivencia [undergoes] y sus vivencias no son impresiones estampadas sobre cera inerte, sino que dependen de la manera en que el organismo reacciona y responde. No hay experiencia en que la contribución humana no sea un factor determinante en lo que sucede realmente. EI organismo es una fuerza, no una transparencia. Como toda experiencia se constituye por la interacción entre “sujeto” y “objeto”, entre un self y su mundo, no es ni meramente física ni meramente mental, sin importar qué tanto predomine uno u otro factor. […] En una experiencia, las cosas y eventos que pertenecen al mundo, físico y social, se transforman a través del contexto humano en el que ingresan, en tanto que la criatura viviente cambia y se desarrolla a través de su intercambio con cosas que previamente le eran externas. (AE, p.256)
Para Dewey la experiencia se refiere a la suma de estos intercambios. No es un evento meramente subjetivo, sino que en última instancia experiencia significa “comercio activo y alerta con el mundo; en su punto más alto significa completa interpenetración entre el self y el mundo de los objetos y eventos” (AE, p.18). Es decir, la experiencia involucra el intercambio dinámico y mutuamente transformativo entre todo lo que el ambiente ofrece (“un ambiente que es humano tanto como físico, que incluye los materiales de la tradición y las instituciones, así como el entorno local”), y todo lo que el organismo trae consigo (su historia, su estructura). No es algo que suceda sólo internamente en el organismo –aunque al comprometerlo en su totalidad, lo afecta también internamente y de ahí surge el sentido subjetivo y más limitado, del término.
Voy a buscar agua al río: esa actividad involucra todo lo que soy en ese momento (el estado de mi cuerpo, mi historia, mi conocimiento del lugar), y la forma en la cual interactúo con lo que el ambiente físico y social ofrece en ese momento nos modifica a ambos de múltiples maneras. Todo en mí cambia, aunque sea mínimamente, en ese intercambio: mi piel, mis músculos, mis huesos, mi sistema nervioso, mi cerebro, mis pensamientos, recuerdos, y sentimientos. También el entorno cambia: la hierba que piso, el agua que quito, los efectos sociales de mi acción, etc. Reducir la experiencia a uno solo de esos aspectos (por ejemplo, a sentimientos), sería una forma de miopía voluntaria. Interactuamos en la experiencia con todo lo que somos, nuestro presente y nuestra historia, y en el intercambio con el mundo todo ello se modifica, y también se modifica el mundo. Cada experiencia transforma a la criatura viviente y al mundo.
En otras palabras, la experiencia es intercambio entre el organismo y el ambiente –no es la mano del alfarero ni la resistencia de la arcilla, sino la interacción recíproca y dinámica entre ambos. Podríamos decir que la experiencia se trata de la acción de un organismo en y con su contexto, pero no como dos eventos separados (la acción por un lado y el contexto por otro) sino del todo determinado por su interacción: el acto-en-contexto, si prefieren.
Por supuesto, todo esto les sonará conocido si tienen alguna familiaridad con los postulados del contextualismo funcional, que es la filosofía de la ciencia adoptada por la ciencia contextual conductual. No es casualidad: el propio término contextualismo funcional fue acuñado por Hayes (1993), definiéndolo como una variedad especial del contextualismo, que a su vez es como el filósofo Stephen Pepper designó al pragmatismo en el análisis del mismo que realizó en su libro World Hypotheses (1942). Pepper empleó “contextualismo” como término genérico para señalar que no se estaba ocupando de ninguna variedad particular de pragmatismo clásico (ya que hay tantos pragmatismos como pragmatistas), sino de las categorías que él consideraba comunes a todos ellos. A pesar de esto, su análisis se basó principalmente en las formulaciones de Dewey, a quien consideraba un mejor expositor de las categorías centrales del pragmatismo que los más eclécticos Peirce y James. De manera que, si me perdonan la metáfora filial, si consideramos a Hayes como el padre del contextualismo funcional, Skinner sería el abuelo, y Dewey el bisabuelo.
Como ilustración adicional de estas rimas teóricas podemos cotejar la definición de Dewey sobre la experiencia (“la experiencia es cuestión de la interacción del organismo con su ambiente”) con la definición sobre la conducta que Skinner postulaba por la misma época: “La conducta es aquella parte del funcionamiento de un organismo que consiste en actuar o en relacionarse con el mundo exterior” (1938, p. 6). Al igual que la experiencia deweyana, para el conductismo radical la conducta es una cuestión del comercio entre organismo y ambiente –ni objetivo ni subjetivo, sino todo lo contrario, parafraseando al filósofo contemporáneo Cantinflas. Por este motivo la unidad de análisis básica en el análisis de la conducta es compuesta, integrada por las relaciones entre antecedentes, conducta, y consecuencias (esto es, las diversas relaciones entre la actividad del organismo y su ambiente) sin que ninguno de esos términos tenga sentido por sí solo. Digamos, un estímulo discriminativo sólo lo es en tanto señala alguna determinada consecuencia para una determinada conducta. Eliminar cualquier término de esa unidad de análisis equivale a remover un lado de un triángulo: se destruye la totalidad. Estas similitudes no deberían sorprendernos demasiado: se trata a fin de cuentas de distintas encarnaciones de una misma tradición filosófica. Experiencia, acto-en-contexto, conducta, son variaciones de una similar unidad de análisis, un hilo conductor que atraviesa diferentes tradiciones.
Vuelvo al tema entonces: la experiencia no es recepción pasiva ni vivencia puramente subjetiva, sino que involucra interacción en y con el entorno: “La experiencia, como insiste Dewey, involucra a un tiempo la vivencia receptiva y el hacer productivo, ambos absorbiendo y reconstruyendo responsivamente lo que es experimentado, en la cual el sujeto experimentante tanto moldea como es moldeado” (Shusterman, 1995, p. 55).
De manera que tenemos al análisis de Dewey firmemente instalado en el intercambio entre organismo y ambiente, en sus vicisitudes, tensiones y resoluciones –en medio de la vida misma. Solo allí podemos comprender cabalmente el arte, como parte de la experiencia de seres humanos en comercio activo y recíproco con el mundo, no como una colección de bonitas pero estériles piezas de museo.
Tener una experiencia
Dewey se refiere entonces a la experiencia como el intercambio continuo y dinámico entre la actividad de un ser vivo y su contexto. Pero la experiencia, así en general, abarca todo el flujo informe, continuo, y a veces caótico de la acción en cada momento:
“La experiencia ocurre continuamente, porque la interacción de la criatura viviente y las condiciones de entorno está involucrada en el mismo proceso de vivir. Bajo condiciones de resistencia y conflicto, los aspectos y elementos del self y del mundo que están implicados en esta interacción cualifican a la experiencia con emociones e ideas para que la intención conciente emerja. A menudo, sin embargo, la experiencia tenida es rudimentaria. Las cosas son experimentadas pero no de manera tal de componer una experiencia. Hay distracción y dispersión: lo que observamos y lo que pensamos, lo que deseamos y lo que obtenemos están en oposición entre sí. Ponemos nuestras manos en el arado y regresamos, comenzamos y nos detenemos, no porque la experiencia haya llegado al fin por el cual fue iniciada, sino por alguna interrupción extraña o letargia interna.” (AE, p.36, el destacado es mío).
La experiencia a menudo ocurre como sucesión de eventos, sin que sus aspectos lleguen a componer una unidad coherente y satisfactoria. En palabras de Hagberg (2013, p. 280), la experiencia en esos casos sufre “fallas de composición”. Esta distinción entre la experiencia y una experiencia es crucial, análoga a la diferencia entre una madeja de lana y el tapiz con ella creado: están hechos de lo mismo, pero en el segundo caso hay una integración de los hilos en un todo coherente.
Nuestra vida cotidiana suele atravesar períodos y situaciones cuyos diferentes aspectos se presentan dispersos, interrumpidos, inconexos. Ponemos a calentar el agua un mate mientras encendemos la computadora y contestamos un mensaje en el celular mientras doblamos la ropa tendida, se nos pasa el agua, y si bien todo es experiencia (en el sentido de intercambio con el ambiente), se parece más a una madeja informe que a un tapiz coherente, más una sucesión dispersa de eventos que algo integrado y coherente (en casa le decimos “lunes por la mañana”).
Para tener una experiencia es necesario que los distintos aspectos del flujo de la experiencia se integren en una totalidad discreta, que sus aspectos alcancen su finalidad satisfactoriamente, y que cada acción en el flujo de la experiencia pueda integrarse en un todo armonioso con las demás, lo cual le brinda a la experiencia una cualidad propia y distintiva. Quizá suene demasiado abstracto así expresado, pero todos atravesamos regularmente experiencias en este sentido, en las cuales lo que sucede tiene una cualidad en la cual nos sumergimos completamente: un viaje con amigos, el nacimiento de un hijo, la tarde en que conocemos a la persona amada, cuando arreglamos la puerta de casa que chirriaba, el funeral de un ser querido, la primera vez que conocimos el desengaño.
Se trata de aquellos momentos de los cuales decimos luego: “eso fue una experiencia”. Vienen amigos a almorzar a casa; me despierto temprano para preparar la bagna cauda y atiendo las ollas, alguien llega temprano y ayuda cortando zanahorias y repollos; las personas que llegan se suman de diferentes maneras a la actividad: alguien pone la mesa, alguien sale a hacer las compras de último momento, escucho desde la cocina a un par cantando en el living; alguien abre una botella de vino, el vino se vuelca, se escuchan risas y lamentos, se limpia el vino derramado; nos sentamos a la mesa, ruidosa y compartida, y almorzamos juntos; lavamos los platos, nos vamos al living a cantar y a tomar un café; eventualmente nos despedimos y cada uno sigue su camino. El evento es un todo cuyos diversos aspectos configuran una cualidad global distintiva y única: es ese almuerzo con amigos. La vida estaba antes, la vida sigue después, pero las partes de ese evento se han integrado perfilando una cualidad única e irrepetible que lo distingue del flujo de las cosas. No es una mera sucesión, sino que se trata de una instancia particular de experiencia que exhibe por la integración y satisfacción de sus aspectos una cualidad propia y distintiva:
“Una experiencia tiene una unidad que le da su nombre: esa comida, esa tormenta, esa ruptura de una amistad. La existencia de esta unidad está constituida por una única cualidad que atraviesa toda la experiencia a pesar de la variación de sus partes constituyentes. Esta unidad no es ni emocional, ni práctica, ni intelectual, ya que esos términos nombran algunas de las distinciones que la reflexión posterior puede trazar en ella. (…) Al recorrer la experiencia en nuestra mente luego de su ocurrencia, podemos encontrar que alguna propiedad en lugar de otra es suficientemente dominante como para caracterizar la experiencia como un todo” (AE, p.38).
Sólo “cuando el contenido de la experiencia corre su curso, cuando alcanza su finalidad, cuando está internamente integrada, y cuando está distinguida del resto del flujo de la experiencia, constituye una experiencia. Un trabajo es completado satisfactoriamente, un problema particular es resuelto, un juego es llevado a su conclusión, una campaña política es completada: en todos esos y en otros incontables casos se alcanza un cierre con el sentido de haber seguido un curso dado, que el sentido de haber transitado una secuencia organizante hacia su consumación.” (Hagberg, 2013, p.280). Una experiencia tiene principio y final, tensiones y distensiones, obstáculos que se resuelven, un ritmo propio, sus partes exhiben coherencia y son solidarias entre sí respecto a la cualidad general del evento: cada aspecto de lo que sucede participa en el todo sin perder su singularidad (se constituye una Gestalt organizante, podríamos decir). En una experiencia propiamente dicha no hay nada fuera de lugar ni interrupciones, y en ella se incorporan y actualizan los elementos de nuestro pasado y se extiende a nuestro futuro. Cada experiencia tiene una cualidad distintiva, aunque la naturaleza de esa cualidad sea inefable o sólo se pueda nombrar de manera aproximada. Puede ser algo monumental, como la final de un mundial de futbol, o algo tan pequeño como ir a comprar pan a la tienda. Lo mismo da, en tanto posea una cualidad que la distinga y en la que se unifiquen sus aspectos podremos señalarla como una experiencia.
Una experiencia es una parte especialmente destacable de la experiencia, pero no algo radicalmente distinto de ella. Empleando una analogía deweyana, podríamos decir que es análogo a una montaña que se destaca en el paisaje, sin por eso dejar de ser parte de la tierra: es una elevación o amplificación de ella, no una discontinuidad.
De acuerdo con Hagberg (2013, p.280) una experiencia en este sentido tiene dos características que la destacan de la experiencia: una cualidad que la individualiza y autosuficiencia respecto al resto del flujo de la experiencia. La primera se refiere a que una experiencia exhibe alguna propiedad destacable –un significado o sentido, podríamos decir, en tanto y en cuanto tengamos cuidado de no intelectualizar excesivamente esos términos: se trata de una cualidad de la actividad, no de una cadena de palabras. Digamos, en la escucha de una sinfonía surge una cualidad que no puede reducirse a una definición verbal o en término lógica; podemos posteriormente adjudicarle alguna interpretación o temática en términos intelectuales, claro está, pero la cualidad de la sinfonía en sí será excederá siempre a ese recorte e intelectualización.
La segunda característica señalada por Hagberg se refiere a que el evento en cierto sentido está contenido en sí mismo. Sus aspectos son solidarios entre sí, y llegan a una satisfacción dentro del mismo evento, en lugar de quedar como “cabos sueltos”. Digo “aspectos” evitando deliberadamente el término “partes” porque sugeriría que estamos lidiando con piezas que se integran, mientras que aquí la perspectiva es holística: la experiencia es lo primero, cualquier parte es derivada, extraída de ella, de la misma manera que un árbol no está integrado por partes que se han unido, sino que es un todo del cual pueden desprenderse partes para algún fin: realizar un análisis botánico, hacer una fogata, construir una canoa.
Este es entonces el sentido de experiencia que le interesa a Dewey –no la experiencia en general, sino las experiencias particulares con sus cualidades distintivas: “La vida (…) es una cosa de historias, cada una con su propia trama, su propio inicio, su movimiento hacia el final, cada una con su propio movimiento rítmico, cada una con su propia cualidad irrepetible atravesándola en toda su extensión” (AE, p.37).
Si me permiten la digresión, creo que vale la pena señalar aquí la insistencia de términos textiles en esta perspectiva filosófica. Por supuesto, tenemos “contexto”, que proviene de “texto”, que etimológicamente es un “tejido”; en la cita anterior Dewey emplea el término “trama”, que aún hoy se utiliza en su sentido original para designar al hilo que atraviesa una urdimbre y así crea un tapiz; Pepper (1942), para hablar del contextualismo emplea como términos categoriales “hilos” [strands] y “textura” (cuya etimología se refiere a la disposición particular de los hilos de una tela.
No parecen casuales estas rimas entre arte textil, arte narrativo, y pragmatismo. Una experiencia tiene la forma de una historia o, mejor aún, una experiencia es aquello que mejor se presta para ser transformada en una historia. En la traducción de Samuel Butler de la Odisea, al final del libro octavo, se lee que los dioses “enviaron sus desdichas para que las futuras generaciones tuvieran algo sobre lo que cantar”; la lectura tradicional de ese pasaje es que nuestros males tienen una justificación estética, pero podríamos leerlo de otra forma: sólo cuando la experiencia se vuelve una experiencia, cuando cobra un sentido y dirección, aun cuando sea desdichada, es que se vuelve apta para traducirse en una historia. Un catálogo de repuestos de automóvil funciona pobremente como historia porque no hay hilo conductor entre sus partes. De manera que cuando Dewey escribe “la vida es una cosa de historias”, conviene tomarse en serio la expresión.
Este es en realidad el recto sentido de la metáfora que Pepper señala como fundante de toda forma de pragmatismo (la “metáfora raíz”): el acto-en-contexto. No se refiere en rigor a la experiencia, sino a una experiencia. Como evidencia a favor de esta lectura, podemos señalar que Pepper utiliza también el término evento para designar la metáfora raíz y que los ejemplos con los que la describe son típicamente experiencias en el sentido que hemos estado exponiendo: “construir un bote, correr una carrera, reírse de un chiste, persuadir a una asamblea, descifrar un misterio, resolver un problema, remover un obstáculo, explorar un condado, comunicarse con un amigo, crear un poema, recrear un poema. Todos estos son actos o eventos intrínsecamente complejos, compuestos de actividades interconectadas con patrones continuamente cambiantes. Son como incidentes en la trama de una novela o un drama. Son literalmente los incidentes de la vida. El contextualista halla que todo en el mundo consiste en incidentes así” (Pepper, 1942, p. 233).
Retomando el paralelismo con el análisis de la conducta, aunque al mismo le interesa la conducta, al realizar cualquier análisis o experimento se ocupa de segmentos discretos de conducta, que pueden ser más breves o más extensos (según se adopte una perspectiva molecular o molar de análisis conductual), pero siempre un recorte relativamente arbitrario de ese todo indiferenciado y continuo que es la conducta, con fines de influencia y predicción –como decía Hineline, en última instancia hablar de una conducta tiene tanto sentido como hablar de un agua (véase Hineline, 2014, p.72).
La experiencia y la deriva
En un sentido profundo, una vida está hecha de experiencias (“la vida es una cosa de historias”). La vida sucede todo el tiempo, pero son las historias las que verdaderamente hacen nuestra existencia, nuestro propósito. Una existencia rica, profunda, vital, no es aquella en la cual simplemente flotamos por el flujo indiferenciado y continuo de la experiencia sino una en la que atravesamos experiencias discretas con sus cualidades particulares, permitiéndonos apreciar en detalle y profundidad nuestro paso por el mundo. Una mera sucesión inconexa de actividades nos ofrece la misma vitalidad que una guía telefónica, pero cuando componen una experiencia, aparece una profundidad, un sentido que actualiza y transforma nuestro pasado, y cuya aura se prolonga hacia el futuro. El problema es que frecuentemente:
“en un ambiente social apurado e impaciente nuestra experiencia se ‘atenúa’ porque no logra integrarse con lo que [Dewey] llama las vivencias de nuestra experiencia, esto es, las resonancias con el pasado, la anticipación del futuro, la teleología integral de la estructura de la experiencia, las cargas emotivas del evento, etcétera. Ninguna experiencia llega a madurar, y ninguna comprensión se infunde en ellas, porque sufrimos no sólo de un “exceso de receptividad” interno, sino también porque el bombardeo externo de una miscelánea de distracciones episódicas que arrojan al mismo tiempo un exceso de experiencia atenuada y una escasez de experiencia real.” (Hagberg, 2013, p.282).
Es decir, con frecuencia la experiencia no llega a integrarse como una experiencia, sino que permanece dispersa, incoherente, no integrada, a causa de interrupciones o intromisiones o porque la atravesamos sin ser plenamente concientes de ella, de manera mecánica o puramente práctica. Me levanto a la mañana, maquinalmente me cepillo los dientes, me lavo la cara, salgo a la calle a tomarme el colectivo, pero no hay una integración cualitativa entre esas actividades, sino que se trata de una mera sucesión de hechos. Mucho de la experiencia cotidiana exhibe un grado de dispersión o de acción mecánica que impide su integración cualitativa. El ejemplo más claro que podría dar es el efecto que tiene en muchas experiencias la presencia de un teléfono celular, dificultando la conexión con la actividad o interrumpiéndola: una conversación significativa deja de serlo si una de las personas a cada rato mira su celular, e incluso la mejor película perderá su impacto si la pasamos mirando las redes sociales al mismo tiempo. Por supuesto, no se trata sólo del celular, existen todo tipo de aspectos de nuestra existencia actual (“un ambiente social apurado e impaciente”) que conspiran contra la integración cualitativa de las experiencias. Una experiencia, para ser tal, requiere tiempo, requiere la conciencia de sus aspectos individuales y de su cualidad global, y eso es algo que no puede apurarse. Cuando eso no llega a suceder no hay coherencia funcional entre los distintos aspectos y elementos de la experiencia, y por tanto no es posible distinguirla como “una” experiencia.
Si toda nuestra existencia es así, más que vivir, derivamos por la vida, atravesando rudimentos de experiencias que nunca llegan a una consumación, que nunca exhiben del todo coherencia, que nunca nos ofrecen una cualidad distintiva. La vida cotidiana, la mecanicidad, la prisa, las interrupciones, dificultan la consolidación de las experiencias, y con ello, sostiene Dewey, perdemos la capacidad de experimentar cualidades, de experimentar el mundo, y nuestra vida se empobrece, se atenúa, se duerme poco a poco. Es contra esta deriva que la experiencia estética, y en particular la obra de arte, jugarán un papel central.
La experiencia estética
¿De qué se trata una experiencia estética? La respuesta está frente a nuestras narices: toda experiencia, en la medida en que es una experiencia, es estética. En otras palabras, cuando una experiencia exhibe alguna integración cualitativa, coherencia y autosuficiencia, aparece en ella lo estético en algún grado. “La experiencia estética distintiva, para Dewey sucede simplemente cuando los factores y cualidades satisfactorios de una experiencia son elevados por sobre el umbral de la percepción y apreciados en sí mismos” (Shusterman, 1995, p.27).
La experiencia estética es simplemente experiencia intensificada, surgiendo en grados en una experiencia según qué tanto se integren sus aspectos en un todo coherente y en una cualidad distintiva. De esto se deriva que lo estético está, al menos en potencia, en todas nuestras experiencias. Lo estético “no es una intrusión ajena a la experiencia, ya sea por medio de un lujo vano o una idealidad trascendente, sino que es el desarrollo intenso y clarificado de los rasgos que pertenecen a toda experiencia completa y normal” (AE, p.48, el énfasis es mío). Podemos recordar aquí a la analogía de la montaña, que no es algo externo puesto sobre la tierra sino que simplemente es una parte de ella que se destaca: “La experiencia estética se diferencia no por la posesión única de algún elemento particular sino por su integración más consumada y vivaz de todos los elementos de la experiencia ordinaria, ‘creando un todo a partir de ellas en toda su variedad’ y dándole a quien experimenta un sentimiento más amplio de completud y orden en el mundo” (Shusterman, 1995, p.15).
Recapitulemos entonces lo expuesto hasta aquí. Hemos señalado que el punto de partida del pragmatismo, su cosmovisión, se basa en la experiencia, definida como los intercambios entre un ser vivo y el mundo. Señalamos que la experiencia puede distinguirse de una experiencia, según que tanto sus aspectos exhiban autosuficiencia e integración en una cualidad, y hemos señalado que la vida es una cosa de historias, de experiencias en este sentido. Hemos señalado también que el grado de autosuficiencia e integración en una cualidad determina el carácter de estético de una experiencia.
De esta forma, lo estético está todo el tiempo presente en nuestra vida, en nuestras actividades, en las vivencias que nos infligen dolores y alegrías. Sin embargo, una buena parte del tiempo lo estético está presente solo en germen, sin desarrollarse, y cuando eso sucede la vida se experimenta como un derivar a través de sucesos, más que una actividad coherente y con propósito.
Ahora bien, hemos definido a la obra de arte no como un producto artístico sino como una forma de experiencia estética, de manera que afirmar que lo estético es una dimensión de toda experiencia propiamente dicha equivale a establecer una continuidad fundamental entre el arte y la vida. El arte es íntimamente parte de la vida, no un lujo, no algo decorativo, ni algo perteneciente a una esfera idealizada, sino una exacerbación de las experiencias que le dan color y profundidad a nuestra existencia. No es algo reservado a los pasillos de los museos, sino algo que opera continuamente en nuestra vida cotidiana. Para describir de qué manera, primero debemos detenernos un poco más sobre la obra de arte en la mirada de Dewey.
La amplificación de la experiencia
Quizá la manera más sencilla de decirlo es que para Dewey la obra de arte es simplemente una forma concentrada y amplificada de experiencia estética. La obra de arte nos ofrece la posibilidad de tener una experiencia estética satisfactoria con una coherencia y cualidad claramente apreciable (cualquiera que sea). Su efecto y función es amplificar, refinar e intensificar una cualidad experiencial.
Dicho de manera muy simplificada, el proceso artístico sería aproximadamente así: una artista experimenta alguna cualidad en una experiencia inmediata. Puede ser una forma, un sentido, una idea, una tonalidad, una emoción, o cualquier otra cualidad de la experiencia que impacte su sensibilidad (cuidándonos de no intelectualizar demasiado la cosa). El artista, antes que nada, es una persona con una excepcional sensibilidad hacia lo estético de la experiencia, hacia las cualidades que surgen en ella. Entonces, a través de los medios técnicos proporcionados por su disciplina artística y de su propia destreza, crea un producto artístico en el cual expresa, amplifica, refina, concentra esa cualidad. Los distintos aspectos del producto artístico son moldeados para que sean solidarios entre sí y se integren en la cualidad particular de la obra, sin perder por ello su individualidad. Esta experiencia artística de creación, contraparte de la experiencia estética de contemplación, consiste en amplificar esa cualidad en el producto artístico que se convierte así en una suerte de “experiencia destilada”, en la cual el espectador, interactuando con ella en una contemplación activa (siguiendo los movimientos, las pinceladas, los sonidos, que componen el producto), puede tener una experiencia estética intensificada: “el verdadero trabajo de una artista es construir una experiencia que sea coherente en la percepción a la vez que se mueve en cambio constante en su desarrollo” (AE, p.53).
Esta concepción del arte retoma, con un nuevo giro, la vieja teoría del arte como mimesis, como copia. La diferencia es que el arte no sería copia de la naturaleza o de objetos, sino de las cualidades de las experiencias en las que participan. La Gioconda no es una imitación de Lisa Gherardini, sino una mimesis amplificada de la experiencia de Leonardo frente a ella, experiencia en la que participaron la historia y circunstancias particulares de Leonardo.
Si la vida es experiencia, y el arte es una forma intensificada de experiencia estética, el arte es vida intensificada, es el “clímax de la experiencia” (Dewey, 1929, p. ix) –y creo que no estaríamos desencaminados si utilizamos la otra acepción del término y afirmáramos que el arte es el orgasmo de la experiencia.
Hay en todo el proceso una íntima relación entre experiencia estética (que cae del lado de lo perceptual, la contemplación o el disfrute), y experiencia artística (que cae más bien del lado del hacer, de la creación). De hecho, Dewey lamenta (p.48) que el idioma inglés no cuente con una palabra que designe ambos aspectos (como “oportuncrisis”, por ejemplo). El artista no es meramente alguien con destreza técnica (para eso nos bastaría una máquina), no es meramente alguien habilidoso, sino con una especial “sensibilidad a las cualidades de las cosas” (AE, p.51). Un artista puede carecer de una técnica avanzada, puede no ser un virtuoso, pero lo de lo que no puede carecer es de sensibilidad hacia las cualidades de las experiencias, porque una obra de arte no es un despliegue técnico, sino un despliegue estético. La obra 4’33” del compositor norteamericano John Cage es un ejemplo extremo de esto. Son cuatro minutos y treinta y tres segundos de silencio frente a un instrumento, que no requiere ninguna destreza musical particular, pero expresa manera muy efectiva la cualidad del silencio intencional y nos invita a apreciar lo musical en los sonidos espontáneos que nos rodean a cada momento.
Por este motivo no es lícito separar la creación de la contemplación –la creación artística sólo es tal cuando se lleva a cabo al servicio de la contemplación estética: “la distinción entre lo estético y lo artístico no puede ser convertida en una separación. La perfección en la ejecución no puede ser medida o definida en términos de ejecución; implica a quien percibe y disfruta el producto que es ejecutado. El cocinero prepara comida para el consumidor, y el valor de lo que es preparado se determina al consumirlo (…) La artesanía, para ser artística en un sentido definitivo debe ser ‘amorosa’; debe preocuparse profundamente por el tema en cuestión sobre el cual la habilidad se ejerce.” (AE, p.49).
Estos conceptos pueden aportar alguna iluminación a las discusiones actuales sobre el papel de la inteligencia artificial (IA) en el arte. Una IA puede crear con una precisión técnica superior a la de un ser humano, pero lo que no puede hacer es tener una experiencia estética que pueda expresar en esa creación, ni juzgar si lo creado expresa cabalmente la cualidad estética deseada: se necesita un ser humano con experiencias que quiera expresar alguna cualidad y que juzgue si el resultado ofrecido por la máquina es cualitativamente apropiado. La IA es pura destreza técnica, pero requiere la sensibilidad estética de una criatura viva para que el resultado funcione como obra de arte. Sin ello, el resultado puede ser interesante, pero no estéticamente interesante, tal como una obra de la cual nos venimos a enterar que ha sido formada accidentalmente por factores naturales como el viento y la lluvia.
“En suma, el arte, en su forma, une la misma relación entre hacer y vivenciar, energía saliente y entrante, que hace que una experiencia sea una experiencia. A causa de la eliminación de todo lo que no contribuye a la organización mutua tanto de los factores de acción y recepción entre sí, y a causa de la selección de sólo los aspectos y rasgos que contribuyen a su interpenetración recíproca, el producto es una obra de arte estético. El hombre talla, esculpe, canta, baila, gesticula, moldea, dibuja, y pinta. El hacer o crear es artístico cuando el resultado percibido es de tal naturaleza que sus cualidades tal como se percibieron han controlado la producción en cuestión. El acto de producir que está dirigido por el intento de producir algo que sea disfrutado en la experiencia inmediata de la percepción tiene cualidad que una actividad espontánea o no controlada no tiene. El artista encarna en sí mismo la actitud del contemplador mientras trabaja. (AE, p.50)
La función del arte
Para Dewey, sostener que el arte es algo completamente inútil (el arte por el arte) o con funciones puramente decorativas es miope, en tanto desdeña arbitrariamente las múltiples relaciones y funciones que el arte tiene en la existencia de los seres humanos –tachar de inútil a algo que encontramos de manera prominente en todas las culturas desde la prehistoria no parece una actitud muy sabia. Pero tampoco parece una actitud sabia la perspectiva utilitaria que espera que el arte tenga un fin particular, que sirva para aleccionar o transmitir un mensaje moralizante. Puede hacerse, por supuesto, y se ha empleado de esa manera en varios momentos de la historia (la tendencia de los gobiernos totalitarios a usar el arte como propaganda, por ejemplo), pero siempre su efecto excede la transmisión forzada de un mensaje particular. La película El Acorazado Potemkin puede haberse encargado como propaganda, pero en tanto obra de arte ha resistido su confinamiento a esa función.
En contraste, en la visión de Dewey la obra de arte “satisface muchos fines, ninguno de los cuales se establece de antemano. Sirve a la vida más que a la prescripción de un modo definido y limitado de vivir” (AE, p.140). No es inútil ni sirve a algún fin particular, sino que sirve a la vida expandiendo nuestra sensibilidad a la experiencia: “el arte es (…) una de las herramientas primarias para restaurar en la vida la profundidad experiencial (Hagberg, 2013, p.282).
Para Dewey, la función y efecto primario del arte es abrir y expandir nuestra sensibilidad a las cualidades del mundo, y a través de ello, permitirnos conectar más profunda y significativamente con él: “El arte derriba las tapaderas que ocultan la expresividad de las cosas experimentadas, nos vivifica de la holgura de la rutina y nos permite olvidarnos de nosotros mismos encontrándonos en el deleite de experimentar el mundo que nos rodea en sus variadas cualidades y formas. Intercepta cada matiz de expresividad que se encuentra en los objetos y los ordena a una nueva experiencia de vida” (AE, p.108); “la función moral del arte es eliminar los prejuicios, apartar las escalas que impiden ver, romper los velos de la rutina y la costumbre, perfeccionar el poder de percibir” (AE, p. 366). Encontramos una resonancia aquí con las palabras de Oliverio Girondo en Espantapájaros: “La vida -te lo digo por experiencia- es un largo embrutecimiento (…) La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas. Poco a poco nos aprisiona la sintaxis, el diccionario, y aunque los mosquitos vuelen tocando la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles.” El arte viene a romper esas telarañas, y de esa manera sirve a una multitud de fines vitales posibles (lo que hagamos una vez quitadas las telarañas es cosa de cada quien).
El arte nos enseña una forma profunda y transformadora de participación en las experiencias. Si, como sostenía Montaigne, “filosofar es aprender a morir”, el arte es aprender a vivir. La obra de arte nos permite tener una experiencia estética consumada, cuyos aspectos son coherentes y solidarios entre sí sin perder su individualidad, en la cual hay tensiones y resoluciones y en la cual se manifiesta una cualidad en el conjunto. De manera similar al funcionamiento de las “experiencias cumbre” (peak experiences) que postularía Maslow algunas décadas más tarde, el arte nos proporciona una forma de experiencia intensificada que renueva y revitaliza nuestra forma de estar en el mundo.
Así como una experiencia de buen amor con una persona puede bastar para transformar nuestras relaciones con todas las personas, una experiencia estética cabal a través de una obra de arte puede transformar todas nuestras relaciones con el mundo. Nos puede volver más sensibles a colores, sonidos, movimientos, composiciones, sentidos, las cualidades de nuestras experiencias (en términos conductuales, podríamos decir que funciona como una operación estableciente). Esta amplificación de nuestra sensibilidad experiencial no se limita al momento de contemplación de la obra de arte, sino que se vuelca al resto de nuestras experiencias. Shusterman lo dice mejor:
“El valor y la función especial del arte no yacen en ningún fin especializado particular, sino en satisfacer a la criatura viviente de una manera más global, sirviendo a una variedad de fines, y por sobre todo, por medio de aumentar nuestra experiencia inmediata, lo cual nos vigoriza y vitaliza, ayudándonos así a perseguir otros fines que tuviéramos. (…) La canción de trabajo cantada durante la cosecha no solo brinda a los recolectores una experiencia estética satisfactoria, sino que su entusiasmo se traslada a su trabajo, vigorizándolo y realzándolo e inculcando un espíritu de solidaridad que persiste mucho después de que canción y trabajo hayan terminado. La misma instrumentalidad de amplio alcance se puede encontrar en las obras de arte más excelsas. No son simplemente un refinado conjunto de instrumentos para generar una experiencia estética especializada, sino que actúan modificando y agudizando la percepción y la comunicación; energizan e inspiran porque la experiencia estética siempre se derrama y se integra en nuestras otras actividades, realzándolas y profundizándolas. El arte, por lo tanto, “mantiene vivo el poder de experimentar el mundo común en toda su plenitud” y hace que el mundo y nuestra presencia en él sean más significativos y tolerables mediante la introducción de algún “sentido satisfactorio de unidad” en la experiencia. Este papel profundo del arte como justificación de la existencia dándole un sentido agradable de forma y totalidad alinea la estética de Dewey con la visión nietzscheana de “que este mundo solo puede justificarse como un fenómeno estético”. (Shusterman, 1995, pp. 9, 10)
Gracias al arte “somos transportados a una actitud renovada hacia las circunstancias y exigencias de la experiencia ordinaria. El trabajo, en el sentido de funcionamiento, de un objeto de arte no termina cuando el acto directo de percepción finaliza. Continúa operando a través de canales indirectos” (AE p.145). El impacto del arte se derrama sobre el resto de la experiencia.
Por supuesto, para que la obra de arte pueda funcionar de esta manera es necesario tener una experiencia con ella, no un mero contacto pasajero. Un cuadro visto al pasar en una galería difícilmente sea algo más que una mancha de color, porque no nos estamos dando lugar a tener una experiencia estética que lo involucre. La obra de arte, como cualquier experiencia, requiere presencia y tiempo para que su efecto pueda desplegarse en toda su plenitud. Es necesario detenerse frente a él y recorrer el conjunto: el movimiento de las pinceladas, su extensión, su grosor, la elección de colores y su interacción, la forma, el sujeto elegido, la composición, etcétera, es decir, recrear las acciones que el artista llevó a cabo al crearlo. La contemplación, como la creación, es activa, involucra recorrer la obra para permitir que aparezcan las cualidades, y es ante todo una cosa somática, no meramente intelectual.
Esta hipótesis de Dewey sobre el impacto psicológico del arte no parece carecer de sustento empírico. Varias investigaciones han señalado la estrecha relación entre la inmersión con productos artísticos y rasgos psicológicos de presencia (Harrison & Clark, 2016; Wild et al., 1995), empatía (Wikström, 2003), y una multitud de beneficios psicológicos asociados en general con el contacto con experiencias de contemplación y creación artística (Bolwerk et al., 2014; Karkou et al., 2022; Mastandrea et al., 2019; Miu et al., 2016; Trupp et al., 2022).
La experiencia de una vida significativa
Todo lo anterior constituye una rudimentaria introducción a la teoría estética de Dewey. Pero, como anticipé al principio de este texto, mi principal interés en ella es que creo que ofrece una forma alternativa a la tradicional de pensar algunos procesos de relevancia clínica tales como valores y acción comprometida, y la presencia psicológica.
Más concretamente creo que es posible encontrar rimas conceptuales entre, por un lado, valores y experiencia estética, y por otro, entre acción comprometida y experiencia artística. Además, creo que ambos procesos requieren de una cierta forma de presencia, de contacto con el momento presente, que es ineludible para el trabajo clínico con los otros dos procesos. Creo que explorar valores y acción comprometida a la luz de las ideas de Dewey sobre el arte puede brindarnos nuevas comprensiones sobre el tema.
Ármense de paciencia, que aún nos falta camino.
Valores
Los valores personales constituyen un tópico que ha aparecido en el campo de la psicoterapia en varias modelos y bajo diferentes formas. No es un término científico sino uno precientífico, con múltiples connotaciones morales y religiosas y distintas definiciones, por lo que adoptaremos como definición aquella propuesta por ACT (Terapia de Aceptación y Compromiso). Por supuesto, no es la única definición posible sobre valores. A lo largo de la historia de la disciplina diversas tradiciones psicoterapéuticas los han definido e incorporado a la tarea clínica de diferentes maneras. El motivo por el cual me interesa esta definición y no otra es que está formulada en términos conductuales (con un énfasis particular en el papel del lenguaje) y por tanto en líneas generales pertenece a la misma tradición de Dewey y Skinner, más allá de las diferencias que hubiere (me interesa más construir puentes que muros). Creo que es posible rastrear el hilo rojo que une esas tradiciones y en esa conexión ganar alguna comprensión sobre ellas –o al menos divertirnos un poco (más bien, con poco).
Si revisamos la literatura de ACT sobre valores encontraremos diferentes formas de definirlos, pero probablemente la definición más ampliamente aceptada (y también la más técnica), sea aquella que los define como “consecuencias verbalmente construidas y libremente elegidas para patrones de acción dinámicos y en curso, que establecen reforzadores predominantes para esa actividad intrínsecos al involucramiento con el patrón conductual valioso” (Wilson & DuFrene, 2008, p. 66).
Sí, es densa como el demonio, pero es posible traducirla a lenguaje de seres humanos con algo de buena voluntad.
Comencemos notando que para ella los valores son conducta verbal (“consecuencias verbalmente construidas”), que establecen reforzadores intrínsecos para una acción o patrón de acciones. Esto significa que los reforzadores involucrados no son una consecuencia externa a la acción, sino que son inherentes a ella, es decir, consisten en que la acción adopte una forma particular, que tenga una cierta cualidad. Una analogía puede ser útil aquí: para un músico que está genuinamente interesado en aprender una pieza su reforzador principal para practicarla es tocarla de acuerdo a lo que indica la partitura (o la grabación, u otro tipo de referencia), es decir, que sus acciones encarnen la cualidad particular a expresar en esa pieza. En otras palabras, el reforzador predominante es la coherencia entre lo que indica la partitura y la propia ejecución. Podemos señalar el dinero y el aplauso como reforzadores secundarios, pero lo cierto es que la mayor parte del entrenamiento musical se produce pese a la completa ausencia de ellos (como evidencia ofrezco las cuentas bancarias de la mayoría de quienes se dedican a la música).
De manera similar, con los valores el reforzamiento sucede cuando la acción en sí se ajusta a cierta cualidad preestablecida. De esto se desprende que una acción valiosa (i.e., una acción guiada por valores) no es predominantemente instrumental a algún otro fin en particular más allá de su propia ejecución. Puede tener beneficios secundarios, puede servir para avanzar hacia algún objetivo, pero la exclusión de los mismos no extingue la acción valiosa.
De hecho, un signo crucial de que una forma de actuar está guiada por valores es que se lleve a cabo incluso sufriendo consecuencias perjudiciales (un ejemplo podría ser la historia de Job en el Antiguo Testamento, que sigue alabando a Jehová a pesar de las desgracias que éste le envía para probar su fe). Por este motivo una forma de distinguir una acción valiosa de una instrumental consiste explorar si seguiría emitiéndose en ausencia de los beneficios secundarios de este procedimiento. En muchos casos la respuesta a “¿seguirías cuidando a tu hijo aun cuando se enojase contigo por ello?” será diferente a la respuesta a “¿seguirías yendo a trabajar si no te pagasen más por ello?”, si la primera es una acción valiosa y la segunda una acción instrumental (un medio para algún objetivo).
Sin embargo, pese a lo que pudiéramos pensar en una primera lectura, los valores no refuerzan la acción, y este es un punto que muy frecuentemente suele ser mal interpretado: “No es el valor per se lo que es reforzante; es la cualidad de acción conectada con los valores lo que es inherentemente reforzante. En un sentido, es esa cualidad de acción lo que se elige libremente” (Hayes et al., 2012, p. 94, el énfasis es mío). La expresión verbal de los valores (vg. “quiero ser compasivo”) funciona como una señal, un incentivo o recordatorio de que cierta forma de actuar en una situación es coherente con la cualidad deseada, pero no es un reforzador. Lo que refuerza a una acción valiosa es su coherencia con una cualidad deseada y elegida; la expresión verbal ayuda a identificarla, construirla, refinarla, recordarla e invocarla cuando sea apropiado, pero lo que proporciona el impulso al concepto, su combustible, por así decir, es la cualidad de acción en cuestión. Sin la conexión con esa cualidad de acción los valores son palabras vacías o meras convenciones sociales.
Si reformulamos entonces esta densa definición técnica, lo que tenemos es que el concepto de valores descansa en cualidades de la acción que son deseadas, verbalizadas, y libremente elegidas por una persona. El nombre que se le asigna es meramente una manija que sirve para asirlo mejor y lidiar con él; su parte viva, palpitante, insustituible, son las cualidades de acción que involucra, ya que son las que indican cómo debe ser la acción actual para ser valiosa. El concepto de valores es así una moneda en una de cuyas caras están las cualidades de acción y en la otra la expresión verbal que sirve para construirlas e identificarlas.
Otro concepto de ACT que está estrechamente ligado al de valores y que deberemos tocar aquí es el de acción comprometida. Dicho de manera sencilla, consiste en una redirección constante de la acción para ajustarla a los valores personales: “mantener un compromiso significa redirigir la conducta, momento a momento, hacia patrones de acción más amplios con la meta de sostener esos propósitos. En cuanto la persona nota una divergencia en su acción y elige redirigirla para que sea consistente con sus valores, la persona está realizando una acción comprometida” (Hayes et al., 2012, p. 96). Es decir, si los valores se refieren a una cualidad nombrada y elegida de la experiencia, la acción comprometida se trata de ajustar el flujo de la propia conducta para que sea coherente con esa cualidad, detectando y corrigiendo las desviaciones de ese patrón. Si lo primero es aprender a leer un mapa y determinar un destino, lo segundo consiste en echar a andar siguiendo ese mapa, ajustando los pasos al recorrido trazado.
Una vida significativa, una vida con sentido, consiste desde esta perspectiva en construir patrones de acción cada vez más amplios y que abarquen diversos ámbitos vitales; la emisión de acciones diversas pero solidarias entre sí, acciones que más allá de ser formalmente diferentes, encarnen en sí mismas y en el conjunto un mismo conjunto de cualidades experienciales. Como ejemplo podríamos mencionar que la cualidad que podríamos llamar curiosidad o amor por el conocimiento (como mencioné, el nombre asignado a la cualidad es de poca importancia) en la vida de Leonardo da Vinci es algo que apreciamos encarnado en acciones formalmente muy diferentes (su interés por la cocina, su destreza musical, sus estudios de anatomía, sus proyectos de ingeniería, etc.), pero cualitativamente coherentes. En tanto podemos apreciar la coherencia de sus patrones de acción con ciertas cualidades, podemos señalar un propósito en la vida de Leonardo.
Valores y experiencia estética
Si examinamos a los valores usando los conceptos de Dewey como clave, se vuelve evidente que los valores involucran una experiencia estética. Vimos anteriormente que una experiencia es estética en tanto surge en ella una cualidad claramente identificable y en tanto resulta relativamente contenida en sí misma, destacándose del fondo general de la experiencia. Una experiencia actualiza nuestra historia porque interactuamos en y con ella con todo lo que somos, transformándonos a nosotros y al mundo en el proceso. Nos cambia en alguna medida, aunque sea mínima, y esa transformación se extiende hacia nuestro futuro.
Mi punto aquí es que la cualidad que es identificada en los valores es la cualidad de una experiencia estética así definida, y que la sensibilidad estética es crucial para todo el proceso, sea para identificar valores o para actuar guiándonos por ellos.
La historia natural de los valores podría contarse aproximadamente así: en el intercambio con el mundo, un ser humano se encuentra de tanto en tanto con experiencias particulares que surgen del trasfondo de la experiencia general. Esas experiencia son coherentes, autosuficientes, y en ellas se puede intuir una cualidad particular (un tema o sentido, en tanto, como mencionamos anteriormente, tengamos cuidado de no reducir la expresión a un contenido puramente intelectual).
La cualidad intuida en esas experiencias no siempre será algo deseable, sino que puede ser de cualquier signo: pueden encarnar una cualidad dolorosa o moralmente indeseable según la historia de la persona (la desolación, la humillación, la traición, la ingratitud, el cinismo, etc.). Algunas experiencias, sin embargo, encarnan una cualidad que resulta deseable de alguna manera para quien la atraviesa, una cualidad que es vivida como significativa, importante, virtuosa, valiosa, o como prefieran llamarla. Algo de la forma de la experiencia, de su cualidad, resulta apetitivo para esa persona, no por imposición o resultados externos, sino por las resonancias de esa cualidad en la historia de la persona. Los factores que la vuelven deseable para ese ser humano en particular involucran presumiblemente tanto a su historia personal y biológica como a su entorno ambiental y sociocultural actual e histórico –en última instancia, la respuesta yace en todo lo que participa en esa experiencia y será diferente en cada caso. Un análisis de por qué se elige una cualidad y no otra está más allá de mis posibilidades, pero aquí será suficiente señalar que las cualidades de algunas experiencias resuenan en la historia particular de una persona como deseables.
Esa cualidad puede aparecer en una única experiencia o repetirse en experiencias posteriores, en contextos diferentes, quizá de manera incipiente, quizá con ligeras diferencias o mixturas con otras cualidades. Incluso su intuición puede refinarse a través del contraste con experiencias con cualidades indeseadas antagónicas, como cuando la crueldad de una persona nos lleva a mejor apreciar la gentileza de otra. Ese proceso iterativo va afinando nuestra intuición de esa cualidad, como el pulido hace brillar a un diamante en bruto.
Cuando esa cualidad experiencial deseada es puesta en palabras y deliberadamente elegida como guía vital tenemos entonces un valor personal propiamente dicho. Aquellas experiencias iniciales se convierten en el prototipo o modelo de la cualidad intuida que es construida e identificada verbalmente. Constituyen el ancla experiencial para ese valor para esa persona, y en última instancia, puedo definir un valor describiéndolas: el amor es ese abrazo en un agosto frío, ese mate en el funeral, ese acompañarme al colegio. De esa manera, lo que una cualidad como “amor” sea para una persona puede diferir de lo que es para otra, si está anclada a un rosario de experiencias diferentes.
Esa cualidad, junto con otras, puede adoptarse deliberadamente como guía para la conducta: en toda situación relevante la persona puede evocar el valor deseado y elegido para esas situaciones, contactar simbólicamente (verbalmente) con su cualidad correspondiente, contrastar con ella la cualidad de la conducta que está llevando a cabo en ese momento (o la que se está por emitir) y ajustarla, modificarla, corregirla, de manera que sea coherente con esa cualidad. Una palabra hiriente a punto de surgir en una discusión de pareja puede convertirse en una pregunta, en un pedido de desescalada, en una disculpa, etcétera, si la persona en cuestión, contactando con su valor de “amor” (por decir algo), nota una discrepancia entre lo que está a punto de decir y esa cualidad, y a continuación emite una acción que juzgue más consistente con ese valor. Con nuevas instancias de este proceso la cualidad se transforma en una cualidad no ya de una acción aislada, sino una cualidad para un patrón de acciones que puede extenderse hasta abarcar todas las actividades en ese ámbito e incluso extenderse a otros ámbitos. De esa manera, la cualidad identificada en esas experiencias fundantes se puede convertir en la cualidad de una vida: decimos entonces que alguien es una persona compasiva, amable, valerosa, abnegada, curiosa, templada, etcétera, no por sus sentimientos o sus afirmaciones, sino por la cualidad que sus acciones despliegan en uno o varios ámbitos.
Pongamos un ejemplo: en mi temprana adolescencia un amigo se comporta en una situación difícil para mí de una manera gentil y cuidadosa para conmigo, y algo de la cualidad de esa experiencia conmueve mi sensibilidad positivamente. Quizá no pueda identificar claramente en ese momento de qué se trata, ni pueda precisar exactamente su naturaleza: la intuyo y la aprecio aunque no la pueda enunciar claramente. Posteriormente atravieso otras experiencias cuyas cualidades guardan alguna similitud con aquélla, y a medida que eso sucede mi intuición de esa cualidad puede refinarse y modificarse, con un tema central que es estable a lo largo del tiempo. Eventualmente le pongo un nombre a esa cualidad intuida: digamos, aquella vez se trató de “cuidado” –aunque también podría llamarla “amistad”, “compasión”, “empatía” o cualquier otra cosa. Deja así de ser una cualidad intuida para ser una cualidad enunciada, con lo cual gana en abstracción y se vuelve más generalizable. Nombrarla ayuda a a refinar la comprensión de sus aspectos, a identificarla e incluso anticiparla en ciertas situaciones. El nombre en cuestión es mayormente irrelevante, e incluso puede mutar con el paso del tiempo, ya es sólo una etiqueta para designar a esa cualidad. Por mi parte, sé que esa etiqueta y esa cualidad señalan algo de cómo querría que fuera mi vida, no porque alguien me lo haya ordenado, sino por cómo resuena en mí, con mi historia y circunstancias particulares.
A esa cualidad así intuida y nombrada puedo elegirla como brújula cuando sea relevante: en una discusión acalorada con otro amigo, décadas más tarde, puedo evocar ese valor elegido de “cuidado” con su cualidad particular, notar si mi conducta actual es coherente con eso y, si no lo fuera, corregir mi curso de acción en esa dirección (disculparme, cambiar lo que estoy diciendo, adoptar una actitud más conciliadora, etcétera). Si eso se repite en múltiples instancias esa cualidad de “cuidado” habrá pasado de la cualidad de una experiencia a ser una cualidad de mi forma de vivir la amistad, e incluso otros vínculos: mi relación con mi familia o cómo me trato a mí mismo. Esa cualidad entonces infunde mi vida entera.
Un valor, entonces, involucra atravesar una experiencia estética (o una serie de ellas) cuya cualidad intuida no es meramente vivenciada, sino que es deseada y elegida como modelo para las propias acciones. La acción comprometida, la acción guiada por valores, amplifica esa cualidad, la extiende a nuevas acciones, a nuevos ámbitos, y la vuelve así más presente en el mundo.
Lo anestésico
Las similitudes entre el proceso descripto y la obra de arte como es conceptualizada por Dewey son notables. Podríamos decir que los valores son el equivalente a la experiencia estética, la experiencia de contemplación de una cualidad, mientras que la acción comprometida es equivalente a la experiencia artística, la experiencia de formación de una cualidad –la diferencia es meramente de amplitud: el producto a crear no es un jarrón, sino una vida entera.
Identificar valores involucra sensibilidad y conexión con la experiencia para que sus cualidades puedan surgir, requiere de lo que podríamos llamar una sensibilidad estética. Implica permanecer sensible a lo que vivimos y sufrimos, implica paciencia y presencia para el desarrollo de las cosas, implica la conciencia de notar patrones en lo experimentado, implica constancia para permitir que las actividades lleguen a su conclusión. Las mismas sensibilidades necesarias para apreciar una obra de arte nos permiten apreciar lo estético en la vida cotidiana.
Mencionamos antes que no toda la experiencia llega a conformar una experiencia estética, sino que con frecuencia queda en estado incipiente, rudimentario. Pasamos a través de sucesiones de eventos sin experimentar ninguna profundidad vital. Algo de esto podemos encontrar respecto a una vida con sentido. No es infrecuente para quien se dedica a la clínica recibir consultas que van en esta dirección: “mi vida se parece a una sucesión de eventos sin sentido”, esto es, nada parece tener sentido ni propósito, nada parece tener una profundidad experiencial notable. Hay experiencia, ya que el intercambio con el mundo es inherente a la vida, pero la experiencia no es estética sino anestésica (an-estética, es decir, no estética), nos duerme antes que despertarnos. Las telarañas en las pupilas de Girondo. No hay historias, sólo sucesión de eventos.
Dewey nos señala algunas pistas sobre qué puede hacer que la experiencia se vuelva anestésica: la primera es la deriva, la mera sucesión de eventos sin propósito ni integración entre sí:
“en gran parte de nuestra experiencia no nos interesa la conexión de un incidente con lo que sucedió antes y lo que viene después. No hay interés que controle el rechazo atento o la selección de lo que se organizará en la experiencia en desarrollo. Las cosas suceden, pero no están definitivamente incluidas ni decididamente excluidas; derivamos. Cedemos de acuerdo a la presión externa, o evadimos y transigimos. Hay comienzos y terminaciones, pero no iniciaciones y conclusiones genuinas. Una cosa reemplaza a otra, pero no la absorbe y continúa. Hay experiencia, pero tan floja y discursiva que no es una experiencia. No hace falta decir que tales experiencias son anestésicas. (AE, p. 42)
En otras palabras, se trata de una forma de impulsividad, actuar según la tendencia psicológica que predomina en cada momento, más que de acuerdo a un propósito o sentido. Sería el equivalente a intentar atravesar un bosque siguiendo los senderos más pintorescos en lugar de los que van en la dirección deseada: el resultado inevitable será el extravío.
La segunda forma de anestesia experiencial es la eficiencia mecánica, la práctica rígida, las acciones que se suceden por convención o eficiencia, no por implicación mutua de sus aspectos.
“Es posible ser eficiente en la acción y, sin embargo, no tener una experiencia consciente. La actividad es demasiado automática para permitir un sentido de lo que se trata y hacia dónde se dirige. Llega a su fin pero no a un cierre o consumación en la conciencia. Los obstáculos se superan con habilidad astuta, pero no alimentan la experiencia.” (op.cit.)
Este otro polo vendría a ilustrar las acciones rígidamente guiadas por reglas o hábitos, las acciones que se llevan a cabo por mandato o necesidad, pero sin una sensibilidad amplia hacia el contexto y el sentido general de ese accionar. Es la visión de un caballo con anteojeras, sólo atento al siguiente paso. El Chaplin de Tiempos Modernos, eficientemente ajustando una tuerca tras otra, desconectado completamente del sentido de su trabajo por causa de condiciones inhumanas de producción, ilustra bien este tipo de acción activa pero mecánica que resulta experiencialmente anestésica (y que eventualmente lleva al personaje a perder la razón).
Tenemos entonces, por un lado, la impulsividad extraviada como anestésico, como obstáculo para percibir cabalmente las cualidades experienciales. La prisa que nos dificulta mantener la conexión con una sola actividad, el bombardeo sensorial que nos invita a cambiar de foco a cada rato, el vértigo de los sucesos, la evitación de la incomodidad (y el consecuente abandono de toda experiencia que incluya alguna malestar), todos ellos son factores que conducen a la anestesia experiencial. Por otro lado, tenemos la acción mecánica orientada hacia objetivos convencionales rígidos, que transforma a toda experiencia incipiente en meramente un medio para un fin, un obstáculo a resolver, nunca una experiencia a tener o a apreciar, lo cual nos ciega hacia todo lo que no esté efectivamente relacionado con algún objetivo convencional. Es el trabajo sin sentido, que podría realizarse dormido sin que haga mucha diferencia en la propia vida. En particular, la desconexión entre la actividad productiva y los propios fines vitales hace que aquella se realice de manera mecánica aunque eficiente (esta observación de tinte marxista pertenece a Dewey, de paso):
Los enemigos de lo estético no son lo práctico ni lo intelectual. Son la monotonía; la dispersión de cabos sueltos; el sometimiento a lo convencional en la práctica y en el procedimiento intelectual. La abstinencia rígida, la sumisión forzada, la rigidez por un lado y la disipación, la incoherencia y la indulgencia sin objeto por el otro, son desviaciones en direcciones opuestas de la unidad de una experiencia.” (op.cit.)
El mundo conspira, y cada vez más, contra la incorporación fluida de lo estético en la experiencia cotidiana, reservándolo a museos y galerías (y eso si tenemos suerte), separados de nuestras vidas. Nuestra sensibilidad se embrutece y se dificulta el cultivo de la sensibilidad por las experiencias que están al alcance de nuestra mano día a día. Quizá sea por eso que apreciamos cada vez más aquello que tiene al menos una pátina de lo artesanal, lo manual, aquello que no es realizado de manera mecánica sino que requiere el involucramiento activo de un ser humano en una experiencia de creación, y que nos facilita su recreación, su contemplación. La tendencia contemporánea hacia lo vintage no es mera fascinación por lo viejo: es fascinación por aquello hecho amorosamente, de manera no mecánica, de naturaleza más singular que masiva (aunque más no sea por su escasez).
Poder involucrarnos en una experiencia estética, poder percibir sus cualidades-valores cabalmente requiere presencia e involucramiento –que es a fin de cuentas la misma cosa, la participación activa en la experiencia en curso, en sus aspectos externos o internos, con la flexibilidad para ocuparse ora de uno, ora de otro, sin perder de vista el conjunto. En otras palabras, requiere estar presente psicológicamente, no sólo físicamente. Por eso se perjudican tanto las experiencias cuando nuestra atención deriva constantemente, ya sea por distracción mental o por absorción en un celular o aparato similar, y por eso hay tanta similitud entre la absorción en un momento significativo, en una meditación, o en la contemplación de una obra de arte.
Es el hábito de la presencia lo que nos permite ser sensibles a las cualidades-valores que se desarrollan en la experiencia. No parece casual la frecuencia con la que nos dedicamos a cultivar habilidades que requieren presencia psicológica y recogimiento en la actividad: meditar, tejer, pintar, cuidar un jardín, caminar, son formas de practicar un cierto tipo de presencia indispensable para percibir las cualidades del mundo. Son remedios, antídotos contra la dispersión de la experiencia.
Y el arte, por supuesto. A este respecto, diría que la familiaridad con el arte nos enseña a intuir cualidades. Un haiku de Bashō puede servir como ejemplo:
Bajo un sombrero
disfruto de la sombra,
aún estoy vivo.
La cualidad que podemos intuir en esos versos, una vez captada, enriquece nuestra vida. Si algo de ella resuena en nosotros será posible en posteriores experiencias evocar esa cualidad que podríamos llamar de “sencilla gratitud” y apreciarlas a través de ella como un lente. Saber que aún estamos vivos bajo el ala del sombrero. Quizá la intuición de cualidades pueda cultivarse mediante la familiaridad con la pintura, el cine, la fotografía, la música etcétera, en tanto y en cuanto estemos completamente presentes en y con la obra, en lugar de sólo derivar en ella.
El arte nos da un modelo para la integración cualitativa de la experiencia, un modelo para lo que es un tema, un sentido, un modelo de los diversos aspectos de la experiencia convergiendo en un mismo propósito. Lo mismo puede hacer el resto de la vida, si le damos una chance: hay para quienes las experiencias estéticas suceden principalmente en la naturaleza o en su labor cotidiana. La ventaja del arte es que lo hace de manera concentrada y deliberada. El arte opera en cualidades.
Por otro lado, la experiencia artística, la experiencia de creación de una obra de arte, puede pensarse como análoga a la acción comprometida, las acciones que encarnan las cualidades valoradas. La diferencia es principalmente de alcance: en el primer caso, el foco es un producto o performance artística; en el segundo caso, el foco es la vida entera de un ser humano. Crear una obra de arte, crear una vida valiosa, son movimientos análogos. Así como el artista dispone de sus medios técnicos y de su destreza para expresar una cualidad a través de la integración de aspectos diversos de la obra, la acción comprometida involucra emplear la propia habilidad y los recursos disponibles para que la acción actual sea coherente con las cualidades valiosas elegidas, para que deliberadamente cada acción, importante o minúscula, forme parte en algún grado de ese todo que es la vida entera. Por eso los valores sólo se pueden juzgar cabalmente luego del fin de la vida: sólo entonces la gran obra está terminada.
Pero la acción comprometida requiere también de sensibilidad estética. Requiere presencia, requiere involucración. En el mismo grado en que todo artista es el primer espectador de su obra, de cuya contemplación surgen los ajustes que la refinan y mejoran, así también la acción comprometida requiere sensibilidad a la propia situación, a las cualidades involucradas, a las propias acciones, al efecto de las propias acciones en relación con la cualidad adoptada.
Desde la perspectiva de valores y acción comprometida, la vida es, o al menos puede ser, una obra de arte a gran escala: una experiencia contenida en sí misma cuyos diversos aspectos son solidarios con un puñado de cualidades generales que le dan su particular carácter y sentido. Quien está eligiendo valores está eligiendo la cualidad para su obra; quien está actuando al servicio de valores está esculpiendo sus acciones para moldear esa cualidad. La recompensa es la cualidad global de la vida en sí. En otro lugar he citado un pasaje de Borges que querría repetir aquí:
Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.
Por ello solemos identificar en toda vida que identificamos como teniendo propósito un puñado de cualidades sostenidas con diferentes grados y de diferentes maneras a lo largo del tiempo. Podemos tener objeciones hacia las cualidades sostenidas o la forma de sostenerlas, y aun así percibir el hilo conductor de una vida.
Cerrando
El recorrido ha sido largo, pero espero que haya valido la pena. En última instancia, creo que el arte, los valores, la acción, la presencia, son formas mutuamente solidarias de lucha contra lo anestésico, contra la tendencia siempre presente de derivar por la vida. Quizás el arte nos ayude a mejor vivir, a mejor sentir, a mejor hacer que nuestro paso por este mundo, bajo la forma que tuviere, haya valido la pena. Que al momento de morir, podamos decir como el Adriano de Marguerite Yourcenar (en la traducción de Cortázar):
Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…
Gracias por la compañía.
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