Adaptando la terapia al terapeuta

Se habla mucho, y de distintas maneras, respecto a la necesidad de adaptar la terapia a las particularidades de cada paciente. Es, claro está, una empresa deseable: poco sentido tiene realizar una intervención si la persona que tenemos enfrente no puede captarla y aprovecharla, sea por desajuste cultural, complejidad, o mera irrelevancia de la intervención. Vemos por ello numerosas guías y manuales para individualizar los tratamientos o como mínimo para adaptar los tratamientos a ciertos grupos definidos por algún rasgo en común (rango etario, origen, problemas médicos, etc.). Queremos en general que la terapia “hable el idioma” de la persona a la cual se dirige, que sea sensible a sus idiosincrasias, a la forma particular de sentir y pensar, para que no sea un mero intercambio de turnos de conversación sino que suceda algo más similar a un diálogo, a un cambio.

Ahora bien, de lo que se habla mucho menos es de la adaptación de la terapia a las particularidades de cada terapeuta, y a ello querría dedicar algunas líneas.

Si me están leyendo en castellano, entonces sabrán que trabajamos en gran medida con ideas importadas. Los desarrollos de la psicología han seguido en líneas generales el orden habitual del mundo, de manera que el grueso de la producción intelectual al respecto ha sido realizada en los centros de poder de uno u otro continente y de allí se ha propagado al resto del mundo. La llegada de internet ha cambiado un poco las cosas, pero lo cierto es que la mayoría de las ideas y conceptos que utilizamos en nuestra actividad cotidiana han sido formuladas en el seno de otro idioma y otra cultura. Esto implica, como mínimo, una traducción que, como el traduttore traditore italiano nos recuerda, siempre conlleva algo de traición.

Por poner un ejemplo, baste señalar como ejemplo el curioso efecto que el cambio de idioma tiene en los conceptos del campo del análisis de la conducta. El inglés, idioma en el cual han sido formulada la práctica totalidad de las ideas y conceptos básicos, es un idioma rico en verbos y notablemente dúctil para la creación de nuevos verbos, lo cual es extraordinariamente apropiado para una disciplina que pone un fuerte énfasis en la acción sucediendo (Sapir y Whorf deben estar aplaudiendo desde sus tumbas respectivas). Nuestro castellano, en contrapartida, es un idioma más bien rico en sustantivos y adjetivos, por lo cual términos que en inglés tienen matices de actividad tienden en castellano a ser tratados como sustancias –pasamos así de relational framing a enmarcamiento relacional, o de matching law a ley de igualación, entre otros, es decir, de términos que denotan acciones (framing literalmente traducido sería enmarcando, un verbo en gerundio, en lugar de un sustantivo). Esto no es un obstáculo insalvable, pero sí es un matiz a tener en cuenta al examinar esos temas.

Quiero aclarar que no me refiero sólo a las dificultades que surgen de la traducción, sino de manera general a las formas en las cuales la utilización de un término varía entre contextos socioculturales e históricos. Esto es más notable aún cuanto más “cargados” culturalmente o imprecisos son los términos. Quizá operación estableciente no sufra demasiado con una traducción o con el paso del tiempo, pero términos más cotidianamente utilizados como aceptación o valores se prestan a toda clase de equívocos: aceptación tiende a deslizarse hacia resignación o conformidad, mientras que valores suele tomarse como comportando sesgos religiosos o morales. Creo que esto es más relevante en particular con las terapias contextuales y otras que han llegado más recientemente a nuestra esfera cultural y que aún no han atravesado un proceso muy extenso de apropiación y socialización local que nos “acerquen” un poco, por así decir, los conceptos.

Cuando hablo entonces de adaptar la terapia a cada terapeuta, me refiero a la necesidad de considerar cómo cada quien se apropia de las intervenciones y conceptos de la disciplina, para que hablen nuestro idioma. Con frecuencia las intervenciones que ilustran los textos de referencia son formuladas desde y para un marco cultural específico. Por ejemplo, la idea de las arenas movedizas y todo lo que sucede en torno a ellas ha sido un lugar común en el cine estadounidense de mediados del siglo XX (si les interesa el tema pueden revisar este estupendo ensayo), pero es casi inexistente en otros contextos socioculturales, por lo cual a menudo su utilización como metáfora requiere de una laboriosa descripción que se parece bastante a explicar un chiste –y con similar efecto. Por eso es preferible utilizar recursos con los cuales el terapeuta se sienta cómodo y de los cuales maneje con soltura sus referencias.

¿Cómo hacerlo, entonces? Hay varias vías posibles, aquí querría sólo señalar algunos puntos que creo relevantes, ustedes hagan el resto.

Terapeuta, a tus zapatos

El objetivo amplio de adaptar una intervención es aumentar su efectividad, volverla más familiar o comprensible ajustándola a las coordenadas particulares. Una intervención que es incomprensible para un paciente es a lo sumo inefectiva, pero una intervención que es incomprensible para el terapeuta es mucho peor, en tanto puede dirigir la terapia hacia cualquier dirección.

Una intervención tiene, en términos generales, dos aspectos: un qué y un cómo. Es decir, el objetivo de la intervención y el vehículo o formato particular que adopta. Su función y su forma, si así lo prefieren. De esta manera, por ejemplo, para transmitir la inutilidad de luchar contra el malestar, utilizamos una metáfora como la de las arenas movedizas. El aspecto que principalmente es foco de la adaptación no es el qué, sino el cómo, las herramientas, lenguaje y recursos clínicos. Creo que el problema central respecto a la adaptación es la utilización de metáforas y ejercicios de los cuales la función, la forma, o ambas, no son adecuadamente comprendidos por el terapeuta.

Mi sugerencia principal al respecto la siguiente: para adaptar el cómo, es necesario tener una buena idea del qué. Esto es, un factor insoslayable al considerar cualquier intervención es qué es lo que estoy intentando lograr, cuál es el proceso que estoy intentando impactar, y en función de ello, qué recursos cuento para aplicar. Es decir, un buen camino para adaptar una intervención es considerar ante todo qué función tiene (o al menos qué función querría que tuviese) y qué recursos que me sean familiares puedo utilizar para ello.

Algo que he propuesto en otros lugares y que a veces facilita la tarea es considerar los mensajes terapéuticos implicados en cada intervención. Un mensaje terapéutico es la formulación en términos llanos que se hace de algún proceso o concepto clínicamente relevante. Por ejemplo, defusión (que ya es a su vez la adaptación de términos y conceptos básicos), puede encarnarse en mensajes terapéuticos clave como “los pensamientos no son las cosas”, “la mente no es confiable”, “no somos nuestros pensamientos”, etc. No hay un número fijo de mensajes terapéuticos, ya que de lo que se trata es de enfatizar algún aspecto de un proceso de relevancia clínica. En general, en ACT los mensajes terapéuticos no son comunicados directamente (salvo que adoptemos un procedimiento más psicoeducativo), sino que se encarnan en algún vehículo: una metáfora, un ejercicio, una interacción clínica, que ayudan a que el mensaje sea experimentado.

Algunas preguntas a plantear a la hora de adaptar una intervención a nuestro repertorio particular pueden ser:

  • ¿Cuál es el proceso (o procesos) de flexibilidad psicológica que esta intervención quiere impactar?
  • ¿Cuáles son los mensajes terapéuticos específicos que involucra?
  • Una vez identificados, la siguiente pregunta puede ser: ¿qué lugares comunes, expresiones, recursos, actividades, conozco de mi contexto sociocultural particular que pueden encarnar estas mismas ideas?

Por ejemplo, antes que utilizar la analogía de las arenas movedizas al abordar evitación prefiero utilizar alguna historia que me resulta más familiar, como por ejemplo correr cuando hace calor (pueden ver el artículo aquí). Tanto los procesos de flexibilidad psicológica como los mensajes terapéuticos clave son los mismos: se trata de señalar lo contraproducente de evitar experiencias internas, pero mi historia me resulta más familiar y fácil de manejar que la poco frecuentada historia de las arenas movedizas (y suele serlo también para mis pacientes).

Como sugerencia general: no utilicen recursos que no entiendan. No utilicen metáforas que les resulten incómodas, de las cuales no entiendan el punto, o que les resulten objetables. Algunas metáforas o intervenciones en ACT pueden resultar muy ajenas y difíciles de transmitir con fluidez –la conocida metáfora de la persona que se ha caído en un pozo, por ejemplo, las más de las veces se convierte en un fárrago poco productivo de argumentos y contrargumentos.

Cerrando

La adaptación de las intervenciones a las características de nuestros pacientes es una muy buena idea, pero creo que la adaptación de las intervenciones a las características particulares del terapeuta es crucial e insoslayable. En última instancia, es posible realizar una intervención exitosa utilizando recursos que son novedosos o poco familiares para el paciente –pero en cambio es inviable una intervención que utilice recursos que son novedosos o poco familiares para la terapeuta.

Es inevitable guiarnos por la forma de las intervenciones, pero a fin de cuentas, lo que nos interesa es su función. Intenten considerar, antes de llevar a cabo una intervención novedosa, cuál es su función, qué es lo que se está intentando lograr o transmitir, y exploren qué tan cómodas se sienten con el formato de la intervención. Puede ser una buena idea practicarlo antes en voz alta, o mejor aún, ensayarlo con una colega (por ejemplo, anotándose a un Grupo Portland de práctica entre pares). Si el formato les queda incómodo, si no les “cierra” la metáfora o el ejercicio, no se encadenen a él: recuerden que ACT está basada en procesos, no en procedimientos particulares.

Espero estas líneas sirvan de algo. Nos leemos la próxima.